18 abono 0910 - Real Orquesta Sinfónica de Sevilla

Aram Khachaturian Concierto para piano y orquesta nº 1, en Re bemol mayor, Op. 38
con refuerzos en la orquestación y nuevos
recitativos, en Dresde en 1847. Su versión de
la obertura, más densa y “romantizada” –y
más opulenta: reforzó la plantilla original con
2 clarinetes, 1 fagot, 2 trompas y una tercera
trompeta- da a la pieza el final conclusivo y
autónomo –exigido por su transformación en
obra de concierto independiente- que no
poseía originalmente, pues Gluck vincula la
obertura a la primera escena fluidamente, sin
corte alguno. (Existe otra versión de la obertura
que durante mucho tiempo se atribuyó a
Mozart: hoy esa autoría está puesta radicalmente
en duda.)
La obertura, pues, y de una forma entonces
muy original, contiene la expresión de los
núcleos esenciales del drama y el argumento
posterior, a manera de síntesis, especialmente
de la angustia del rey de Argos,
Agamenón que, para propiciar la salida de la
flota aquea hacia Troya, baraja el sacrificio
de su hija Ifigenia. Temas de una dolorosa
gravedad, seguido de un Allegro que se despliega
sobre un penetrante pizzicato y un
último y terrible motivo confiado a la lacerante
cuerda introducen al oyente en el posterior
drama escénico.
La música, que es un lenguaje, se dirige
directamente al público con el que convive en
su fecha de composición y en él trata de producir
respuestas. Públicos posteriores, como
nosotros, los que asistimos hoy a este concierto,
tendremos la oportunidades de escuchar
esta partitura y de opinar, aunque nuestro
contexto y nuestras ideas y, en general,
nosotros mismos, seamos tan distintos de la
situación inicial que la respuesta que demos
a su escucha será paradójicamente completamente
incomprensible para Beethoven...
Aún así, y esto es desde luego mágico, su
música nos sigue llegando y nos sigue interesando
el discurso contenido en la partitura
beethoveniana
El compositor soviético Aram Khachaturian
(Kodjori, en las inmediaciones de Tbilisi, 1903;
Moscú, 1978) es otro de esos nombres cuya
estrecha vinculación al folclore de Armenia,
Georgia y Azerbayán y su facilidad para la
composición de arrebatadoras melodías dinámicas,
le ha dejado empotrado en una incómoda
situación de “autor fácil” sobre el que la
crítica musical pasa de puntillas con cierta
indiferencia y desdén.
Massimo Mila, que encaja su obra en el
“aplicado academicismo” del gran pelotón de
los compositores soviéticos de su tiempo que
no fueron ni Prokofiev ni Shostakóvich, le dedica
5 líneas. Y Gianfranco Vinay, en su Historia
de la Música del Siglo XX, apenas le concede
relevancia estrictamente musical, más allá de
la persecución de que fue objeto por la “caza
de brujas” de Stalin contra los compositores
tachados de “formalistas”. Un hostigamiento
estéticamente incomprensible, a la luz de hoy.
Finalmente, nuestro Tomás Marco, que califica
su folclorismo de “superficial”, reduce su
colorismo orquestal a “un pálido remedo de
Rimsky-Korsakov”.
Y, sin embargo, y como otros ejemplos del
enorme divorcio entre el prestigio intelectual y