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DIARIO<br />
del<br />
ALMA<br />
(S. Juan XXIII)<br />
¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy?... Soy la<br />
nada. Todo lo que poseo, el ser, la vida, el entendimiento, la voluntad,<br />
la memoria, todo me lo ha dado Dios, luego todo pertenece<br />
a Él... Hace simplemente veinte años existía ya todo lo que<br />
me rodea: el sol, la luna, las estrellas, los montes, los mares, los<br />
desiertos, los animales, las plantas, los hombres; en el mundo las<br />
cosas se movían ordenadamente bajo los ojos vigilantes de la Divina<br />
Providencia. ¿Y yo? Yo no existía. Todo seguía su curso sin<br />
mí, nadie pensaba en mí, nadie podía hacerse una idea de mí, ni<br />
siquiera en sueño, pues yo no existía.<br />
Y tú, Dios mío, en un rasgo inefable de tu amor, tú, que<br />
existes desde el principio y antes de los siglos, tú me sacaste de mi<br />
nada, me comunicaste el ser, la vida, el alma, en una palabra, todas<br />
las facultades del cuerpo y del espíritu; tu abriste mis pupilas a esta<br />
luz que irradia sus fulgores en torno mío, tú me creaste. Por tanto<br />
tú eres mi dueño y yo soy tu criatura. Nada soy sin ti, y por ti soy<br />
todo lo que soy. Sin ti nada puedo; es más, si tú no me sostuvieras<br />
en cada instante, volvería al sitio de donde salí, a la nada. Esto es<br />
lo que yo soy. Y, sin embargo, me envanezco, presumo ante los<br />
ojos de Dios de los bienes con que Él me ha colmado, como si<br />
fuesen cosas mías. ¡Oh, necio de mí! “¿Que tienes que no hayas<br />
recibido? Y si lo has recibido, ¿Por qué te glorías como si no lo<br />
hubieses recibido?” (Cf. 1 Cor., 4, 7).<br />
Dios me ha creado; y, sin embargo, Él no tenía necesidad<br />
de mí; y el orden del nuevo universo, el ambiente que me rodea, es<br />
decir, todo existiría exactamente lo mismo sin necesidad de mí.<br />
¿Por qué, pues, me creo tan necesario en este mundo? ¿Qué<br />
soy yo sino una hormiga, un granito de arena? ¿Por qué, pues, me<br />
considero tan grande ante mí mismo? ¡Soberbia, orgullo, amor<br />
propio! ¿Para qué estoy en este mundo? ¡Para servir a Dios! Él es<br />
mi dueño absoluto porque me ha creado, porque me conserva el<br />
ser, luego yo soy tu siervo. Por tanto, mi vida debe estar enteramente<br />
consagrada a Él, a cumplir su voluntad; enteramente y para<br />
siempre. Así, pues, cuando no pienso en Dios, cuando atiendo a<br />
mis comodidades, a mi amor propio, a mis alabanzas, falto a un<br />
gravísimo deber, me convierto en un siervo desobediente. Y entonces<br />
¿qué hará Dios de mí? Señor, aleja de mí los rayos de tu justicia<br />
y no me arrojes de tu servicio como por desgracia merecería.<br />
¡Siervo de Dios! ¡Qué título, qué hermosa mansión ésta!<br />
¿No dijiste tú, Señor, que tu yugo es suave y tu carga ligera? ¿No<br />
está escrito en tus escrituras que servirte a ti es reinar? ¿Acaso no<br />
es el mayor honor para un hombre santo, el poder decir de él que<br />
es siervo de Dios? ¿Y tu Pontífice, tu Vicario en la tierra no se<br />
enorgullece de este hombre: siervo de los siervos de Dios? ¡Qué<br />
gloria, por tanto, servirte a ti, Dios mío! Y sin embargo, ¡yo me<br />
olvido tan fácilmente de este deber!<br />
Reflexiones tenidas en los Ejercicios espirituales del año 1900<br />
- Seminario de Bérgamo -