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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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indumentaria. Los dos enmascarados habían recibido a Diego <strong>Alatriste</strong> y al otro<br />

individuo tras hacerlos esperar media hora larga en la antesala.<br />

–Ni muertos ni sangre –insistió el hombre corpulento–. Al menos, no mucha.<br />

<strong>El</strong> de la cabeza redonda alzó ambas manos. Tenía, observó Diego <strong>Alatriste</strong>, las uñas<br />

sucias y manchas de tinta en los dedos, como las de un escribano; pero lucía un grueso<br />

sello de oro en el meñique de la siniestra.<br />

–Tal vez algún picotazo –le oyeron sugerir en tono prudente–. Algo que justifique el<br />

lance.<br />

–Pero sólo al más rubio –puntualizó el otro.<br />

–Por supuesto, Excelencia.<br />

<strong>Alatriste</strong> y el hombre de la capa negra cambiaron una mirada profesional, como<br />

consultándose el alcance de la palabra picotazo, y las posibilidades –más bien remotas–<br />

de distinguir a un rubio de otro en mitad de una refriega, y de noche. Imaginad el<br />

cuadro: sería vuestra merced tan amable de venir a la luz y destocarse, caballero,<br />

gracias, veo que sois el más rubio, permitid que os introduzca una cuarta de acero<br />

toledano en los higadillos. En fin. Respecto al embozado, éste se había descubierto al<br />

entrar, y ahora <strong>Alatriste</strong> podía verle la cara a la luz del farol que había sobre la mesa,<br />

iluminando a los cuatro hombres y las paredes de una vieja biblioteca polvorienta y<br />

roída por los ratones: era alto, flaco y silencioso; rondaba los treinta y tantos años, tenía<br />

el rostro picado con antiguas marcas de viruela, y un bigote fino y muy recortado le<br />

daba cierto aspecto extraño, extranjero. Sus ojos y el pelo, largo hasta los hombros, eran<br />

negros como el resto de su indumentaria, y llevaba al cinto una espada con exagerada<br />

cazoleta redonda de acero y prolongados gavilanes, que nadie, sino un esgrimidor<br />

consumado, se hubiera atrevido a exponer a las burlas de la gente sin los arrestos y la<br />

destreza precisos para respaldar, por vía de hechos, la apariencia de semejante tizona.<br />

Pero aquel fulano no tenía aspecto de permitir que se burlaran de él ni tanto así. Era de<br />

esos que buscas en un libro las palabras espadachín y asesino, y sale su retrato.<br />

–Son dos caballeros extranjeros, jóvenes –prosiguió el enmascarado de la cabeza<br />

redonda–. Viajan de incógnito, así que sus auténticos nombres y condición no tienen<br />

importancia. <strong>El</strong> de más edad se hace llamar Thomas Smith y no pasa de treinta años. <strong>El</strong><br />

otro, John Smith, tiene apenas veintitrés. Entrarán en Madrid a caballo, solos, la noche<br />

de mañana viernes. Cansados, imagino, pues viajan desde hace días. Ignoramos por qué<br />

puerta pasarán, así que lo más seguro parece aguardarlos cerca de su punto de destino,<br />

que es la casa de las Siete Chimeneas... ¿La conocen vuestras mercedes?<br />

Diego <strong>Alatriste</strong> y su compañero movieron afirmativamente la cabeza. Todo el mundo en<br />

Madrid conocía la residencia del conde de Bristol, embajador de Inglaterra.<br />

–<strong>El</strong> negocio debe transcurrir –continuó el enmascarado– como si los dos viajeros fuesen<br />

víctimas de un asalto de vulgares salteadores. Eso incluye quitarles cuanto llevan. Sería<br />

conveniente que el más rubio y arrogante, que es el mayor, quede herido; una cuchillada<br />

en una pierna o un brazo, pero de poca gravedad. En cuanto al más joven, basta con<br />

dejarlo librarse con un buen susto –en este punto, el que hablaba se volvió ligeramente<br />

hacia el hombre corpulento, como en espera de su aprobación–. Es importante hacerse<br />

con cuanta carta y documento lleven encima, y entregarlos puntualmente.<br />

–¿A quién? –preguntó <strong>Alatriste</strong>.<br />

–A alguien que aguardará al otro lado del Carmen Descalzo. <strong>El</strong> santo y seña es<br />

Monteros y Suizos.<br />

Mientras hablaba, el hombre de la cabeza redonda introdujo una mano en el ropón<br />

oscuro que cubría su traje y sacó una pequeña bolsa. Por un instante <strong>Alatriste</strong> creyó<br />

entrever en su pecho el extremo rojo del bordado de una cruz de la Orden de Calatrava,<br />

pero su atención no tardó en desviarse hacia el dinero que el enmascarado ponía sobre la

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