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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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VIII. EL PORTILLO DE LAS ÁNIMAS<br />

Aquello parecía un tribunal, y a Diego <strong>Alatriste</strong> no le cupo la menor duda de que lo era.<br />

Echaba en falta a uno de los enmascarados, el hombre corpulento que había exigido<br />

poca sangre. Pero el otro, el de la cabeza redonda y el cabello ralo y escaso, estaba allí,<br />

con el mismo antifaz sobre la cara, sentado tras una larga mesa en la que había un<br />

candelabro encendido y recado de escribir con plumas, papel y tintero. Su hostil aspecto<br />

y actitud hubieran parecido lo más inquietante del mundo de no ser porque alguien<br />

todavía más inquietante estaba sentado junto a él, sin máscara y con las manos<br />

emergiendo como serpientes huesudas de las mangas del hábito: fray Emilio Bocanegra.<br />

No había más sillas, así que el capitán <strong>Alatriste</strong> permaneció de pie mientras era<br />

interrogado. Se trataba, en efecto, de un interrogatorio en regla, menester en que el fraile<br />

dominico se veía a sus anchas. Era obvio que estaba furioso; mucho más allá de todo lo<br />

remotamente relacionado con la caridad cristiana. La luz trémula del candelabro<br />

envilecía sus mejillas cóncavas, mal afeitadas, y sus ojos brillaban de odio al clavarse en<br />

<strong>Alatriste</strong>. Todo él, desde la forma en que hacía las preguntas hasta el menos perceptible<br />

de sus movimientos, era pura amenaza; de modo que el capitán miró alrededor,<br />

preguntándose dónde estaría el potro en que, acto seguido, iban a ordenar darle<br />

tormento. Le sorprendió que Saldaña se hubiera retirado con sus esbirros y allí no<br />

hubiera guardias a la vista. En apariencia estaban solos el enmascarado, el fraile y él.<br />

Advertía algo extraño, una nota discordante en todo aquello. Algo no era lo que debía<br />

ser. O lo que parecía.<br />

Las preguntas del inquisidor y su acompañante, que de vez en cuando se inclinaba sobre<br />

la mesa para mojar la pluma en el tintero y anotar alguna observación, se prolongaron<br />

durante media hora; y al cabo de ese tiempo el capitán pudo hacerse composición de<br />

lugar y circunstancias, incluido por qué se encontraba allí, vivo y en condiciones de<br />

mover la lengua para articular sonidos, en vez de degollado como un perro en cualquier<br />

vertedero. Lo que a sus interrogadores preocupaba, antes, era averiguar cuánto había<br />

contado y a quién. Muchas preguntas apuntaron al papel desempeñado por<br />

Guadalmedina en la noche de los dos ingleses; e iban dirigidas, sobre todo, a establecer<br />

cómo se había visto implicado el conde y cuánto sabía del asunto. Los inquisidores<br />

mostraron también especial interés en conocer si había alguien más al corriente, y los<br />

nombres de quienes pudieran tener detalles del negocio a que tan mal remate había dado<br />

Diego <strong>Alatriste</strong>. Por su parte, el capitán se mantuvo con la guardia alta, sin reconocer<br />

nada ni a nadie, y sostuvo que la intervención de Guadalmedina era casual; aunque sus<br />

interlocutores parecían convencidos de lo contrario. Sin duda, reflexionó el capitán,<br />

contaban con alguien dentro del Alcázar Real, que había informado de las idas y<br />

venidas del conde en la madrugada y la mañana siguientes a la escaramuza del callejón.<br />

De cualquier modo, se mantuvo firme en sostener que ni Álvaro de la Marca, ni nadie,<br />

sabían de su entrevista con los dos enmascarados y el dominico. En cuanto a sus<br />

respuestas, la mayor parte consistieron en monosílabos, inclinaciones o negaciones de<br />

cabeza. <strong>El</strong> coleto de piel de búfalo le daba mucho calor; o tal vez sólo fuese efecto de la<br />

aprensión cuando miraba alrededor, suspicaz, preguntándose de dónde iban a salir los<br />

verdugos que debían de estar ocultos, dispuestos a caer sobre él y conducirlo maniatado<br />

a la antesala del infierno. Hubo una pausa mientras el enmascarado escribía con una

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