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LA HOJA VOLANDERA<br />
RESPONSABLE SERGIO MONTES GARCÍA<br />
Correo electrónico sergiomontesgarcia@yahoo.com.mx<br />
En Internet www.lahojavolandera.com.mx<br />
FÁBULAS<br />
Jean de <strong>La</strong> Fontaine<br />
1621-1695<br />
Jean de <strong>La</strong> Fontaine (nació el 8 de julio<br />
en Chateau-Thierry, Francia; murió el 13<br />
de abril en París) es señalado como el escritor<br />
francés que ha producido las fábulas<br />
más famosas de los tiempos modernos.<br />
Junto con Moliére y Racine, formó parte de<br />
un importante grupo literario francés. En<br />
1683 fue elegido miembro de la Academia<br />
Francesa. Entre otras, destacan sus obras<br />
Cuentos y relatos en verso (1644) y tres<br />
colecciones de Fábulas (1668-1694).<br />
El charlatán<br />
En el mundo siempre ha habido charlatanes,<br />
pero hubo una época en la que eran tan numerosos<br />
que tenían que rivalizar en ingenio si<br />
querían tener una buena clientela de oyentes.<br />
Así, si uno decía un disparate, el otro procuraba<br />
decirlo mayor a fin de atraer el mayor público<br />
posible.<br />
Pues bien, sucedió que uno de estos maestros<br />
de rara ciencia se vanagloriaba tanto de su<br />
talento para enseñar que afirmaba que podía<br />
convertir en un gran orador a un campesino, a<br />
un rústico o a cualquier hombre por torpe y<br />
lerdo que éste fuese; y llegó a tanto su osadía<br />
que al fin dijo que, con un plazo de tiempo suficiente,<br />
sería capaz de enseñar a hablar a un<br />
asno.<br />
<strong>La</strong> gente, al principio no le creyó, pero tantas<br />
veces repitió su afirmación, y con tal seguridad,<br />
que por fin llegó el asuntos a oídos del<br />
propio príncipe, quien, sintiendo picada su curiosidad,<br />
mandó llamar al charlatán y cuando<br />
le tuvo en su presencia le dijo:<br />
–Tengo en mis establos a un hermoso rocín<br />
de Arcadia. He sabido de tu habilidad y quisiera<br />
hacer de él un buen orador.<br />
El charlatán le contestó:<br />
–Sin duda. Vuestra Majestad puede conseguirlo.<br />
El príncipe, pensando ponerle en ridículo, le<br />
dijo entonces:<br />
–Bien. Te concedo un plazo de diez años, al<br />
cabo de los cuales morirás en la horca si el jumento<br />
no ha aprendido a hablar a pesar de todas<br />
tus lecciones.<br />
Contra lo que todo el mundo esperaba, el<br />
charlatán se mostró de acuerdo con las condiciones,<br />
y así se convino que se instalaría en palacio<br />
y se le entregaría una respetable suma de<br />
dinero para sus gastos y otra en concepto de<br />
honorarios por su trabajo.<br />
Pero cuando ya se retiraba nuestro hombre,<br />
un incrédulo cortesano se acercó a él y le dijo<br />
en voz baja:<br />
–Espero que dentro de diez años os veré<br />
ejecutar en medio de la plaza, llevando vuestro<br />
libro de Retórica en la espalda y con unas orejas<br />
de asno sobre la cabeza. Me gustará verlo,<br />
así como también oír el discurso que supongo<br />
que pronunciaréis en tan importante ocasión.<br />
Mas el charlatán sonrió y, moviendo la cabeza<br />
en sentido negativo, le respondió:<br />
–Querido amigo: tengo por delante diez<br />
años de plazo. En todo este tiempo ¿creéis que<br />
el asno, el príncipe o yo mismo no habremos<br />
muerto<br />
<strong>La</strong> mujer ahogada<br />
Cierto día una mujer que paseaba por la orilla<br />
de un profundo río se cayó en él, con tan<br />
mala suerte que nadie pasaba por allí para poder<br />
salvarla; y como la corriente de las aguas<br />
era muy impetuosa la pobre mujer pereció<br />
ahogada.<br />
Su marido, al notar su ausencia, comenzó a<br />
intranquilizarse, y preguntando e indagando<br />
Febrero 10 de 1997
supo que se había dirigido hacia el río. Al no<br />
encontrarla, supuso que se habría ahogado comenzó<br />
a buscar el cuerpo de su esposa, lleno<br />
de pesar, a fin de darle cristiana sepultura. Como<br />
no conseguía verla, preguntó a unas gentes<br />
que estaban paseando, ignorantes de lo sucedido,<br />
si habían observado algún cuerpo flotando<br />
en las aguas del río, explicándoles el accidente<br />
ocurrido a su esposa.<br />
–No hemos visto nada –replicó uno de los<br />
que paseaban–; pero, sin duda, daréis con ella<br />
si seguís la dirección de la corriente del río.<br />
Pero otro de los que allí estaban intervino,<br />
diciendo:<br />
–No estoy de acuerdo: será mejor que la<br />
busquéis en sentido contrario, pues si era mujer,<br />
vaya la corriente hacia donde vaya, su espíritu<br />
de la habrá llevado en el sentido opuesto a<br />
ella. Contradicción.<br />
El labrador y sus hijos<br />
Un labrador que poseía una considerable<br />
extensión de terreno, mediante la cual se habían<br />
sostenido él y su familia durante toda su<br />
vida, sintiéndose ya viejo y viendo que se acercaba<br />
el momento de su muerte, reunió a sus hijos<br />
junto a su lecho y les dijo:<br />
–Guardaos, sobre todo, de vender la herencia<br />
que nos dejaron nuestros padres, porque<br />
en estas tierras hay un tesoro oculto; y aunque<br />
no sé el lugar exacto donde se encuentra, es<br />
necesario que remováis a fondo el terreno de<br />
todos los campos para que consigáis hallarlo.<br />
Así, pues, desde el mes de agosto, dedicaos a<br />
labrar las tierras y profundizad bien en ellas,<br />
sin que quede el más pequeño espacio sin cavar.<br />
En efecto, el buen labrador murió al poco<br />
tiempo, tal como presintiera; y cuando sus hijos<br />
entraron en posesión de la herencia se<br />
dedicaron afanosamente a remover y roturar<br />
los campos en busca del tesoro oculto. Tanto y<br />
tanto hurgaron y labraron que, al cabo de un<br />
año, obtuvieron una espléndida cosecha que<br />
les proporcionó abundantes bienes, si bien,<br />
por más que hicieron, no lograron hallar el tesoro<br />
escondido.<br />
Pero a lo largo de este tiempo los hijos comprendieron<br />
el consejo de su padre, y se dieron<br />
cuenta de que la verdadera riqueza estaba en<br />
las mismas tierras fértiles de la heredad y que<br />
el auténtico tesoro era su propio trabajo.<br />
El escolar, el pedante y el dueño del jardín<br />
Ocurrió en cierta ocasión que un escolar<br />
acudía a un colegio –cuyo maestro era un hombre<br />
muy pedante– y que, debido a su edad y a<br />
su mala educación, era un muchacho tan tonto<br />
como bribón, entró en la casa de su vecino,<br />
hombre muy aficionado a las plantas y a los árboles<br />
y que cuidaba con gran esmero de su<br />
jardín.<br />
El escolar entró, pues, repetimos, en la casa<br />
por el sencillo método de saltar la tapia que separaba<br />
los dos jardines; y encaramándose a un<br />
árbol, se dedicó a comerse todas las frutas que<br />
en él había, y se marchó luego con sigilo. Tantas<br />
y tantas veces repitió la operación que el<br />
vecino se dio al fin cuenta de que los dulces<br />
frutos de sus árboles disminuían a gran velocidad,<br />
lo cual le produjo un profundo disgusto,<br />
pues el buen hombre cuidaba tanto de su jardín<br />
que éste parecía un auténtico vergel en<br />
cualquier estación del año. Así, pues, el dueño<br />
del jardín decidió acabar con la desfachatez del<br />
insolente escolar y no halló mejor medio para<br />
ello que ir a quejarse al maestro de la escuela<br />
de la deficiente educación de sus alumnos, que<br />
se permitían con toda tranquilidad entrar a robar<br />
la fruta en los jardines ajenos.<br />
El maestro, muy disgustado, prometió hablar<br />
a sus discípulos, y le rogó que le permitiese<br />
llevarlos a su jardín, para que de esta forma<br />
tuviese más efecto la reprensión. El hombre no<br />
vio en ello inconveniente alguno y accedió a la<br />
petición del pedante maestro, con tal de verse<br />
libre de tal plaga, sin pensar en las posibles<br />
consecuencias de su acción.<br />
Así, pues, la tarde siguiente el profesor se<br />
presentó en el jardín de la casa del buen hombre,<br />
seguido por una multitud de chiquillos vociferantes<br />
y muy difíciles de dominar, que en<br />
cuanto se vieron en el huerto comenzaron a<br />
campar por sus respetos sin consideración a<br />
nadie. Por fin el maestro logró hacerles guardar<br />
silencio y se dispuso a hacer un castigo<br />
ejemplar del culpable en presencia de todos;<br />
pero ante la belleza del huerto, se sintió de repente<br />
preso de una inoportuna inspiración y<br />
comenzó a hablarles de Virgilio y de Cicerón,<br />
así como de otros autores, de manera que los<br />
muchachos se quedaron oyéndole con la boca<br />
abierta.<br />
Pero esto duró tan sólo unos minutos, pues<br />
tanto y tanto se prolongó el discurso del maestro<br />
que los inquietos muchachos dieron pronto<br />
muestras de cansancio y, moviéndose de un lado<br />
a otro, hicieron más destrozos en el jardín<br />
de los que su dueño hubiera podido imaginar<br />
que haría una turba de insectos devoradores<br />
de plantas.<br />
Los discursos fuera de lugar y que parecen no<br />
tener fin son inoportunos, por muy elocuente<br />
que sea el orador que los pronuncie; y no existe<br />
peor plaga en el mundo que la de los escolares, si<br />
se exceptúa, desde luego, a los pedantes; pero, en<br />
cualquier caso, ni uno ni otro constituyen una<br />
agradable vecindad para nadie.<br />
Fuente: Jean de <strong>La</strong> Fontaine, Fábulas de <strong>La</strong> Fontaine, Salvat Mexicana de Ediciones (Biblioteca Juvenil Salvat), México,<br />
1979, pp. 51, 68 y 126-127.