18 abono 0910 - Real Orquesta Sinfónica de Sevilla

Gustav Mahler Sinfonía nº 1, en Re mayor “Titán”
Si Gluck y Wagner fueron, en sus momentos
respectivos, dos de los más grandes reformadores
de la Historia de la Ópera, Gustav
Mahler (1860-1911) ostenta igual, o mayor
rango aún, en la de la sinfonía. Mahler, que no
abordó la composición de su primera sinfonía
hasta haber dejado atrás, al menos, tres de
sus ciclos de lieder con orquesta, tuvo una
visión cosmogónica del género. La celebre
cita extraída de una confesión hecha a su
amiga Natalie Bauer-Lechner –«Yo entiendo
por sinfonía la construcción de un mundo a
través de todos los medios y recursos disponibles
de que me puedo valer»- delata una
ambición total, absoluta, por la organización
de un “mare magnun” que arrastra lo mismo
al oratorio que al poema sinfónico, a la canción
o al conjunto camerístico.
T. W. Adorno sintetiza bien esa ambición
demiúrgica cuando afirma que Mahler es el primer
sinfonista que concibe el género como una
novela; es decir, como un sistema complejo,
autosuficiente y autónomo que, como señala
Eugenio Trías, adquiere rasgos enciclopédicos
generando cosmos específicos. Visto así, Mahler
sería a la literatura, la suma explosiva de la reunión
de un Proust, un Joyce o un Faulkner.
El alarde de potencia expresiva y dominio
técnico de Mahler –no en balde, el gran director
de orquesta de su tiempo- encuentra en la
sinfonía su espacio de explosión y desbordamiento,
incluso exageradamente. «Sólo me
interesan las personas que exageran», cuenta
Alma, su esposa, que solía repetir Mahler.
«… a pesar de los excesos de la escritura
mahleriana», escribe Henry Louis de la
Grange, su biógrafo y primer fan tratando de
poner –en mi opinión, inútilmente- algún
tipo de distanciamiento respecto a uno de
los signos más connaturales y fascinantes,
pero también controvertidos y, para los que
no lo aman, sencillamente insoportables, de
la escritura sinfónica de Mahler: su monstruosidad.
Mahler –un “neurótico obsesivo”, según
Freud- aporta a la sinfonía un –para el gusto
de la época- caótico gigantismo orquestal
que arrastra materiales, en su momento, de
tan dudoso prestigio cultural que, además de
por su origen y su naturaleza apátrida –«Soy
tres veces apátrida: como bohemio entre los
austríacos, como austríaco entre los alemanes
y como judío en el mundo entero”- inmediatamente
le granjean el terrible descalificativo
de “mono judío y degenerado». Porque,
efectivamente, y ya desde su Primera sinfonía,
Mahler suscita en la audiencia de su
época -¿y aún en la de ahora- un auténtico
shock estético y sonoro al alternar, en un histérico
carrusel único, sonoridades tan bellas
como pútridas; tan excelsas como cuarteleras.
Mahler, que según Leonard Bernstein es
el músico del siglo XX porque el siglo XX es el
siglo de la Muerte, encarna la sonoridad de
una hermosa decadencia: la defunción de
Viena como epicentro del mundo, su descomposición
estética y moral (y que ante sus ojos
incubó la bestia negra del nazismo) pero, al
mismo tiempo, sin dejar de sembrar en su
tumba la semilla de la música del futuro que
la generación de sus devotos discípulos
–Schöenberg, Berg…- va a convertir en una
revolución musical definitiva. Esa es la enigmática
y subyugante ambivalencia de
Mahler: su doble carácter de compositor de
cierre de una época –el Romanticismo- y,
prácticamente, de un género y un modelo de
discurso –la sinfonía heredada de Haydn y
Beethoven- que él conduce hasta su disolución
definitiva pero que, al mismo tiempo, y
como un mensajero del porvenir, decreta la