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–¡Ha enterrado el pico, <strong>se</strong>ñores!<br />
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos,<br />
sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado.<br />
Ahora entraba el nuestro: el Cabal<strong>le</strong>ro Carmelo. Un rumor de expectación<br />
vibró en el circo:<br />
–¡EI Aji<strong>se</strong>co y el Carmelo!<br />
–¡Cien so<strong>le</strong>s de apuesta!...<br />
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.<br />
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada <strong>un</strong>o<br />
con su gallo. Se hizo <strong>un</strong> prof<strong>un</strong>do si<strong>le</strong>ncio y soltaron a los riva<strong>le</strong>s. Nuestro<br />
Carmelo al lado del otro era <strong>un</strong> gallo viejo y achacoso; todos apostaban al<br />
enemigo, <strong>como</strong> augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado<br />
que an<strong>un</strong>ciara el tri<strong>un</strong>fo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas<br />
favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a<br />
picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no<br />
parecía <strong>un</strong> gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan<br />
petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y <strong>se</strong> pa<strong>se</strong>aba<br />
<strong>como</strong> dueño de la cancha. Enardeciéron<strong>se</strong> los ánimos de los adversarios,<br />
l<strong>le</strong>garon al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándo<strong>se</strong> los picos sin<br />
perder terreno. El Aji<strong>se</strong>co dio la primera embestida; entabló<strong>se</strong> la lucha; las<br />
gentes pre<strong>se</strong>nciaban en si<strong>le</strong>ncio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen<br />
que sacara con bien a nuestro viejo paladín.<br />
Batía<strong>se</strong> él con todos los aires de <strong>un</strong> experto luchador, acostumbrado a las<br />
artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo<br />
pecho, jamás picaba a su adversario –que tal cosa es cobardía– mientras<br />
que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a a<strong>le</strong>tazos y golpes de fuerza.<br />
Jadeantes, <strong>se</strong> detuvieron <strong>un</strong> <strong>se</strong>g<strong>un</strong>do. Un hilo de sangre corría por la piema<br />
del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no dar<strong>se</strong> cuenta de su dolor.<br />
CABALLERO CARMELO<br />
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