Leer el primer capÃtulo - Quelibroleo
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EL CUADERNO DE MAYA © 2011, ISABEL ALLENDE 18<br />
Los hombres colocaron <strong>el</strong> refrigerador en <strong>el</strong> sitio correspondiente,<br />
lo conectaron al gas y luego se instalaron a compartir un par de bot<strong>el</strong>las<br />
de vino y un salmón, que Manu<strong>el</strong> había ahumado la semana anterior en<br />
un tambor metálico con leña de manzano. Mirando <strong>el</strong> mar por la<br />
ventana, bebieron y comieron mudos, las únicas palabras pronunciadas<br />
fueron para una serie de <strong>el</strong>aborados y ceremoniosos brindis: “¡Salud!”<br />
“Que en salud se le convierta.” “Con las mismas finezas pago.” “Que viva<br />
usted muchos años.” “Que asista usted a mi sep<strong>el</strong>io.” Manu<strong>el</strong> me daba<br />
miradas de reojo, incómodo, hasta que lo llamé aparte para decirle que<br />
se tranquilice, no pienso abalanzarme sobre las bot<strong>el</strong>las. Seguramente<br />
mi abu<strong>el</strong>a lo puso sobre aviso y él planeaba esconder <strong>el</strong> licor, pero eso<br />
sería absurdo, <strong>el</strong> problema no es <strong>el</strong> alcohol, sino yo.<br />
Entretanto <strong>el</strong> Fákin y los gatos se midieron con prudencia,<br />
repartiéndose <strong>el</strong> territorio. El atigrado se llama <strong>el</strong> Gato‐Leso, porque <strong>el</strong><br />
pobre animal es tonto, y <strong>el</strong> color zanahoria es <strong>el</strong> Gato‐Literato, porque<br />
su sitio favorito es encima d<strong>el</strong> computador; Manu<strong>el</strong> sostiene que sabe<br />
leer.<br />
Los hombres terminaron <strong>el</strong> salmón y <strong>el</strong> vino, se despidieron y se<br />
fueron. Me llamó la atención que Manu<strong>el</strong> no hiciera amago de pagarles,<br />
como tampoco lo hizo con los otros que lo habían ayudado antes a<br />
transportar <strong>el</strong> refrigerador, pero habría sido imprudente de mi parte<br />
preguntarle al respecto.<br />
Examiné la oficina de Manu<strong>el</strong>, compuesta de dos escritorios, un<br />
mueble de archivo, estanterías de libros, una computadora moderna de<br />
pantalla doble, fax e impresora. Había Internet, pero él me recordó –<br />
como si yo pudiera olvidarlo‐ que estoy incomunicada. Agregó, a la<br />
defensiva, que tiene todo su trabajo en esa computadora y prefiere que<br />
nadie se lo toque.<br />
‐¿En qué trabajas? – le pregunté.<br />
‐Soy antropólogo.<br />
‐¿Antropófago?<br />
‐ Estudio a la gente, no me la como – me explicó.<br />
‐Era broma, hombre. Los antropólogos ya no tienen materia<br />
prima, hasta <strong>el</strong> último salvaje de este mundo cuenta con su c<strong>el</strong>ular y un<br />
t<strong>el</strong>evisor.<br />
‐No me especializo en salvajes. Estoy escribiendo un libro sobre<br />
la mitología de Chiloé.<br />
www.megustaleer.com<br />
(c) Random House Mondadori, S. A.