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Arturo y Carlota Pérez-Reverte El Capitán Alatriste - allsalvador2009

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personaje. Había acudido a la cita vestido de negro, envuelto en su capa negra y con<br />

sombrero negro, y su rostro cubierto de marcas de viruela sólo se había animado con<br />

una sonrisa cuando <strong>Alatriste</strong> propuso colocar el farol para iluminar el ángulo de la calle<br />

elegido para la emboscada.<br />

–Que me place –se había limitado a decir con su voz ahogada, áspera–. <strong>El</strong>los en luz y<br />

nosotros en sombra. Visto y no visto.<br />

Después se había puesto a silbar aquella musiquilla a la que parecía aficionado, tiruri-tata,<br />

mientras en tono quedo, presto y profesional, se repartían los adversarios. <strong>Alatriste</strong> se<br />

ocuparía del mayor de los dos jóvenes, el inglés de traje gris y caballo tordo, mientras<br />

que el italiano despacharía al joven del traje marrón que montaba el bayo. Nada de<br />

pistoletazos, pues todo debía transcurrir con la discreción suficiente para, zanjada la<br />

cuestión, registrar los equipajes, encontrar los documentos y, por supuesto, aligerar a los<br />

fiambres del dinero que llevaran encima. Si levantaban mucho ruido y acudía gente,<br />

todo iba a irse al diablo. Además, la casa de las Siete Chimeneas no estaba lejos, y la<br />

servidumbre del embajador inglés podía venir en auxilio de sus compatriotas. Se trataba<br />

por tanto de un lance rápido y mortal: cling, clang, hola y adiós. Y todos al infierno, o a<br />

donde diablos fuesen los anglicanos herejes. Al menos esos dos no iban a pedir a gritos<br />

confesión como hacían los buenos católicos, despertando a medio Madrid.<br />

<strong>El</strong> capitán se acomodó mejor la capa sobre los hombros y miró hacia el ángulo de la<br />

calle iluminado por la macilenta luz del farol. Bajo el paño cálido, su mano izquierda<br />

descansaba en el pomo de la espada. Por un instante se entretuvo intentando recordar el<br />

número de hombres que había matado: no en la guerra, donde a menudo resulta<br />

imposible conocer el efecto de una estocada o un arcabuzazo en mitad de la refriega,<br />

sino de cerca. Cara a cara. Eso del cara a cara era importante, o al menos lo era para él;<br />

pues Diego <strong>Alatriste</strong>, a diferencia de otros bravos a sueldo, jamás acuchillaba a un<br />

hombre por la espalda. Verdad es que no siempre ofrecía ocasión de ponerse en guardia<br />

de modo adecuado; pero también es cierto que nunca asestó una estocada a nadie que no<br />

estuviese vuelto hacia él y con la herreruza fuera de la vaina, salvo algún centinela<br />

holandés degollado de noche. Pero ése era azar propio de la guerra, como lo fueron<br />

ciertos tudescos amotinados en Maastricht o el resto de los enemigos despachados en<br />

campaña. Tampoco aquello, en los tiempos que corrían, significaba gran cosa; pero el<br />

capitán era uno de esos hombres que necesitan coartadas que mantengan intacto, al<br />

menos, un ápice de propia estimación. En el tablero de la vida cada cual escaquea como<br />

puede; y por endeble que parezca, eso suponía su justificación, o su descargo. Y si no<br />

resultaba suficiente, como era obvio en sus ojos cuando el aguardiente asomaba a ellos<br />

todos los diablos que le retorcían el alma, sí le daba, al menos, algo a lo que agarrarse<br />

cuando la náusea era tan intensa que se sorprendía a sí mismo mirando con excesivo<br />

interés el agujero negro de sus pistolas.<br />

Once hombres, sumó por fin. Sin contar la guerra, cuatro en duelos soldadescos de<br />

Flandes e Italia, uno en Madrid y otro en Sevilla. Todos por asuntos de juego, palabras<br />

inconvenientes o mujeres. <strong>El</strong> resto habían sido lances pagados: cinco vidas a tanto la<br />

estocada. Todos hombres hechos y derechos, capaces de defenderse y, algunos, rufianes<br />

de mala calaña. Nada de remordimientos, excepto en dos casos: uno, galán de cierta<br />

dama cuyo marido no contaba con agallas para afeitarse los cuernos él mismo, había<br />

bebido demasiado la noche que Diego <strong>Alatriste</strong> le salió al encuentro en una calle mal<br />

iluminada; y el capitán no olvidó nunca su mirada turbia, falta de comprensión ante lo<br />

que estaba ocurriendo, cuando apenas sacada la titubeante espada de la vaina el<br />

desgraciado se vio con un palmo de acero dentro del pecho. <strong>El</strong> otro había sido un lindo<br />

de la Corte, un mocito boquirrubio lleno de lazos y cintas cuya existencia molestaba al<br />

conde de Guadalmedina por cuestiones de pleitos, y de testamentos, y de herencias. Así

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