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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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X. EL CORRAL DEL PRÍNCIPE<br />

Caí en la trampa. O, para ser más exacto, cinco minutos de conversación bastaron para<br />

que ellos urdieran la trampa. Todavía hoy, tanto tiempo después, deseo imaginar que<br />

Angélica de Alquézar sólo era una mocita manejada por sus mayores; pero ni siquiera<br />

tras haberla conocido como más tarde la conocí puedo estar seguro. Siempre, hasta su<br />

muerte, intuí en ella algo que no se aprende de nadie: una maldad fría y sabia que en<br />

algunas mujeres está ahí, desde que son niñas. Incluso desde antes, quizás; desde hace<br />

siglos. Decidir quiénes son los auténticos responsables de todo eso ya es otra cuestión<br />

que llevaría largo rato discutir; y éste no es lugar ni oportunidad para ello. Podemos<br />

resumirlo diciendo, por ahora, que de las armas con que Dios y la naturaleza dotaron a<br />

la mujer para defenderse de la estupidez y la maldad de los hombres, Angélica de<br />

Alquézar estaba dotada en grado sumo.<br />

Al día siguiente por la tarde, camino del corral del Príncipe, su recuerdo en la ventanilla<br />

de la carroza negra, bajo las gradas de San Felipe, me desazonaba como cuando durante<br />

una ejecución musical que parece perfecta descubres una nota o un movimiento<br />

inseguros, o falsos. Me había limitado a acercarme y cambiar unas palabras, fascinado<br />

por su cabello rubio en tirabuzones y su misteriosa sonrisa. Sin bajar de la carroza,<br />

mientras una dueña se ocupaba de comprar algunas cosas en las covachuelas y el<br />

cochero permanecía inmóvil junto a las mulas, sin molestarme –cosa que hubiera debido<br />

ponerme sobre aviso–, Angélica de Alquézar volvió a agradecer mi ayuda contra los<br />

golfillos de la calle Toledo, preguntó qué tal me iba con aquel capitán Batiste, o Triste,<br />

al que servía, y se interesó por mi vida y mis proyectos. Fanfarroneé un poco, lo<br />

confieso. Aquellos ojos muy azules y muy abiertos que parecían escuchar asombrados<br />

me alentaron a contar más de la cuenta. Hablé de Lope, a quien acababa de conocer<br />

arriba en las gradas, como de un viejo amigo. Y mencioné el propósito de asistir, con el<br />

capitán, a la representación de la comedia <strong>El</strong> Arenal de Sevilla, que tendría lugar en el<br />

corral del Príncipe al día siguiente. Charlamos un poco, le pregunté su nombre y, tras<br />

dudar un delicioso instante rozándose los labios con un diminuto abanico, me lo dijo.<br />

«Angélica viene de ángel», respondí, embelesado. Y ella me miró divertida, sin decir<br />

palabra, durante un rato tan largo que me sentí transportado a las puertas del Paraíso.<br />

Después vino el ama, reparó en mí el cochero, alejóse el carruaje, y quedé inmóvil entre<br />

la gente que iba y venía, con la sensación de haber sido arrancado, paf, de algún lugar<br />

maravilloso. Sólo de noche, al no conciliar el sueño pensando en ella, y al día siguiente<br />

camino del teatro, algunos detalles extraños de la situación –a ninguna jovencita de<br />

buena cuna se le permitía entonces charlar con mozalbetes casi desconocidos en mitad<br />

de la calle– empezaron a insinuar en mi ánimo la sensación de estar moviéndome al<br />

borde de algo peligroso y desconocido. Y llegué a preguntarme si aquello guardaría<br />

relación con los accidentados sucesos de unos días antes. De un modo u otro, cualquier<br />

vínculo de ese ángel rubio con los rufianes del Portillo de las Ánimas parecía<br />

descabellado. Y por otra parte, la perspectiva de asistir a la comedia de Lope restaba<br />

claridad a mi juicio. Así ciega Dios, dice el turco, a quien quiere perder.<br />

Desde el monarca hasta el último villano, la España del Cuarto Felipe amó con locura el<br />

teatro. Las comedias tenían tres jornadas o actos, y eran todas en verso, con diferentes<br />

metros y rimas. Sus autores consagrados, como hemos visto al referirme a Lope, eran

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