Bajate un capítulo en pdf - Rolling Stone

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Prólogo
Yo repetía, entonces, una frase de Cioran: “Habría que
hacer un programa de radio para poder hablar de las cosas
que uno nunca se animaría a decirles a los demás”. Había
algo mágico en aquel contraste de lo público y lo privado,
lo pornográfico y lo secreto. La radio produce ese vértigo: el
espanto ante el silencio hace que la intimidad complete
el aire. Y la radio era posible a la noche: hice aquel programa
a oscuras sin advertir, hasta varios meses después de
comenzado, que también los oyentes lo escuchaban a
oscuras; dos ciegos separados por una ciudad de antenas.
“Hora 25” salió al aire por primera vez en marzo de
1990 y a las pocas semanas caí en cama dos meses con
mononucleosis. Volvimos entre julio y diciembre de aquel
año, todos los días, entre las 24 y la 1, promocionándolo
como “el programa más interrumpido en la historia
de la radio”. Al año siguiente, estuvo en el aire dos horas
cada domingo, entre agosto y diciembre; en 1992 no salió
y en 1993 logramos completar un ciclo: una hora diaria
de marzo a diciembre. En “Hora 25”, aquel programa que
hacíamos a oscuras, estaba prohibido hablar de política
o leer gacetillas o dar siquiera una puta noticia: para eso
yo ya era, en las mañanas, “el joven y polémico director
de Página/12”. En “Hora 25” se leían cuentos, cartas de
amor, poemas, atendíamos el teléfono en vivo y manteníamos
una especie de biblioteca circulante de programas
viejos que era consultada por cientos de personas
cada semana.

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—Vengo a buscar el “Lanata solo” del 4 de agosto.
Qué carajo había dicho el 4 de agosto, o el 10 de junio,
o el 30 de septiembre, ¿cuál, sino la radio misma, era la
fuerza extraña que hacía aparecer grabaciones en la feria de
libros del Parque Rivadavia, o en Montevideo? En “Hora
25”, una noche, le leí a Alberto Migré el mensaje de una
oyente poco común; tenía sesenta y cinco o setenta años,
y el programa era, básicamente, seguido por menores de
treinta.
—Quería felicitar al señor Migré por “0597 da ocupado”
—decía.
—Muchas gracias —dijo Migré, y aclaró ante mi cara
de curiosidad—: es por una radionovela de los años cincuenta,
la historia de una persona que llama por error al
conmutador de una cárcel y la telefonista se enamora de él
por su voz.
Sonó después, de inmediato, un llamado de la telefonista
de la cárcel de Devoto diciendo que me quería.
Solo “Hora 25” podía reunir, en una misma noche, en
una misma ciudad, a la señora del radioteatro, al autor, a
un periodista y a la telefonista enamorada. En “Hora 25”
Urdapilleta quería emborracharse y yo alejaba su petaca
de ginebra de la mesa, y en “Hora 25” un oyente ciego nos
contó la noche de Lomas de Zamora, y a “Hora 25”, con
aquella maldita frase de Cioran, llamó una chica de diecisiete
para decir que había tenido un aborto hacía dos
semanas, y no se lo había contado a nadie. Una entrevista de
Eliana Braier a Luca Prodan se transformó en un trofeo
de culto y La invención de la soledad, aquel libro en el que
Paul Auster evoca la muerte de su padre, desapareció de
todas las librerías al día siguiente de haberle dedicado un
programa. “Hora 25” fue lo que fue por Silvina Chaine,
y el Chino Chinen, y también por Florencia Scarpatti y

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Eliana. Estábamos ahí, jugando alegres y movedizos, fascinados.
“Hora 25” fue mi programa más literario de los
medios electrónicos, y por eso no tuve dudas a la hora de
titular este libro que contiene textos privados y públicos
de los últimos veinte años. La gran mayoría no fueron escritos
pensando en su publicación, sino en respuesta a
mi ser, y mi ser escribe. Lo que sigue es lo más parecido a lo
que soy. “Publicar —decía Arlt— es arrojarse a los perros”.
Ladren, entonces.
JORGE LANATA
Buenos Aires, 1 de septiembre de 2008

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Lanata privado
No sé cómo puedo ser visto por el mundo,
pero en mi opinión me he comportado
como un niño que juega al borde del mar.
ISAAC NEWTON

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Soy
Odio ser, muchas veces,
el que quieren los demás.
No aceptaría que nadie me dicte
pero permito que me vivan.
O que, por lo menos,
guíen mi máscara.
Me cansa. Me cansa
esta pelea despareja
contra los que ni siquiera son lobos.
Me cansa estar sujeto
a los juicios ajenos.
¿Cuántos más tienen que darme permiso para estar vivo?
Tomo cuando tengo sed,
como cuando tengo hambre
pero no vivo cuando tengo ganas.
Vivo a veces,
otras, viven en mí
y durante el letargo mi vida se transforma en deseo,
[en futuro, en nada.
Yo no tenía que ser periodista,
ni tenía que dejar el colegio,
ni tenía que abandonar una carrera,
ni tenía que separarme.
Yo no tenía que meterme en ese lío,
ni tenía que querer un diario,
yo tenía que decir que sí,
que casi sí,

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que bueno, no,
que no, gracias.
Yo no tenía que gastar tanto dinero,
yo no tenía que tomar,
yo no tenía que escribir en primera persona,
yo no tenía que publicar ese prólogo,
yo no tenía que discutir todo el tiempo,
yo no tenía que hablar tanto de mí mismo.
Yo tenía que negociar,
yo no tenía que ser egoísta,
yo no debía tener ese auto, o aquella casa,
yo tenía que pensar tal cosa sobre tal otra,
yo tenía que cuidarme de tal manera,
yo tenía que tener respuestas,
yo tenía que firmar acá,
después acá,
acá también, en esta cruz,
y la última a la vuelta, ahí está bien.
Mi alma estaba
en otro lado.
Me disfracé,
me volví esnob
tuve vergüenza de mí mismo,
hubo ocasiones en las que me perdí el respeto
y otras veces
fui.
No necesito cambios
en la vida de los demás.
No necesito otra vida
para tener la mía.
Mi hija es importante, pero no es mi vida.
Mi obra es mi vida,
es lo mejor que tengo para dar
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(en mi hija seré una parte, pero ella es obra de Dios
[y de sí misma).
Me asusta que se entienda lo que escribo,
me desnuda.
Si a uno le preguntan
a qué hora, dentro de una semana,
tendrá sed
no podría responder.
Sin embargo a esa hora,
dentro de una semana,
no habrá nada más cierto que un vaso de agua.
No sé hacia dónde voy
pero quiero ser yo quien llegue.
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Tengo
Dentro de un día será la Navidad de 1996.
Tengo una mujer,
una hija de siete años,
una ex mujer,
público que me dice genio
o me pide que no transe.
Tuve un diario,
dos revistas,
varios programas de radio,
un programa de televisión,
un psicólogo,
tres médicos,
una casa,
una quinta,
dos autos,
más de quince relojes pulsera,
quinientas camisas,
treinta trajes,
montones de ropa informal,
medio millón de dólares en deudas,
tres libros publicados,
una antología publicada,
cientos de charlas en universidades,
cientos de chicas en cientos de lugares,
más de mil discos compactos,
otros tantos libros,
dos computadoras,

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dos teléfonos, un fax y un celular,
varios kilos de más,
un elevado porcentaje de colesterol,
cierto poder,
el poder de tirar a un ministro o dos,
el de pedir custodia policial.
Gasto demasiado dinero al mes.
Tengo dos mucamas,
más la enfermera de mi madre
y la niñera de mi hija.
Tengo un asistente,
y una secretaria,
y un representante,
y varios contratos firmados,
y muchísimos viajes,
y algunas adicciones,
y sesenta cigarrillos al día,
y un suicidio frustrado,
y un buen cuento,
y unas diez o veinte buenas frases,
y unas veinte o treinta buenas ideas.
Tengo talento,
y miedo,
y miedo,
y miedo,
y un desconocimiento total de mi futuro,
y treinta y seis años
que a veces parecen cien
y otras muy pocos.
Me agota toda esta vida encima
dónde ponerla
colgarla de qué.

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Qué hacer con todo esto, que bulle, quiero decir que hierve,
que hierve como las manchas que terminan estrellándose
en una pintura.
Es idiota, y hippie, pero siento
que nada de esto sirve
y que el camino está en mí
pero temo tomarlo.
Temo no estar a la altura de mi camino.
Lo que tengo está en mí,
nació conmigo,
aún aprendo a enhebrarlo,
a combinar sus partes,
a volverlo un todo.
No sé qué es
lo que construyo,
quizás un espejo
o una fosa.
Sé que no hay nadie ahí
y que soy yo quien debe hacerlo.
El tiempo
se escurre,
ya no tengo mucho tiempo.
Debo empezar.
No sé cómo.
Quiero
ser
un niño
cruel
y libre.

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El ángel azul
17.30
Parece la luna. El avión sobrevuela una luna con cráteres
[azules.
Como a veces en mí, aquí abajo no hay nadie.
Aquí arriba, en el avión, solo la eventualidad es segura.
¿Seré feliz alguna vez?
Ahora el avión sobrevuela el borde de la luna.
Ya no corro hacia donde voy: ¿será solo cansancio?
Es curioso este interior de sentirse siempre el mismo.
Tengo treinta y seis años, y catorce esperando una luz en
[la ventana de Graciela de Juan.
Los demás han cambiado con respecto a mí;
desde entonces no sé qué busco.
Recojo asombro, belleza y miedo.
Me siento un ángel, y un idiota.
Algo suena en mí:
una melancólica cuerda
se tensa.
Siempre es la misma cuerda.
Siempre es del mismo modo.
Si el alma es azul, esta cuerda tiene
el color de la madera.
Hay algo que no voy a ser.
Hay algo que no voy a ser.
Lo que no voy a ser está en mí como una llaga
como una mancha azul
en la superficie de la Luna.

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Déjenme jugar.
Sé que a veces soy cruel
pero es por esa maldita cuerda
color madera.
Temo que se rompa:
es casi lo único
que tengo.
Quiero jugar en paz.
Mi juego no tiene costados:
juego adelante,
salto adelante,
retrocedo adelante.
Me divierte hacerlo.
Soy el mismo chico de siempre
saltando azul
con una cuerda en la mano.
En el otro extremo de la cuerda
a veces
hay un ángel;
Otras veces tiro
y no hay nada
y mi cuerda se desarma
como una serpiente de cascabel.
Otras veces tiré.
Y era la muerte
que no es terrible, sino lo más parecido a la tristeza.
Por favor, permitan
que las plumas de mi ángel
sigan haciéndome cosquillas.

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Los cuarenta
Puedo hablar horas, días, semanas enteras sobre los
cuarenta.
Para no alejarnos de la política bien puede recordarse
que cuarenta eran los ladrones de Alí Babá, cuarenta ladrones
con cuarenta cuevas. O que existen cuarenta formas
de liberar espacio en el disco, según señala el manual de
soporte técnico de Windows.
También cuarenta fueron los mártires de Sebaste, en
Turquía, asesinados por el emperador Liciano luego de
negarse a renegar del cristianismo.
Está también la famosa crisis de los cuarenta, infaltable
en el catálogo de los libros de autoayuda, y están los
cuarenta principales con Daisy May Queen y Fabiana
Sosa por la FM Hit.
Cuarenta, claro, son los días que forman la Cuaresma
y fueron precisamente cuarenta días los que Moisés se
mantuvo en la montaña mientras imploró Perdón.
Cuarenta y diez se tituló la excusa de Sabina para esquivar
con garbo su canción de llegada a los cincuenta, y
cuarenta es, en la quiniela, el número que representa al cura.
“Yo haré llover sobre la Tierra durante cuarenta días
y cuarenta noches”, le dijo Dios a Noé anunciándole el
Diluvio Universal.
Y otra vez cuarenta fueron los días que Jesús permaneció
en la Tierra luego de resucitar. Jesús usó esos cuarenta
días de tránsito desde la muerte al Cielo para instruir a sus
apóstoles sobre la creación de la Iglesia.

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Cuarenta lleva por nombre el juego de naipes más
popular en el Ecuador, y Cuarenta Casas, a 336 kilómetros
de Chihuahua, es una de las reservas arqueológicas más
importantes de México.
Las cuarenta del tango llevan música de Grela y letra
de Francisco Gorrindo, y comenzaron a cantarse en 1937:
Aprendí todo lo malo,
aprendí todo lo bueno,
sé del beso que se compra,
sé del beso que se da;
del amigo que es amigo
siempre y cuando le convenga,
y sé que con mucha plata
uno vale mucho más.
Cuarenta años de cautiverio o El cautiverio dilatado se
llamó el libro que en 1825 publicó, en Buenos Aires, el
hermano de Túpac Amaru.
Y eso que ni me puse a hablar de los cuarenta en las mujeres,
como bien lo hace una poesía española del siglo xviii:
De veinticinco a treinta no alboroza
mas puédese comer con sal pimienta,
pero de treinta y cinco hasta cuarenta
anda en vísperas ya de una coroza.
Cuarenta años anduvieron los hijos de Israel en el desierto,
hasta exterminarse todos los guerreros que habían
salido de Egipto.
Y cuarenta años comieron el maná, hasta que llegaron
a tierra habitada.
Cuarenta años.

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Todo este rollo para terminar diciéndoles que cumplo
hoy cuarenta años.
Odio los cumpleaños. No recuerdo haber festejado
ninguno: cuando era chico, con mamá así, no estábamos
para hacer ninguna fiesta. Cuando era grande, ya era tarde
para volver a ser chico.
Un psicólogo de café diría que es miedo a la muerte,
o a la vejez.
No sé.
Siempre siento que el tiempo es un montón de arena
que se me escurre cada vez más rápido entre las manos y que
tengo demasiadas cosas por hacer.
Me siento extraño diciendo: Tengo cuarenta años.
No tengo cuarenta años: tengo diecisiete, y a veces
noventa y cinco, otras tengo diez, otras veintipico.
O quizá sea más exacto decir: tengo cuarenta años por
afuera, y por adentro soy un despelote de almanaques.
No me siento con derecho a aconsejar a nadie, ya que
bastante me cuesta aconsejarme a mí, pero quisiera contarles
esta noche, a los que todavía no tienen cuarenta,
algunas cosas que fui aprendiendo en estos años y que
quizá les eviten tropezar con la misma piedra.
Me llevó de los veinte a los cuarenta advertir que no
sabía nada, y que lo poco que sabía lo había aprendido mal.
Yo creía que la radio era aquello de “adelante ustedes
en estudios centrales”, cortina que bajaba y subía, preguntas
idiotas como: “¿Quiere agregar algo más?”. “Hora 25”
me enseñó que la radio era otra cosa, y que podía ser
cientos de cosas más.
Creo que también aprendí —mal y tarde— que las
ideas son importantes, pero más importante es poder
llevarlas a cabo. Conocí y conozco gente que vive embarazada
de ideas brillantes, pero nunca las da a luz.

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Tardé también cuarenta años en advertir que no hay
peor enemigo que nuestro propio miedo.
Aprendí que nadie tiene derecho a pedirnos que vivamos
su vida, porque al final la muerte es nuestra.
Vi muchas veces, en estos cuarenta años, lo infranqueable
de las barreras generacionales, la cantidad de
gente que, con amor y candidez, “por nuestro bien”, nos
marca el camino del Infierno.
Aprendí que nadie sabe cuál es nuestro bien. O que,
al menos, nadie lo sabe mejor que nosotros mismos.
Aprendí, también, la importancia de estar enamorado,
de vivir en alguien, de estar en comunión con esa persona.
Aprendí, aunque todavía me cuesta, a querer a alguien por
lo que es, no por lo que puede ser, no por lo que yo quisiera
cambiar en él o en ella.
Tardé cuarenta años en aprender a respetar las palabras:
aprendí que “artista” es una gran palabra; que “urgente”
debe usarse pocas veces, las necesarias; que “siempre” más
que palabra es un deseo, y que “compromiso” es una declaración
esnob: “Comprometidos, comprometidos —decía
Cortázar—, lo mejor que podrían hacer es casarse”.
Aprendí que nadie, nunca, se recibe de nada. Y que el
que lo piensa tal vez se haya recibido, pero de idiota.
Aprendí a preguntar cuando no sé, cuando no entendí,
cuando es confuso, cuando lo pronunciaron mal, cuando
sea que haga falta. Preguntar es una obligación, no un
delito. Preguntar demuestra nuestro afán de saber. ¿Y quién
está libre de eso? ¿Quién ya sabe todo como para dedicarse
solamente a responder? ¿Quién podría sentir la vergüenza
de no saber? Solo alguien que sepa todo. Si vive alguien
así, pobre tipo, ¿no?
Aprendí, también, otra obviedad: que nada es tan importante,
o vital, o urgente, o indispensable, y que en el

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fondo la mayor parte de las veces esto es solo televisión, o
diarios, o revistas con los que la gente se limpia el culo a la
semana siguiente, y que a veces dejamos la vida acá como
si todo esto fuera tan importante, o vital, o urgente.
Aprendí, aunque todavía no del todo, a no contestar.
Hace un tiempo una revista me puso en la tapa y solo una
semana después advertí que no había leído la nota: no la
había leído. Había llegado a lo que soñé durante años
como situación ideal, y sin proponérmelo. Desde entonces
decidí que soy todo lo que dicen. Todo lo que dicen
de mí es cierto.
¿Y?
Aprendí tarde que vivimos poco y que tardamos muchísimo
en aprender algunas cosas que, de haberlas sabido
veinte años antes, nos habrían cambiado la vida.
No pude, en estos cuarenta años, responder a ninguna
pregunta verdaderamente importante: sigo sin saber
qué es el tiempo, sigo buscando a Dios con una linterna casi
sin pilas, y mantengo mi capacidad de asombro en buen estado.
Es decir: no tuve grandes avances en la teoría. Eso sí: en
trabajos prácticos estoy cada vez más enganchado; la vida
me parece cada día más asombrosa y secreta y diversa.
Aunque cada vez menos, todavía peleo, a los cuarenta
años, con mi inseguridad, mis ganas de justificarme, mi
facilidad para decir que sí y la diaria pelea contra mis propios
defectos: ver qué podría ser mejor y no me sale, no
alcanza, no llego. Tampoco pude controlar mi necesidad
de hablarte, el vértigo de la confesión, ese viento que me
expone más y más, como si no hubiera nadie, como si
ahora estuviéramos vos y yo solos.
Antes de los cuarenta aprendí que a nuestros viejos
nunca vamos a entenderlos, y que se trata de quererlos,
simplemente.

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Y aprendí y aprendo sobre los hijos, claro. Cualquier
chica se molestaría si alguien dice que la maternidad la
completaría como persona. Voy a plantearlo al revés: creo
que un hombre no es hombre del todo si no es padre: sólo
con los hijos pueden presentarse tantas emociones en estado
puro, tanto Shakespeare, tanto desinterés, tanto
egoísmo, tanta piel.
Es la noche del 12 de septiembre de 2000 y estoy acá,
en la televisión, cumpliendo cuarenta años. Debe de haber
algún error. ¿Cómo voy a tener cuarenta años?