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NUEVAS AVENTURAS DEL LADRÓN DE DISCOS - Rolling Stone

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong>


Carlos Sampayo<br />

<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong><br />

<strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong>


Para Ángela,<br />

retazos de la memoria de su padre.<br />

Diseño: Juan Balaguer<br />

Primera edición:<br />

© Carlos Sampayo, 2008<br />

© Edhasa, 2008<br />

Córdoba 744 2º C, Buenos Aires<br />

info@edhasa.com.ar<br />

http://www.edhasa.net<br />

Avda. Diagonal, 519-521. 08029 Barcelona<br />

E-mail: info@edhasa.es<br />

http://www.edhasa.com<br />

ISBN:<br />

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del<br />

Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total<br />

de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía<br />

y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante<br />

alquiler o préstamo público.<br />

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723<br />

Impreso por<br />

Impreso en Argentina


ÍNDICE<br />

Toco abierto 11<br />

Afilemos las ganzúas de la habilidad, o cuando fui sombra 31<br />

Los dedos imprevisibles de Thelonious Monk 65<br />

La sensata locura de los creadores 101<br />

Al borde de la mala educación 137<br />

Federico, Stefano, Marcelo y Jonio 175<br />

ARTÍCULOS Y ARTICULITOS<br />

La creación del caos (a propósito de Charlie Parker) 227<br />

Jazz: apocalipsis, integración y disolución asegurada 233<br />

Hace cincuenta años, el paraíso (hablemos de discos) 243


TOCO<br />

ABIERTO<br />

¿Abriré mi corazón? Está el propósito pero también<br />

está la traición inherente a todo cardíaco, todo diabético, todo tipo<br />

que usa bastón y se vale de ese artilugio para que los coches respeten<br />

las leyes de tráfico y se detengan en los pasos de cebra. ¿Abriré<br />

mi discoteca? Es posible, sí, quizá ha llegado la hora de poner en<br />

tela de juicio el valor de tanta virginidad en los estantes. ¿Rodarán<br />

los discos calle abajo como en la célebre pesadilla de mi amigo<br />

Narcis Serinyà? Podrán rodar y nadie se fijará en ellos más que<br />

como una curiosidad cinética, discos rodando que reflejan un sol<br />

de primavera en la elegante calle Muntaner de Barcelona, con<br />

suave pendiente hacia el mar. Tal vez no será en una pesadilla, tal<br />

vez se pongan en marcha los mecanismos de la lucidez y este cuidador<br />

abra las jaulas y deje que rueden, que vuelen. Allá van rarezas,<br />

joyas para quien tenga los ojos abiertos y el corazón delator,<br />

música que de ser liberada es capaz de resucitar a algunos muertos<br />

(imaginemos el desvarío de una multitud amante del jazz).<br />

Miro la discoteca en silencio, no hablo, no hay música. La lámpara<br />

de lectura proyecta una sombra sobre los cantos de los discos,<br />

mi sombra, mi testigo. Imagino el ojo que me mira desde diferentes<br />

ángulos, como un Jean Vigo que buscara la proyección más adecuada<br />

con el propósito de transmitir, precisamente, una forma de<br />

mirada.<br />

Los objetos inertes no me dicen nada, he perdido toda propensión<br />

al simbolismo; como estoy más cerca de la muerte quiero co-<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

sas concretas y prácticas de día y sueños estimulantes de noche, a<br />

ser posible con mujeres desnudas y suaves, con la voz de Sarah<br />

Vaughan o Anita O’Day, sueños con sueños quizá realizados, como<br />

la muerte del dictador sangriento, o la muerte en el olvido de quienes<br />

eligieron la barbarie de la ignorancia. 1 Como en su mayor parte<br />

esos objetos son cedés, tampoco puedo refugiarme en el olor de la<br />

cartulina.<br />

La noche se cierra y me invita a colocar un disco en el aparato,<br />

me incita a no ser avaro conmigo mismo, trata de influir mi opinión<br />

sobre los últimos treinta años de jazz en un sentido que ella<br />

considera “positivo”, guía mi mano hacia la letra “ele”, no, John<br />

Lewis no, ése es un valor seguro, ni Lou Levy, tenés que ir más allá.<br />

Y yo: pero Frank Lowe no me gusta, no me dice nada. Y ella: un<br />

poco más atrás, no te hagas el distraído. Caigo en la trampa: el<br />

espacio de Joe Lovano alberga muchos discos; los de la gran esperanza<br />

blanca.<br />

¿Era Lovano hace veinte años el “músico de jazz del futuro”? Así<br />

lo habilitaban, sin preguntarse si habría futuro, si habría jazz, si<br />

estaría yo para comprobarlo y, en caso de estar, dónde estaría, dónde<br />

moraría esta discoteca hecha de latrocinios y abusos.<br />

Hoy, podríamos decir, es aquel futuro. El resto que lo ponga el<br />

amable lector ahorrándome yemas de los dedos, gemas de un corazón<br />

herido que desperdiga sus ilusiones en recuerdos que se caen de<br />

la estantería, que se desprenden del corazón sin herirlo, en un aquí<br />

estuve y ahora me voy, desaparezco, me esfumo en el olvido.<br />

¿Dónde recuperaremos lo desechado, por si nos equivocamos? Algo<br />

me dice que el que se fue a Sevilla perdió su silla, que es como<br />

recordar, metiendo el dedo en la llaga, que alguna vez fuimos reyes<br />

de algo, como Casius Clay/Muhammad Ali y que terminamos apagándonos<br />

o deambulando entre temblores de parkinson, que como<br />

el lector sabe no es el nombre de una agencia de detectives nortea-<br />

1<br />

La idea es de George Steiner.<br />

mericana, especialista en romper huelgas a palos y tiros. Quizá<br />

fuera aquella agencia, la que fue, la que se dedicó a neutralizar jazzistas,<br />

¿por qué no?: el jazz era una forma de libertad en expansión<br />

y, para peor, estaba lleno de negros, judíos, italianos e irlandeses.<br />

Pinkerton soplando el viento gélido que mató a Bix Beiderbecke,<br />

o poniéndole más ginebra en un vaso que clamaba por el no, o<br />

empujando a Woody Shaw bajo las ruedas del metro de Nueva<br />

York, o pegándole dos misteriosos tiros a Jaki Byard (muerto a balazos<br />

en una habitación cerrada por dentro, sin trazas del arma), o<br />

guiando la mano del policía que le aplicó un garrotazo en la cabeza<br />

a Miles Davis, la que puso delante de Art Pepper una tentadora<br />

gasolinera para que la atracara con el fin de conseguir dinero para<br />

pichicata (¡antigua palabra de jazz y tango!), o la que arrojó desde<br />

el cuarto piso de un hotel de Amsterdam a Chet Baker. Pinkerton.<br />

Hoy es aquel futuro. Y Joe Lovano sigue tocando bien, incluso<br />

muy bien, pero no sorprende porque ya no hay materia para la sorpresa.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

–¿Es tan ineludible sorprenderse? ¿No puedes admitir que el jazz<br />

ha llegado a un momento en que el sosiego es necesario, que todo<br />

este período después de la disolución es el de la imprescindible reflexión<br />

para que no muera como música o como recuerdo de música?<br />

Rush Hour no es un objeto de lujo. Un simple cedé con caja de<br />

plástico que se presenta con un cuadro de John Maris de 1932<br />

(Region of Brooklyn Bridge Fantasy). La música no traiciona la imagen<br />

y la mano de oro de Gunther Schuller, autor de los arreglos,<br />

nos hace imaginar que Joe apeló a una gloria de la cultura del pasado<br />

del jazz y que hizo bien. La mano de Schuller eleva el tiro de<br />

Lovano y coloca su sonido en el nivel de la pasarela del puente de<br />

Brooklyn donde John Maris concibió su fantasía hoy colgada en la<br />

exposición permanente del museo Whitney. La música trae imágenes<br />

potentes y evocativas pero se borran cuando se hace el silencio,<br />

se borran también de la memoria, parcialmente.<br />

Esta es la situación del jazz contemporáneo, fin de siglo, inicio<br />

de siglo. Para seguir con el tema del puente, recordemos a Sonny<br />

Rollins y a su The Bridge; imágenes perdurables y referenciales. Apelo<br />

a mi voz alta y a un cierto enojo:<br />

–Entonces, ¿es inútil escuchar nada que no sea aquello, aquella<br />

música. Esa fecha es un límite para la sensibilidad?<br />

Me respondo, mordaz:<br />

–No crees ni en tu pregunta, así que no esperes respuesta. Sí te<br />

daré una opinión: a partir de entonces hay que hacer un esfuerzo<br />

de entresacado, porque, además de las honestas recapitulaciones<br />

sobre lo ya hecho, hay mucho bandido suelto, mucho embaucador,<br />

mucho seductor barato, mucho picarón.<br />

Sé, porque finalmente soy yo mismo, que estoy hablando de<br />

tipos como James Carter o Joshua Redman, equivalentes saxofonísticos<br />

de otros hacedores no mencionados para no ofender al vecindario<br />

próximo.<br />

Así que me dispongo a hacer el esfuerzo una y otra vez, pero últimamente<br />

me quedo dormido en el sillón de orejas, efecto producido<br />

por las famosas recapitulaciones y revisitaciones. Pero coloco un<br />

disco del mentado Rollins (de entonces, porque los de ahora son,<br />

más o menos, una nadería) y juro que no me duermo ni con cincuenta<br />

miligramos de diazepán.<br />

Mi sombra, penoso remedo de quien fui, provoca mis evocaciones<br />

tildándolas de enfermizas y depravadas. Ah, no puedo ampararme<br />

en ella. Dice que no se puede evocar a Hampton Hawes, Carl<br />

Perkins o Phineas Newborn cuando hoy tenemos a Bill Carrothers,<br />

Marc Copland, Fred Hersch, Frank Kimbrough y, sobre todo, a Brad<br />

Mehldau “a quien tú, tú mismo, pedazo de idiota, saludaste hace<br />

una década como el músico del jazz del futuro”. El futuro… qué<br />

cosa misteriosa; a Ornette Coleman le gustaba invocarlo… El jazz<br />

de la época de Hampton Hawes, por ejemplo, no estaba sometido<br />

al bombardeo de la era tecnológica. No sufría la dispersión del todo<br />

lo tengo, me lo bajo de Internet, me lo copio en CD. El jazz de<br />

entonces, materia en crecimiento, tenía que ganarse el espacio en<br />

la gran batalla de lo sucinto, de la carestía y la dificultad.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

La sombra me tilda de ridículo, reaccionario, vejestorio hiperprostático,<br />

leninista tardío y suicida. Va diciendo por ahí, sin mi<br />

autorización, que no me permito los placeres y que ella, en cuanto<br />

me duermo, se va por esas noches de Dios a escuchar jazz, porque<br />

está convencida de que ninguna forma de arte muere.<br />

Yo no he dicho lo contrario.<br />

Faltaría más. Pienso que toda forma vive en tanto le damos<br />

forma. Tomemos como ejemplo un solo cualquiera de Charlie Parker,<br />

o de Rollins. Forma nutrida de forma inexistente hasta un<br />

segundo antes. Allí queda o se esparce. Incluso algo se esparce<br />

cuando queda (en disco)… todo lo que no oímos.<br />

Internet parece decirnos que el mundo está en nuestras manos,<br />

pero, ¿dónde se nos coloca el ardor, la pasión por las otrora llamadas<br />

cosas sencillas? La carátula de un disco, la idea de que lo que nos<br />

está siendo dado gira como los planetas alrededor del sol. Plink y la<br />

música llega, se coloca en el disco duro de la computadora y se nos<br />

brinda en modo aséptico y generalmente robado. ¿Nuevos ladrones<br />

de discos? Lo dudo: no escapan con el objeto bajo el brazo sino que<br />

creen que se ocultan en el anonimato de su computadora personal.<br />

La foto de Sonny Rollins nos mira desde una carátula cualquiera<br />

de aquellos años. Nos dice, por una disposición de letras y colores,<br />

que la música que nos espera será nuestra como consecuencia<br />

de un esfuerzo y un riesgo.<br />

El jazz es primitivo, formula Herb Robertson, un rupturista de<br />

formas que opina que su música es la misma que la de los Hot Seven<br />

de Louis Armstrong. Al principio no sé de qué está hablando, pero<br />

le creo. Rompe a los Hot Seven para volver a construirlos sin que en<br />

la operación de ruptura y reconstrucción haya señales tangibles del<br />

origen. Así se hace, pienso que debería decirle, pero me quedo callado.<br />

Por algo estamos en Portugal, en un festival de jazz donde toca<br />

Robertson con un septeto brass.<br />

Movemos el pie al compás de una introducción de Count Basie.<br />

No lo movemos con esa nueva métrica que nos propone Brad<br />

Mehldau aun sin salirse de las matrices del swing (¿alguien se<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

acuerda del swing?) Y, sin embargo, los sonidos del trío de Mehldau<br />

cumplen con todos los requisitos para que el pie se mueva y nos<br />

distinga como afiliados al jazz aun en el silencio de un discman o<br />

MP3, silencio social. Me acompaña The art of the trio en el viaje de<br />

dieciocho minutos en el tren de periferia desde mi estación hasta<br />

el centro. Nadie me mira, nadie nos reconoce, a mi sombra y a mí,<br />

como reactivos del jazz, de un arte del trío que es inobjetable.<br />

Quizá lo sean las miradas, quizá la indiferencia que define esta<br />

época donde todo circula por la virtualidad. Hampton Hawes, o<br />

Phineas Newborn, o Carl Perkins, eran parte de la sangre que circulaba<br />

por nuestras venas. Y no se me achaque la culpa por no<br />

haberme nutrido con ecuanimidad alimentando tapones en las<br />

arterias; afortunadamente no sólo recuerdo a Hawes, sino que<br />

acaudalo alguno de sus solos en la memoria. No retengo los solos<br />

de Mehldau y un amigo opina que es porque son más complejos,<br />

que pruebe con Fred Hersch, que al ser más romántico tiene más<br />

asidero desde mi mentalidad, y al hablar de mentalidad la está juzgando.<br />

Cuando el jazz entró en mi persona me hizo fanático e intolerante;<br />

la existencia me ha dado otras virtudes, fruto de “hay golpes<br />

en la vida tan fuertes, yo no sé”, pero también de regocijos no<br />

menos contundentes. Entre nosotros, y sin entrar en intimidades,<br />

me han dado deleite algunos hombres y mujeres llamados Chu<br />

Berry, Eddie Miller, Matty Matlock, Lee Wiley, Clyde Hart, Mary<br />

Lou Williams, Dave Tough, Brad Gowans, Georgie Auld… ¿Quién<br />

se acuerda de ellos? Músicos del pasado, remotos perfiles de una<br />

sola destreza, la de dar alegría a los que estuvieran dispuestos a<br />

mover el pie. Toc Toc, el ritmo conllevado e inevitable. Restituir<br />

esos nombres es inútil, pero no lo es albergar la esperanza de que<br />

alguien los encuentre entre las nieblas de su tiempo perdido. De<br />

que alguien recupere el tiempo y en ese rescate aparezca, desde las<br />

pocas fotos existentes, la cara de Clyde Hart, artista con sombra.<br />

Si alguna celebridad tengo es precisamente porque se me dio el jazz,<br />

como fortuna y placer de vida.<br />

No me falta suspicacia e ilusión cuando, caminando o tomando<br />

un café, miro a los concurrentes y pienso éste sí, éste no.<br />

En los conciertos y festivales de Europa se encuentran caras<br />

de quizá éste sí éste no, pero todos muestran entusiasmo porque<br />

es verano y han pagado la entrada. Aplauden a James Carter,<br />

ohhhhhhh, gran pericia y mejor pinta. Se extasían con Diana<br />

Krall. Se mueren con Wynton Marsalis. No asisten a los conciertos<br />

que todavía ofrece Clark Terry porque se lo ve demasiado<br />

viejo, está ciego y su sombra, como la mía, es casi más grande que<br />

él mismo. Tampoco gusta demasiado que Hank Jones siga dando<br />

lecciones de cómo se toca jazz al piano, aun a los prodigios de la<br />

era moderna. Una curiosidad, Hank Jones, casi una momia, una<br />

momia de Detroit.<br />

Miro la discoteca en silencio, no hablo, no hay música. Los objetos<br />

inertes no me dicen nada, he perdido toda propensión al simbolismo.<br />

Sólo son objetos y es extraño este desapego, esta fracción de<br />

muerte que alegra la vida en su ligereza y simplicidad. La música era<br />

la noche y hoy es un modo de los sueños, uno de los componentes<br />

de su razón.<br />

Pero necesito amar. Y ser amado. Así que me desvelo a las cuatro<br />

de la madrugada y entro en la discoteca buscando amparo.<br />

Y pongo un disco que me hace desdecirme.<br />

La música es otra vez noche. Charles McPherson, Bebop Revisited,<br />

Hot House de Tadd Dameron, uno de los loores a aquella<br />

época de la revolución sin destronados, de aquellos cambios no<br />

refrendados por grabaciones porque una huelga dejó sin discos<br />

que testimoniaran lo ocurrido y, cuando terminó, ya había sucedido.<br />

McPherson, que es una extraña reencarnación de Charlie<br />

Parker (sin ánimos de afrentar a ninguno de los dos), despliega un<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

ímpetu que llena de desconcierto a mi sombra porque me advierte<br />

vitalista, casi feroz en la aceptación de lo que me dan los altavoces.<br />

Carmell Jones y Barry Harris empujan desde la oscuridad y<br />

todo estalla en una luz homogénea. Vuelvo a poner el disco y<br />

durante un segundo, un tiempo eterno, siento que casi destrona la<br />

versión de Parker y Gillespie en el Massey Hall de Toronto, pero<br />

(escribiría Raymond Chandler a propósito de un modelo de Rolls<br />

Royce), nada puede lograrlo. Gloria entonces a la genealogía del<br />

jazz, que es vida transmitida a través de sonidos y de la sensibilidad<br />

de quienes escuchamos simultáneamente, en este momento,<br />

Hot House.<br />

La tentación es grande, las manos querrían otro disco y se lanzan<br />

sin escrúpulos hacia la zona “Mc” de la discoteca. Hay Dave<br />

McKenna, Jackie McLean, Hal McKusick y Carmen McRae, pero<br />

para este hombre que escribe se terminó la era de las acumulaciones.<br />

De lo que no me privo es de gritar ¡Viva Charles McPherson!<br />

Y Charles Mingus me guiña un ojo desde ese cielo lleno de muje-<br />

res desnudas y suaves donde está, él vestido; las mujeres le sostienen<br />

las partituras, algunas, quizá unas pocas, escritas sintiendo el<br />

sonido de McPherson como el de una revivificación del de Charlie<br />

Parker, un tipo que está en otro cielo con otras mujeres desnudas y<br />

suaves. Ambos, Charlie y Charles, eran voraces.<br />

La mano que busca en la zona “Mc” es voraz. ¿Adulación? No,<br />

el brazo dice que no, que podría intoxicarme de tanta noche recuperada,<br />

tanto pie que vuelve a marcar el compás, impulsado por la<br />

voluntad del bebop.<br />

No es una religión el bebop. Sí es casi una consigna.<br />

Olvidada.<br />

Una contraseña.<br />

Innecesaria. Sin destinatarios casi.<br />

Me pregunto: ¿cómo era la carátula original del vinilo LP de<br />

McPherson? ¿Llegaba a enceguecernos ese humo de cigarrillo reflexivo?<br />

Éste es un CD, una miniatura de aquel humo, calco y reducción<br />

inventados para no enceguecernos.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Me preguntaba si abriría mi corazón. Lo hago en el momento de<br />

Hot House porque el corazón es una casa caliente y lo hago confesando<br />

que lo he hecho.<br />

Abrí mi corazón a principios de los ochenta, llamados los del “renacimiento<br />

del jazz”, ¡cuánta pompa entre los esperanzados! De Nueva<br />

Orleans surgían voces nuevas con acentos arcaicos y formas<br />

engañosas como toda vitalidad ilusoriamente oportuna. La familia<br />

Marsalis nos decía que llegaba para alimentar nuestros sueños de<br />

una no muerte de la ilusión. El jazz volvía después de una década de<br />

tocante oscuridad y lo hacía de la mano de personas competentes.<br />

Pero todo aquello devino evanescente, mutó en niebla densa de<br />

la mano de compañías discográficas que hacían cálculos ahora<br />

generosos: el jazz podría volverse un negocio dentro del gran negocio.<br />

¿Volvía la época de Louis Armstrong? ¿La de Benny Goodman,<br />

King of Swing? ¿La de Erroll Garner o Dave Brubeck con sus millones<br />

de discos vendidos? ¿Regresaba el mundo de los jóvenes, los que<br />

compran discos, a dar la pauta de lo que sí y no en el campo del jazz?<br />

No, no regresaba. Los sonidos nos envolvían y envolverían de<br />

otra manera, con el desenfado de la disponibilidad y el acceso<br />

inmediato. Sin embargo, la esencia, los cimientos de este arte aún<br />

estaban allí… aún están, me atrevo a decir. Basta con iluminarse de<br />

Duke Ellington, que por otra parte sigue siendo el faro principal de<br />

todo jazzman.<br />

Las composiciones de Ellington y sus propuestas sonoras continúan<br />

entre nosotros.<br />

Agradezcamos a Duke su propagación y ese agradecimiento<br />

tomará forma de espera. No del músico de jazz del futuro sino del<br />

ser humano sensible que indague y averigüe qué hay detrás del pianista<br />

Fred Hersch cuando toca la música de Billy Strayhorn, o qué<br />

quiso transmitirnos Joe Henderson con su homenaje al pequeño y<br />

enigmático Billy.<br />

El problema es la transmisión. Y volvemos a Lovano, no como<br />

ejemplo de lo que no hay que hacer, sino como síntoma en el oyente.<br />

¿Oye lo mismo el recién llegado sensible que lo que podamos oír<br />

yo y mi sombra? No, no es sólo por la experiencia y lo vivido, sospecho<br />

que la época y el modo de acceso tienen mucho que ver en esa<br />

segura diferencia en el oír y aun en el escuchar.<br />

Escuchar es arte difícil, dice un personaje de Onetti antes de<br />

perderse en su propia niebla.<br />

Quizá, una música menos ambiciosa que la de Joe Lovano nos<br />

ayude a oír y escuchar sorteando los obstáculos del acceso sin misterios.<br />

Me refiero a la de George Garzone.<br />

Se preguntarán quién es. Me lo temía. Casi nadie lo sabe.<br />

Surgido de la nada aparente, George Garzone, que enseña improvisación<br />

en la Berkelee School of Music, es un músico como… un<br />

saxofonista como… un maestro como… “como los de antes” quisiera<br />

decir pero me da cierta vergüenza reconocerlo.<br />

Garzone toca el saxo fundiendo dos extremos que parecían irreconciliables,<br />

al menos desde posiciones políticamente correctas:<br />

por un lado están Warne Marsh y Stan Getz, por el otro John<br />

Coltrane. ¿Cómo lo hace? Con naturalidad. Una vez tuve ocasión<br />

de hablar con él antes de un concierto en Las Palmas de Gran<br />

Canaria, donde había llegado como miembro del cuarteto de Mike<br />

Mainieri. Garzone, ojos azules, manos grandes, camisa de leñador,<br />

había leído una reseña sobre un disco suyo escrita por mí, donde lo<br />

elogiaba y hablaba de las dos corrientes.<br />

–No sé cómo lo hago. Las corrientes me llegan. Yo siempre les<br />

digo (a los alumnos) que toquen abierto.<br />

Tocar abierto…<br />

Y pienso en la sinceridad del artista que no se guarda armas<br />

secretas para desplegarlas en el espectáculo. Al “tocar abierto”<br />

Garzone da lugar a que la historia del jazz se revitalice cada vez y<br />

que no desvíe su carácter hacia exploraciones fuera de tono y contexto.<br />

El jazz indiscutiblemente moderno de Garzone presenta dos<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

cauces que confluyen, uno que podríamos llamar formal en tanto<br />

la melodía responde a unos parámetros sincréticos, otro informal,<br />

que podemos asociar con las corrientes free, desplegado a través de<br />

un trío llamado The Fringe, epigrafiado como “música del hombre<br />

de Neandertal”. Ambas vertientes confluyen en una única vía<br />

mayor, que vuelve a bifurcarse.<br />

En el pasado, otro saxofonista tenor, John Gilmore (una de las<br />

voces importantes en la Arkestra de Sun Ra, muy admirado por<br />

Coltrane), realizó una operación parecida transitando de la música<br />

“astral” del gurú a un hard bop no convencional; es decir, estaba<br />

en la vanguardia sin molestar a nadie.<br />

¿Quién se acuerda de John Gilmore? Siempre me hago estas preguntas<br />

con segura respuesta. Siempre pongo delante de los sonidos el<br />

drama de su olvido, del descuido a que son sometidos. Se me podrá<br />

decir, con ánimos de estímulo, que soy pesimista, que la música<br />

queda en el aire mientras alguien, aunque sea uno solo, la recuerde.<br />

–No queda en el aire, queda dentro del cráneo –digo.<br />

Y en el corazón, se aducirá… Me carcomo mirando el original de<br />

Andrew! The Music of Andrew Hill, donde Gilmore es la voz de saxo<br />

tenor. Leo una declaración de Freddie Hubbard donde se muestra<br />

feliz por haber elegido a Gilmore como saxofonista para la sesión<br />

Impulse! The Artistry of Freddie Hubbard. Tengo en la memoria algunos<br />

discos de Sun Ra. Todo dentro, encerrado, pugnando por preservarse.<br />

Todo encerrado.<br />

Pero toco abierto.<br />

Sigo el consejo de George Garzone.<br />

Y tocar abierto da lugar a caprichos y arbitrariedades.<br />

Lo peor que podría ocurrir es que alguien tomara este libro como<br />

un canon. Más pretende ser un cañón, pero de escupidas. Escupidas<br />

de músico.<br />

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Y como la acción, si es que lo que cuento se puede llamar así,<br />

transcurre en los años setenta, tengo terreno para despotricar, o<br />

arder de rabia.<br />

Los setenta, amigos, cuántas discotecas rodando hacia los basurales.<br />

Cuánta poesía que pasó a ser historia oculta de la poesía.<br />

Los años setenta fueron una mala cosa para la humanidad y el<br />

jazz es parte de la humanidad, no podía pasar una buena época. Se<br />

considerará una forzatura asociar desgracias vividas por algunos pueblos<br />

con historias mínimas e íntimas, o con el transcurrir de un tipo<br />

de música; pero en esos años este ladrón de discos pensaba en notas<br />

musicales, se sustentaba (o trataba de hacerlo) en un ritmo y trataba<br />

de obedecer a unas medidas armónicas, incluso para estrellarlas contra<br />

un muro o el sentido común.<br />

Y así las historias que se cuentan o que cuentan que se cuentan<br />

son historias de amor y de guerra, como lo fueron las vidas de Art<br />

Pepper, Chet Baker o Albert Ayler, y en general no tienen final feliz.<br />

En los años setenta, este cuidador de discoteca y ladrón inveterado<br />

se expatrió voluntariamente y en ausencia se convirtió en un<br />

exiliado, alguien que no podía regresar para ubicar los discos que le<br />

habían sido robados con la justificación de que quien roba a un<br />

ladrón tiene cien años de perdón. Algunos de mis simpáticos depredadores<br />

fueron a su vez depredados de discotecas y aun de la propia<br />

vida. En los ochenta los que quedábamos por el mundo ya éramos<br />

otros, marcados por la sospecha, rendidos en nuestro ímpetu vital.<br />

En esos años hablaba de jazz con algunas personas. Más tarde las<br />

conversaciones y las personas fueron esfumándose. A veces, en<br />

soledad, evoco esas charlas, acuerdos y cambios de opiniones,<br />

como parte de un patrimonio personal. En los dos extremos hay<br />

dos nombres: Stefano Bertizzolo y Jonio González. En el período<br />

intermedio Marcelo Cohen y Federico González Ruiz. Federico<br />

murió en mayo de 2004, los demás siguen vivos y escuchan música<br />

más que yo.<br />

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C ARLOS SAMPAYO<br />

<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

No hay jazz sin diálogo. Es una extensión del trabajo y la expresión<br />

de los músicos. No hay discoteca enteramente privada y, a esta<br />

altura del match, cuando el tiempo me ha propinado algunos<br />

uppercut, decenas de cross a la mandíbula y un certero gancho de<br />

izquierda al hígado, quitándome casi toda la bravura y toda la apariencia<br />

de poseerla, tiendo a creer que enteramente es un adverbio<br />

recargado. En este momento de gran arrojo podría quedarme con<br />

unos veinte discos e incluso tirar esos veinte, uno a uno, por la ventana.<br />

Pero me digo:<br />

–No te hagas el vivo. Tu casa da a un jardín, ese exabrupto tendría<br />

la fácil corrección de recuperarlos.<br />

No contesto por educación y porque sé que ambos, el de la<br />

rabia y el de la placidez, tenemos razón, y que la discoteca, en su<br />

apatía, tiene la propia esgrimiendo un silencio que se corta con<br />

navaja de afeitar y haciéndome entender que tanto Coltrane<br />

como Parker, Davis, Ellington y Young no pueden quedar sin<br />

amparo. Imaginemos el desamor de un Soultrane abandonado a la<br />

lluvia y el viento, el cartón deshaciéndose gota a gota, el color<br />

verde claro de la carátula perdiendo la delicadeza, la etiqueta que<br />

se despega, se desprende totalmente y deja el vinilo desnudo, irreconocible<br />

si no se dispone de un aparato giradiscos de los de<br />

antes. Para no hablar de Settin’ the Pace, The Believer o Black<br />

Pearls.<br />

No quiero ni pensarlo, Federico se levantaría de la tumba para<br />

salvaguardar a Coltrane, que allá en el Paraíso de los justos le dirá<br />

que los recoja, que soy un inconsistente y que yo y mi sombra podemos<br />

irnos a la mierda, o ser sumergidos en el universo donde reinan<br />

la cumbia y el corrido mexicano. Allá Coltrane le recordará<br />

que el origen de todo lo que hizo en los diez últimos años de su<br />

vida, está en esos discos tempranos que ahora imagino tirar por la<br />

ventana. Le dirá que es bueno escucharlos y que a todos les hará<br />

bien al espíritu y, probablemente, al hígado. Ambos murieron de<br />

algo al hígado. Quizá cáncer.<br />

Antes de la ocurrencia de una muerte temprana, una noche<br />

Federico me invitó a emborracharnos con una botella de Cardhu,<br />

un whisky de malta. El tercero era Coltrane, después se coló Ornette<br />

Coleman y a continuación llegó Don Cherry. Con o sin Cardhu,<br />

Federico era capaz de admitir el valor de artistas pequeñitos, esa<br />

noche se habló de Seamus Blake, Rich Perry, Richie Ford y Mark<br />

Turner y he de reconocer que cupieron en las libaciones y no desentonaron,<br />

como hijos honrados de Coltrane. Como puede verse, el<br />

argumento de la amistad giró alrededor del saxo tenor, lo cual es<br />

una forma de hablar de mujeres sin centrarse en formas y texturas<br />

específicas. Desvelados por los cuerpos apelamos a las voces, que<br />

son de saxo tenor porque el alto nos causa problemas de saturación<br />

y el soprano taladra la corteza cerebral con pocas excepciones, como<br />

Steve Lacy, Lucky Thompson y Barney Wilen... pero no Coltrane.<br />

Fue él, Coltrane, quien obró el milagro: no hubo resaca. Aunque<br />

los destiladores de Cardhu podrían aducir que fue consecuencia de<br />

la malta y la buena elaboración; cada uno con sus méritos.<br />

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C ARLOS SAMPAYO<br />

Pero, no he hablado de Federico. Eso llegará más adelante.<br />

Ahora, por ahora, le dedico el Requiem que Lennie Tristano compuso<br />

para Charlie Parker y me entristezco una vez más porque no<br />

esté aquí para compartir la amarga alegría que me produce escribir<br />

sobre las aventuras de la discoteca, las travesuras de la sombra y los<br />

deambulares del cuerpo de quien la proyecta.<br />

Y un último consejo, ya vertido: Amor omnia facit, porque sin<br />

amor, como sin utopías, es muy triste la vida.<br />

AFILEMOS LAS GANZÚAS <strong>DE</strong> LA HABILIDAD,<br />

O CUANDO FUI SOMBRA<br />

La superficie del disco se recrea en la infinitud que le da un<br />

movimiento hoy inútil. La aguja se ha roto en respuesta a la curiosidad<br />

de un niño nacido en la era del CD; un espécimen para quien<br />

la música no surge de la frotación entre dos objetos duros pero<br />

perecederos, sino que brota de una boca negra, que se cierra y<br />

devuelve el producto de su digestión, generalmente japonesa.<br />

–¡Es una Schure 375 especial! –grito como un imbécil, casi llorando.<br />

El padre del chico me mira con ojos vacíos, carentes de jazz, sin<br />

historias de Louis Armstrong, Pee Wee Russell o Lester Young, contempla<br />

después la hilera –ahora inútil– de vinilos de jazz y me dice:<br />

–Hay una tienda especializada en la calle Aribau, venden todas<br />

las marcas y tipos de cápsulas y agujas, no hace falta que sea la<br />

misma. Además, corro con los gastos, lo que sea.<br />

Se toca el bolsillo interior de la chaqueta, la billetera abultada,<br />

el contenido disponible para reparar el “error”.<br />

Guardo silencio.<br />

El niño ha desaparecido y, seguramente, se esparce por otros<br />

ámbitos de la casa, a la búsqueda de otros objetos antiguos factibles<br />

de destrucción inmediata. Creo oler a cable quemado, oír un chasquido,<br />

un crujido, el crepitar de un fuego. Oigo el eco de un espejo<br />

roto, de un recipiente estrellado contra un cuadro; imagino el<br />

pomo del dentífrico vaciado contra el espejo, pero no digo nada.<br />

¿Qué puedo decir?<br />

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C ARLOS SAMPAYO<br />

<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

La edad contemporánea me ha invadido. Las torres gemelas de<br />

Nueva York han caído y el hedor a muerto impregna los gestos.<br />

Diría, sin ánimo retórico, que el espejo del baño me devuelve el<br />

gesto de un idiota que no está entendiendo nada.<br />

Así que extraigo un disco de los anaqueles: The Fox, de Harold<br />

Land. Tiene los cantos afilados por un defecto de fabricación; una<br />

vez me corté la yema del pulgar. Otra vez pensé en un arma de suicidio,<br />

yugular musicalizada, la desesperación todo lo puede, hasta<br />

el aplacamiento del sentido del ridículo.<br />

Saco The Fox de la funda sin tocar los surcos (mientras haya surcos,<br />

aun con rayones, hay esperanza), me acerco al padre del niño y<br />

así, de un solo tajo, con un solo movimiento, sin palabras, sin ademanes,<br />

diríase que sin odio pero con justo rencor, lo degüello.<br />

Ese cadáver a mis pies no me redime de la pérdida de la aguja,<br />

pero calma momentáneamente mi sed de justicia. Harold Land ha<br />

vuelto a golpear; coloco otra vez el disco en su funda y en su lugar<br />

del estante. A mi alrededor, la casa cruje y se funde en una ignición<br />

provocada por Daniel el travieso.<br />

Creo que me despierto riendo. Las carcajadas me despiertan<br />

realmente.<br />

En la época en que reinaban las púas, Harold Land era “el otro”, el<br />

saxofonista que andaba a la saga de Clifford Brown. Después desapareció<br />

de nuestro firmamento. Pero ¿Qué firmamento? ¿Quiénes éramos<br />

nosotros? Éramos los que debíamos huir de la discoteca, tomar<br />

distancia del ámbito del delito, recrearnos en los sonidos que pudieran<br />

transmitir otros aires. No los buenos aires de Buenos Aires. No<br />

la peste pretendidamente marginada por esos aires buenos.<br />

Era el año 1972, el crimen con mayúsculas estaba agazapado,<br />

esperando tomar forma y color. Matar, siempre se había matado<br />

mucho en aquellas playas. También se pretendía fusilar a los que<br />

no murieran en las matanzas naturales. Pero lo que vendría…<br />

¡Ah, lo que vendría!<br />

Esta cabeza soñaba. Se veía oculta en almohadones de plumas,<br />

se veía resuelta en una música que, fuera de la zona de los delitos<br />

habituales, no esperaba a ser capturada. Un ladrón de discos no<br />

deja nunca de serlo. Un ladrón auténtico, sueña con tiendas de discos<br />

en diferentes países del mundo, sueña con colores y olores, y en<br />

sueños sortea los peores peligros. Huye, como el poeta romántico<br />

tardío, por sobre los campanarios, se sitúa “en el umbral de las<br />

risas y las islas”, se muere por no dejar de ser quien es y, sin embargo,<br />

desafía esta aspiración queriendo cambiarlo todo, menos la largueza<br />

diestra de sus manos. Abomina de la frialdad y la inmediatez<br />

de los compradores vulgares. Compra cuando no tiene más remedio,<br />

pero apenas se le presenta la ocasión, perpetra limpiamente,<br />

vuelve a su ser, recupera sus sueños, viaja por los territorios de sus<br />

fábulas.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Ahora. Ahora que es otoño, veo sin desprecio al joven emprendedor<br />

que se tomó las de Villadiego, lo cual sigue siendo un pequeño<br />

triunfo retrospectivo.<br />

Sé que la desilusión ante el primer disco bastardo de Miles Davis<br />

llegado a sus oídos en 1972, no fue un capricho. El disco: On the<br />

Corner.<br />

También se recuerda sollozando en público, en la sección discos<br />

de El Corte Inglés de Barcelona, ante las primeras notas de The Bill<br />

Evans Album. Aquí la emoción de un reencuentro.<br />

Desilusión y sollozos, el mismo día.<br />

Allí el ladrón, solo de toda soledad, viviendo en oscura casa de<br />

pensión, incomprendido por el medio y viceversa, sólo disponía de<br />

una radio portátil sin auriculares. Era la época del “rock sinfónico”,<br />

pero de jazz, ni las migajas. Sin embargo, una noche serena (es<br />

decir, privada de ilusiones), apareció un programa, unas notas, una<br />

voz amiga. Otro ladrón hablaba desde un micrófono y los sonidos<br />

confluían en dos corazones. Era un jazz yugoslavo, muy elaborado.<br />

Titoísta. Algo es algo.<br />

Al día siguiente, de regreso al Corte Inglés, y The Bill Evans<br />

Album fue a parar al armario y, así, se convirtió en la primera<br />

adquisición europea de una nueva discoteca.<br />

El problema era que no había dónde ponerlo.<br />

Ni amigos que ofrecieran su casa con tocadiscos para escucharlo.<br />

Ni otros oídos ávidos, para no hablar de corazones sangrantes.<br />

Por lo que el disco permaneció mudo durante un tiempo, hasta que<br />

un plato flamante aceptó su redondez; entonces, ya le habían nacido<br />

unos cuantos hermanos silenciosos.<br />

Con el éxodo, parecía haberse quedado la memoria de lo habido<br />

y sabido. Sí, Harold Land era el que había tocado con Clifford<br />

Brown, pero nada más. El corazón no palpitaba con testimonios<br />

cruzados, anécdotas o suposiciones; los discos iban por un lado,<br />

mientras los sueños se perdían en el almacenamiento de datos<br />

vitales, como la nueva denominación ibérica de los objetos: púa era<br />

ahora aguja, una discoteca era un lugar de baile, el altoparlante se<br />

había convertido en altavoz… y nadie tenía idea de quién era<br />

Harold Land. Ni de quién era yo.<br />

O había sido.<br />

Admitamos que yo tampoco. Tardío en todo desarrollo, a los<br />

veintinueve años no me había dado cuenta de nada.<br />

Harold bien merecía el riesgo de un delito. Un degüello del infiel<br />

o una apropiación debida.<br />

Pero, por más propensos al autoengaño que seamos los entusiastas<br />

del jazz, las piernas ya no responden y toda persecución,<br />

disco en mano (o bolsillo), ¡oh miserable objeto de hoy! terminará<br />

con el apresamiento y derivada humillación:<br />

–¿No le da vergüenza, a su edad?<br />

–¿Y qué edad tengo yo?<br />

El ahora interpelado se pone a calcular, me suelta el brazo, pone<br />

cara de Stuart Mill y dice, con un suspiro:<br />

–Le calculo unos setenta y cinco, años más, años menos.<br />

Unos setenta y cinco. No está mal, me salvaré por vejez mientras<br />

mis lozanos y espléndidos sesenta y tres ríen desde el fondo del<br />

disco (¡CD, imbécil!) olvidado por Stuart Mill, que, preso de sus<br />

cálculos y estadísticas, me deja ir como si con el cálculo (años más,<br />

años menos) fuera suficiente castigo. Así que, antes de retirarme,<br />

me animo a decirle:<br />

–Conozco grandes hombres de setenta y cinco años y más, grandes<br />

pensadores y moralistas, extraordinarios poetas…<br />

No sé por qué lo digo, aunque sí sé por qué rengueo exageradamente<br />

en vez de ponerme a correr, presa del júbilo, exultante de<br />

haber recuperado la juventud, la pasión, esa forma nada oblicua del<br />

deseo que es la música encerrada en un disco, nada menos que The<br />

Fox de Harold Land, que es como decir lo mejor de lo no evidente<br />

y celebrar la captura de lo indirecto, de lo injustamente postergado,<br />

porque The Fox, disco que no compra casi nadie, salvo algún<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Harold Land, el otro,<br />

el que tocaba con<br />

Clifford Brown y se<br />

quedó en California.<br />

coleccionista nipón, contiene todo lo que tiene que contener y, en<br />

virtud de una ley no escrita de equivalencias sensoriales y artísticas,<br />

asegura puro disfrute, ni más ni menos.<br />

En un libro que reproduce carátulas originales, 1 el disco aparece<br />

con el sello de Hi-Fi Jazz e ilustrado por una pintura informalista<br />

de un tal Saul White; la urgencia del gesto, que deja huellas<br />

de las pinceladas, trata de reproducir tanto los desplazamientos<br />

nerviosos de un zorro como la música que Harold Land compuso,<br />

y que es una carrera desenfrenada (¿tras la presa o escapando<br />

de los perros y las trompas de caza?). El resto de la invención<br />

de la música está compartido por Land con Elmo Hope, uno de<br />

los más adorables tapados de la historia del jazz. Éste de ahora, llevado<br />

en el bolsillo, tiene un diseño más lineal: una bella foto de<br />

Land de perfil (autor: Ray Avery), coronada por una banda blanca<br />

donde está la información: Contemporary Stereo, Harold<br />

Land, The Fox, with Dupree Bolton, Elmo Hope, Herbie Lewis &<br />

Frank Buttler.<br />

1<br />

California Cool. West Coast Covert Art. Featuring Contemporary Records and Pacific<br />

Jazz. Londres. Collins & Brown. 1992.<br />

¿Qué más necesita un ladrón? La música, un pequeño detalle<br />

que suele escapárseles a no pocos aficionados, sobre todo en esta<br />

era de abundancia y desperdicios. Harold se fue del Brown & Roach<br />

Quintet y todo un mundo de enterados, convencido de que abandonaba<br />

el mejor quinteto de jazz del momento, creyó que se iba a<br />

la mierda. Pero no, oscuro y luminoso (¿qué tal?), se dedicó a tocar<br />

su música y –para beneplácito de futuros epicúreos– a grabarla. Oh,<br />

sana visión que prospectivamente protege a los ganzúas. Las cosas<br />

que dejó Harold Land (nunca mejor usado este verbo en todas sus<br />

acepciones) son pequeños milagros y merecen el engorro de la enumeración.<br />

En realidad, quien lo merece es el cómplice que esto lee<br />

con regocijo delincuencial. Veamos:<br />

• Harold in the Land of Jazz. 1958. Contemporary<br />

• El que nos ocupa, The Fox. 1959. Contemporary<br />

• West Coast Blues. 1960. Jazzland<br />

• Hear Ye!!!! H.L./Red Mitchell. 1960. Atlantic<br />

• Eastward Ho! Harold Land in New York. 1960. Jazzland<br />

• Take Aim. 1960. Blue Note<br />

¿Se hace agua en las bocas? ¿Se afilan los dientes? Tranquilidad y<br />

calma: salvo el ejemplar Blue Note, del que sólo existe una vieja<br />

reedición en LP, el resto es más o menos accesible en formato CD.<br />

¿Por qué escoger The Fox? Porque es el primero en caer en las manos<br />

a la hora de robar y, además, porque se me ocurre que es el mejor.<br />

¿Qué quién me lo dicta? Varios sentimientos, menos el sentido<br />

común, que se mantiene inerte en materia de música. Digamos que<br />

me lo dictan la pasión y el recuerdo de la pasión.<br />

The Fox contiene todos los requisitos que requiere el placer de<br />

escuchar jazz para desatarse, en primer lugar, convicción y talento<br />

y, ya establecidas esas cualidades, cohesión, swing, imaginación y<br />

personalidad; es decir, es una música que cruje donde tiene que<br />

crujir y se desliza cuando hay lugar natural para deslizarse. Harold<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

compone como un esencial moderno: es un bopper de California,<br />

un métrico (pero no metronómico) del off beat, chispeante y reluciente,<br />

pródigo de un gran sonido que parece renovarse en cada<br />

nota. Siempre está presente, aun cuando no toca. Y después, los<br />

otros. Compañía del ladrón en su pequeña celda es Elmo Hope,<br />

uno de los “pianistas raros” de las décadas del 50 y 60 (los otros,<br />

al margen de Monk, eran Herbie Nichols, Mal Waldron y Dick<br />

Twardzik) y de sus rarezas surgieron bellas composiciones y, como<br />

consecuencia, la postergación que terminan padeciendo muchos<br />

verdaderos creadores. De los seis temas del disco, cuatro son obra<br />

de Hope. Desafío a los “modernos” a interpretarlos con dignidad.<br />

El otro que merece atención es Dupree Bolton, que tocaba la trompeta<br />

a partir de Clifford Brown, pero con requerimientos propios,<br />

¿cierto desasosiego? Es un sentimiento habitual en los músicos de<br />

jazz y los aficionados al turf. En definitiva, el jazz no deja de ser una<br />

suma de apuestas. Antes de esfumarse, Dupree dejó un disco compartido<br />

con el saxofonista (un poco mediocrón y rudo) Curtis<br />

Amy, Katanga, que está bien pero no desvela.<br />

Pero, volvamos a Harold. Un caso acabado gracias a John<br />

Coltrane.<br />

Me explico. No tengo casi nada contra Coltrane, pero su paso<br />

por este mundo fue, en materia de descendencia, pernicioso.<br />

Generó una red de repetidores iguales y aparentes. Creó modalidades<br />

a partir de honduras, y estableció precipicios. Harold, que<br />

(juro que) estaba entre los mejores, fue uno de los que cayeron<br />

en la trampa. Antes era conciso y terminante. Después fue derivado<br />

y divagante. Se zambulló, vía Trane, en una “modernidad”<br />

de préstamo. No pocos buenos artistas lo hacen. Piénsese en poetas,<br />

pintores, escultores, historietistas, cineastas y hasta novelistas<br />

(estos últimos, los peores). Y en los sometimientos del receptor,<br />

que termina sufriendo sin saberlo y, cuando se percata, sin<br />

saber por qué.<br />

Yo diría que porque en la expresión buscamos nuestra expresión.<br />

Porque la expresión es un espejo no egoísta.<br />

Y nuestra expresión no puede hallar eco en un préstamo.<br />

En ese sentido, la energía de Coltrane encontró vías involuntarias.<br />

Fácil de imitar, como pocos en el jazz, pero inimitable. Fácil de<br />

imitar como las formas del poeta César Vallejo. Como las del pintor<br />

Marc Chagall. Como Alberto Giacometti. Como Adolfo Bioy<br />

Casares. Como Henri Cartier-Bresson. Como Alfred Hitchcock.<br />

Formas delineadas con una nitidez engañosa, que invita a la literalidad<br />

y al disimulo de la emulación. Formas perversas en su requerimiento<br />

de un creador que ya ha estado antes. Coltrane ya ha estado<br />

en el Harold Land segunda época, en Charles Lloyd, en Jerry<br />

Bergonzi y en tantos patéticos saxofonistas tenor (¡y soprano, Dios<br />

nos libre!) que –desde Yakarta a México DF, desde Vancouver a<br />

Buenos Aires, desde Barcelona a Oslo– estiran la nota coltraneana,<br />

doblan en armónico y dejan aullar su instrumento en una prolongación<br />

eterna del “mensaje”.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Pensé, no, Harold. No hay mensaje. Hubo momentos para eso.<br />

Coltrane no pretendía prolongarse. Su hijo Ravi, que nació el año<br />

de la muerte de su padre, ha sabido entenderlo y trata, modestamente,<br />

de establecerse en otra esfera. Hasta hoy ha fracasado pero<br />

desde estas páginas el ladrón le desea feliz cumpleaños, cada año.<br />

Y mejores cópulas.<br />

Así que, resumiendo, The fox contiene la virtud de despertar una<br />

pasión que se creía dormida. El secreto de la persistencia de sus<br />

cualidades está encerrado en el objeto y se desvelará, poco a poco,<br />

en incontables escuchas que deseo para otros, con escaso convencimiento<br />

de ser escuchado.<br />

Como se recordará, este ladrón de discos huyó de Argentina el 2 de<br />

mayo de 1972. Nadie lo perseguía, al menos en sentido tangible; no<br />

había un cuerpo que empujara a otro, ni un soplido de muerte, ni<br />

otras proezas que –al poco tiempo– se atribuirían muchos de sus<br />

compatriotas. En realidad, no huyó: se fue. Pero también huyó, sí,<br />

de su propio punto de vista. ¿Desde dónde podía contarse esa historia?<br />

¿Cuál debía ser la mirada? ¿Qué miraría esa mirada? Al contrario<br />

que en el tópico, la historia no cuenta nada, más bien lo<br />

borra todo; una memoria total sería insoportable, enloquecedora.<br />

Una memoria fija en hechos y datos facilita la crónica: el 3 de mayo<br />

de 1972 (el viaje duraba unas quince horas) el ladrón aterrizaba en<br />

el aeropuerto de Madrid.<br />

Un cielo límpido e infinito ayuda a los buenos augurios.<br />

El espacio transparente se deja penetrar por la música. El ladrón<br />

pensó “afilemos las ganzúas de la habilidad”. Tanta transparencia<br />

no dejaba lugar a otras artes y, para él, era un lugar sin historia,<br />

pese a la grandeza.<br />

La primera semana fue memorable, pero la ha olvidado.<br />

La segunda semana miró la cartelera de espectáculos: “Whisky<br />

Jazz: Johnny Griffin con Tete Montoliu trío”. Pensó, no está mal<br />

para empezar, un músico norteamericano en un club, así como así.<br />

Era verdad que Griffin no le gustaba: Griffin no decía nada con<br />

muchas notas. Lo había oído como miembro de los Jazz Messengers<br />

de Art Blakey y como saxofonista del cuarteto de Thelonious Monk.<br />

Crasos errores de Blakey y Monk. Hay que perdonar.<br />

La noche le gustó. Estaba en compañía de nuevos amigos y el<br />

lugar recreaba night clubs neoyorquinos o caves parisinas; tenía<br />

olor a humedad y cerveza rancia, estaba inundado de humo de<br />

tabaco negro y la gente no hablaba durante la música. Johnny, tal<br />

como se esperaba, era un petardo, pero el ladrón quedó extasiado<br />

con el pianista, un ciego de sonrisa intempestiva y talento para<br />

meter las blue notes allí donde el alma las estuviera esperando. Era<br />

muy bueno. Griffin lo conocía bien, lo festejaba y el pianista recibía<br />

los festejos con sonrisas heladas. Tete Montoliu, un hombre gris.<br />

Los de la rítmica eran europeos del norte: Peer Wyboris y Eric Peter.<br />

Así que ésa fue la primera noche live del expatriado. Otras tendrían<br />

como protagonista el vino, la marihuana y el dilema interior,<br />

que consistía en seguir siendo quien se era o pasar a ser otro. Lo<br />

cual le promovía dos simpáticas preguntas íntimas: ¿quién se es?<br />

¿Quién se quiere ser? Y, en consecuencia, dos respuestas más o<br />

menos astutas: se es quien no se ha tenido la ocasión de evitar ser;<br />

se quiere ser quien se es pero sin los inconvenientes que acarrea tal<br />

condición. En resumen, el primer dilema de la expatriación fue tan<br />

mediocre como el “arte” de Johnny Griffin y su solución, tan vaga<br />

como cualquier futuro.<br />

De lo que entonces el ladrón expatriado estaba seguro, era de<br />

que el jazz sí tenía futuro; estaba a la vista dado el pasado. Ah,<br />

pequeño necio, aún no había comprendido que se acababa de<br />

ingresar en la triste década de los setenta, en la mala digestión de<br />

la psicodelia, el sesenta y ocho, el flower power, Marcusse, y la<br />

música pop como fuerza expresiva de una generación, nada menos.<br />

Miles Davis sí lo había entendido, pero ahora dice su amigo y<br />

biógrafo Quincy Troupe que su desvío se debió a otra cosa, mucho<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

más honesta que una cita con el héroe de nuestro tiempo, el asesor<br />

financiero.<br />

Miles, resucita y explica que “no hay que detenerse”, que “no<br />

hay que mirar atrás”. Y yo, que lo respeto como muerto y como<br />

vivo, no puedo dejar de preguntarme qué está queriendo ocultar,<br />

qué es lo que no dice.<br />

Al joven ingenuo y un poco inmoral de 1972 no se le hubiera<br />

ocurrido abjurar del jazz, ni del pasado, ni hubiera dicho que no<br />

hay que mirar atrás.<br />

Escuchó On the Corner.<br />

¿Qué pensó?: 1) Que había una equivocación y no se trataba de<br />

un disco de Miles Davis. 2) Que el que había detrás era un intérprete<br />

de música rítmicamente seductora que tenía la suerte de llevar<br />

el mismo nombre que el héroe, para desgracia de aquél. 3) Que,<br />

efectivamente, se trataba de Davis, pero que alguna causa oculta lo<br />

había empujado a la traición.<br />

Caminó por las calles húmedas y con olor a cloaca de una<br />

Barcelona franquista y deprimida, puntualmente necesitado, sin<br />

mirar a nadie. Para mayor desamparo, todo gris, hasta el uniforme<br />

de los policías muertos de hambre y con la lujuria pendiente de un<br />

hilo. Pensó, porque tenía la facultad de hacerlo, que sólo le quedaba<br />

esperar al próximo disco y, mientras tanto, dedicarse a la escucha<br />

de la música ya amada. Llegó a pensar “para esto, mejor no me<br />

expatriaba”.<br />

En la oscura casa de pensión las ventanas cerraban más o menos.<br />

Las rendijas, además de frío y olor, dejaban pasar un sonido espeso e<br />

indiferenciado, algo situado entre el dolor y la necesidad de júbilo.<br />

Allí, la ciudad no tenía fuerzas para bullir, le bastaba con los medios<br />

tonos. La música de las radios, entre Peret y Manolo Escobar, acompañada<br />

de palmas a destiempo. Dormir era difícil, leer, imposible.<br />

Trabajaba en una agencia de publicidad cautiva de una empresa de<br />

detergentes, sita en la periferia norte, un lugar bastante inmundo.<br />

Los pensamientos eran malsanos, pero un día: la sorpresa.<br />

Un sonido armonioso se coló por las rendijas.<br />

El humo del cigarrillo se volvió azul. El vaso se llenó solo y la<br />

fealdad de la habitación ganó en cualidades. El poder de la música.<br />

Unas notas de saxo tenor bien tocado. El tipo no era un aprendiz,<br />

sabía lo que hacía, pensó el expatriado, un quía con suficientes<br />

atributos como para barrer con el tedio.<br />

Unas blue notes que no venían de la frecuentación de los discos,<br />

sino de una cultura.<br />

Escribo hoy. El jazz es universal, pero no me fastidien, lo que no es<br />

universal es el modo en que un jazzman estadounidense resuelve el<br />

blues, cómo lo inserta en una balada, en un standard sin importancia,<br />

en cualquier cosa que haya escuchado y que intente reproducir.<br />

Entonces, nadie tuvo que confirmarme que esos sonidos provenían<br />

de una sensibilidad jazzística auténtica, con historia de<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

generaciones. Revisado a la distancia, muchos años después, el episodio<br />

dio lugar a charlas con “expertos” locales. Que ese saxofonista<br />

era Booker Ervin, que vivió en Barcelona. Que era Pony Poindexter,<br />

considerado poco menos que del lugar. Que era Lucky Thompson.<br />

La verdad, pudo haber sido cualquiera de los tres, sólo que Ervin<br />

había muerto dos años antes; pero, ya se sabe, en materia de espíritu<br />

todo puede conseguirse.<br />

El saxofonista tocaba cada día a la misma hora; primero notas<br />

largas, después largas escalas; se tomaba un respiro y acometía con<br />

temas. Durante quince días no hice otra cosa que esperar escucharlo.<br />

A veces había viento o llovía, o el tráfico, o Manolo Escobar, pero<br />

en general, esos días se fueron llenando de gozo y, proporcionalmente,<br />

comenzaron a mirarme mal en la agencia: no había sido un<br />

fichaje rentable. Dejaron de hablarme, de saludarme, de limpiar mi<br />

despacho. Echarme les hubiera significado tener que largar guita;<br />

preferían tenerme allí, como una estatua, antes que desembolsar.<br />

Llegaron a creer que no existía, pero el sueldo era sistemáticamente<br />

depositado en mi cuenta corriente. Cuando uno tiene un consuelo<br />

la eficacia de la tortura disminuye. Si lo que tiene es una ilusión<br />

–variante poética de la convicción–, el tormento se vuelve prácticamente<br />

inútil.<br />

Los tipos eran salvajemente mediocres, pero yo me refugiaba en<br />

la espera de la noche, en la filtración de los sonidos del saxofonista.<br />

Y además, comencé a leer, una práctica que había abandonado.<br />

Todo obra del saxofonista.<br />

Leía poesía y relatos cortos, piezas que me permitían, día tras día,<br />

dar sentido al encierro, a la batalla silenciosa librada contra los señores<br />

Domenech y Prat, 2 propietarios de la agencia. Nos sonreíamos<br />

con algunos compañeros, dos de ellos provenientes de las playas<br />

remotas: Miguel Bejo y Vicente Battista. Al primero le gustaba el cine<br />

y había co-dirigido una película. El segundo era escritor. Nadie tenía<br />

2<br />

Domenech y Prat fueron, años después, los responsables propagandísticos de alguna<br />

de las reelecciones de Pujol en Cataluña.<br />

idea de qué era el jazz. Veinte años después, Vicente reseñó una de<br />

mis novelas en el diario Clarín de Buenos Aires. Laudatorio estuvo.<br />

Mientras tanto, aunque el ruido lo tapara, estaban España y su<br />

dictador a punto de volverse perpetuo. Estaban los “españoles<br />

todos” que no eran todos. Estaban los de ellos y los de nosotros,<br />

según quien lo dijera. Era como un contenedor de escoria a punto<br />

de estallar. Leo hoy la última frase de una novela de Roberto<br />

Bolaño: “Y después se desata la tormenta de mierda”, 3 casi traduce<br />

lo que se esperaba y temía.<br />

Dadivoso e indiferente al juicio, como parecía estar poniéndose<br />

Miles Davis, allá en su picadero de ricas y famosas, calentándose el<br />

culo en el cuero fino del asiento de su Ferrari Testarossa (amarillo,<br />

la contradicción del ignorando), meta y pon de música espuria en<br />

el radiocasette, a ver si se le pegaba el éxito de la baratura espiritual,<br />

insultando, insultando, desdeñando, despreciando. Yo le hubiera<br />

recomendado a Manolo Escobar, que no la pasaba mal en esa España<br />

que a fuerza de no hallarse estaba por prevalecer. Una España<br />

oscura como las jóvenes paseantes de las Ramblas de Barcelona,<br />

baja estatura, reloj Seiko tamaño gigante, remera azul con cuellito<br />

redondeado, jeans no del todo ajustados porque los culos aún eran<br />

grandes para la altura media y el recato, gafas sin marco, palidez de<br />

perplejidad y de somos europeos, somos.<br />

Un compañero de trabajo, ante mi indiscreta admisión de que<br />

la poesía era de mi interés, dijo:<br />

–Yo la poesía la encontré en el fascismo.<br />

Eso dijo.<br />

Ante lo cual todos los presentes callaron porque ese mismo personaje<br />

(herido de afeitada irregular), concupiscente con las secretarias,<br />

había antes opinado que:<br />

–A Franco se lo respeta mucho en Europa, por ejemplo en el<br />

Vaticano.<br />

3<br />

Roberto Bolaño: Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 2000.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Dios lo perdone.<br />

Una tregua era irse a Perpignan a ver películas y respirar un aire<br />

fresco que se nos antojaba revolucionario y francés; nada más alejado<br />

de esa región que el primero de esos sentimientos. Una vez, en<br />

un hotel de esa “ciudad”, tocaba el trío de Georges Arvanitas;<br />

recordé que en Buenos Aires, Francisco Mujía Jackson (nombre<br />

verdadero) lo había pasado en su programa de Radio Splendid.<br />

Arvanitas era sólido. Y desata un recuerdo. Un pianista a la francesa,<br />

sonidos que volverían a llegar a través de Michel Petrucciani,<br />

Alain Jean-Marie y otros. Soñé con caves, bellas Juliette Greco, y<br />

Juliette Mayniel, que ya apareció en Memorias de un ladrón de discos<br />

como expresión ideal a plena pantalla, en una película donde se<br />

acostaba con el personaje equivocado. En fin. Georges era más feo<br />

que un sapito, pero manejaba las manos como un orfebre y helo<br />

aquí como punto de un entramado, tantos años después.<br />

Hoy, hoy mismo, escribo de pie, como George Bernard Shaw y como<br />

Ernest Hemingway y Phillip Roth, aunque por ninguna de las<br />

razones que los animaron. George porque era socialista y necesitaba<br />

caminar por la habitación para que no se le escapara la coherencia<br />

de las ideas, ni se mitigara el efecto maléfico de sus observaciones.<br />

Ernest porque tenía hemorroides; él lo ocultaba y se hacía el<br />

cazador misterioso y tauromáquico experto, pero lo cierto es que<br />

tenía el culo como una rosa encarnada. Roth, quizá para volar por<br />

sobre su vejez llena de deseos que se esfuman. Yo, en medio de las<br />

hemorroides y el socialismo, cabalgando sobre otros malestares<br />

tanto físicos como morales, escribo como quien toca el saxo alto.<br />

Como Charlie Parker, balanceándome sobre los dos pies.<br />

Como Paul Desmond pensando en botellas de whisky.<br />

Como Ornette Coleman intranquilizando a los tontitos.<br />

Pero de mi máquina no salen sonidos, ni malestares, esto es una<br />

crónica e intenta ser una confesión. La de la espera de una lluvia<br />

de discos que suplieran a los abandonados en aquellas playas donde<br />

la masacre preparaba su desatarse.<br />

La de una lluvia que hoy mismo fulmine mi indiferencia al<br />

contenido de tantos discos robados, música que ha muerto como<br />

todo lo vivo. Muere lo que nos ha dado vida porque poco a poco<br />

va muriendo nuestra vida, desaparece nuestro cuerpo antes de<br />

corromperse, vuela a unos cielos que contienen discos que serán<br />

llovidos sobre otras almas, llovido sobre mojado más claro, echále<br />

agua.<br />

Escribo sentado en sillas que crujen, se abandonan a su suerte,<br />

se retuercen y quejan, en reclinatorios, en bares, pizzerías, cervecerías<br />

y pubs. En Madrid, Barcelona, otra vez Madrid, Castelldefels,<br />

Sitges, Brescia, Milán, Ginebra, Londres, Siena. En Roma, La Floresta<br />

y Buenos Aires.<br />

Escribo en itinerarios sin describirlos, los discos son redondos<br />

en todas partes, basta con eso.<br />

Escribo en 1976 en un pub de South Kensington y termino<br />

borracho antes de ver a Dexter Gordon en Ronnie Scott’s.<br />

Escribo en 1978, sentado en el bar del Capolinea, en Milán,<br />

donde esa noche toca Chet Baker, también sentado (él en un taburete).<br />

Escribo en una terraza frente al lago Lèman, tratando se ser<br />

indiferente al quinteto de Junior Cook y Bill Hardman, dentro de<br />

unas horas en un café de Carouge.<br />

Escribo en 1979, en un barsucho griego de la Rive Gauche, esperando<br />

la fiesta de París que París ya no celebra, esa noche caerá<br />

sobre los incautos la música escénica de Sun Ra (con John Gilmore<br />

y Marshall Allen)<br />

Escribo en 1980. En el Casino El Retiro de Sitges, en un cuaderno<br />

negro, sobre Count Basie viajando en taxi, porque esa tarde<br />

Harry Sweets Edison enseñará trompeta en el otro Casino, el Prado,<br />

acompañado por un trío local, que se hallará más perdido que<br />

turco en la neblina porque, como confesará un integrante, “ellos<br />

están en otra cosa, entienden el ritmo de otra manera”.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Escribo, esta vez muy sentado a finales de 1974, en la hostería<br />

del Partito Comunista Italiano porque dentro de poco se hará presente<br />

Archie Shepp (con Charles Grenlee en trombón) y es momento<br />

de rabia y habrá que gritar o dejarse gritar por quien en el<br />

arte de gritar es un maestro gritón diplomado.<br />

Escribo sentado, me levanto.<br />

En cualquier bar de cualquiera de esas localidades me levanto,<br />

paseo y rompo las páginas, destinadas a ser rotas, porque después<br />

de cada escritura ilusionada caerán discos del cielo en forma incorpórea<br />

de música.<br />

Me levanto y rompo la libreta en pedazos, o la dejo abandonada<br />

para solaz de otro esperador de lluvias, o de cualquiera que sepa<br />

asumir la culpa de una espera nunca colmada. Por más que llueva,<br />

nunca será suficiente, pero mucha lluvia termina por mojar la conciencia,<br />

las ilusiones y hacer que se olvide lo perdido. Las palabras<br />

dejadas al azar…<br />

Palabras como música.<br />

Escribo que camino, caminando, silbo It Might as Well be Spring<br />

por Clifford Brown y siento que es un modo de responderle cartas a<br />

aquel que escribe sentado y de pie, cartas que no ha escrito porque<br />

sólo escribía que estaba escribiendo y en qué posición se hallaba su<br />

cuerpo. Clifford pone las cosas en su lugar, que es el lugar de lo perdido<br />

y recuperado (siempre entra Borges entre letras y palabras, penetra<br />

en reparos y argumentos), que significa la fuerza del azar cuando<br />

escoge truncar un sueño. El sueño de Clifford era el de redondear la<br />

frase, o quizás el de llegar adonde se dirigía en el momento en que el<br />

ánima impura de la crónica (una forma del afamado azar) eligió<br />

borrarlo del mapa de Estados Unidos y, en consecuencia, del mapa del<br />

jazz. Pum, se acabó: a partir de entonces, y sin quererlo, un símbolo,<br />

una referencia, un deseo no consumado. Clifford construía sus solos<br />

en espiral, desde fuera hacia el centro para después volver al espacio<br />

abierto; no hay modo más hermoso de perfección; cada frase es risa<br />

de alegría, alegría de sentimiento sincero.<br />

Un solo poema por solo.<br />

Un poema en cada solo.<br />

Rompo una nueva libreta en pedazos, esta vez mientras camino,<br />

sin alterar el paso, pensando en tantas libretas rotas, esparcidas<br />

sobre la vasta superficie de los sueños encadenados, del solo interminable<br />

que empieza en West End Blues de Louis Armstrong y se<br />

detiene a descansar, digamos, en It Might as Well be Spring de<br />

Clifford Brown, para seguir viaje en muchas direcciones, no todas<br />

solares pero sí recreativas en el mejor sentido, el de la continuación<br />

de un estro colectivo, el de los poetas del jazz.<br />

Camino y no escribo, hablo con Clifford Brown. Nos entendemos<br />

porque sé de algunas partes de su vida; con gentileza me pregunta<br />

por mí. Trato de escabullirme, es difícil que me entienda, no porque<br />

yo sea muy piola, nada de eso, sino porque nos abandonó antes<br />

de que se produjera todo lo que hizo que yo estuviera hoy aquí,<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

caminando y escribiendo, rompiendo libreta tras libreta, poema<br />

tras poema, quemando libros mentales y, también, algunos de<br />

papel. Libros propios, se entiende. No obstante, trato de explicarle,<br />

de recordarle que un amigo me sugirió volar en 1972, digo, escapar<br />

de la muerte en avión. Clifford me mira con tristeza, como si quisiera<br />

preguntarme cómo puede escaparse uno de eso, a él que le<br />

ocurrió a los veintiséis. Me doy cuenta y cambio de tema: volé porque<br />

me gustaba el aire, quería conocer las alturas, seguir escuchando<br />

su música, la de Sonny Rollins, la de Harold Land, la de Elmo<br />

Hope… Tiro sobre la mesa nombres sorprendentes, por íntimos,<br />

que son del pasado de Clifford, digo: Richie Powell, Max Roach,<br />

Teddy Edwards, insisto, Gigi Gryce, Charlie Rouse, Tadd Dameron,<br />

nada menos, recuerdo, Junior Mance, Clark Terry, Zoot Sims, susurro<br />

Lionel Hampton (aquí se tapa la boca para no reírse a carcajadas<br />

por respeto a los mayores), bajo a tierra, digo Art Farmer y él<br />

me contesta que está con él, que desde que Art murió juegan<br />

mucho al ajedrez, que hasta que volvió a verlo nunca había imaginado<br />

que podía envejecerse tanto. Dice que hablan de viejos amigos<br />

dejados en Suecia, de Arne Domnérus, Åke Persson, Lars Gullin,<br />

Gunnar Johnson, Bengt Hallberg, Jack Norén, alguno de ellos ya<br />

fiambre.<br />

Ahora me entristezco. Los sonidos que los muertos no han podido<br />

dar a nacer se fueron con ellos, lo que queda sólo es un rastro<br />

monótono, los discos. Objetos que se parecen en su cadenciosa<br />

monotonía.<br />

Hoy soy sordo ante los discos.<br />

Y prefiero caminar sin compañía. Me agacho a recoger una flor,<br />

una gardenia caída del ramo de alguien apresurado y saltarín.<br />

Cuando estoy por hacer pedazos una nueva libreta, Clifford me<br />

alcanza, me pone la mano en el hombro y me agradece las deferencias,<br />

su presencia en este lugar tan remoto que significo. ¿Remoto<br />

yo?, sugiero, si estoy en el centro de mí mismo, en el centro del<br />

mundo o del disco. Si sólo soy el agujero del disco y tu música me<br />

rodea mientras gira, Clifford. Me animo a preguntarle cuál es su<br />

interpretación preferida; no duda:<br />

–Easy Living, esa balada que toqué con John Lewis, la del disco<br />

de Blue Note.<br />

Pienso que he estado tanto en ese disco, que también estuve allí,<br />

en 1953, un chico de diez años, callado y sorprendido, caminante.<br />

Es 13 de agosto de 1953, la música sugiere calor y ningún pudor.<br />

Estamos en el bar de Teddy, un tugurio de la calle 8 de Manhattan.<br />

Dentro de una hora tomaremos el ferry hacia New Jersey, al estudio<br />

de Rudy Van Gelder, un joven mago de los micrófonos. Dice<br />

John Lewis que Rudy es el mejor, que sabe manejarse como nadie,<br />

que entra en la música como un músico, que toca las teclas y los<br />

enchufes como un pianista. Dice Percy Heath que Rudy entiende al<br />

contrabajo como ningún otro técnico, que sabe el punto justo que<br />

ha de darle al volumen, que se pasea por la música junto con el<br />

contrabajista y pregunta, entre risas, qué nos parece Ray Brown,<br />

cuando todos sabemos que el contrabajo de Ray es como un<br />

camión de largo recorrido, y así avanzamos hasta que un camión<br />

verdadero se detiene en el semáforo y Arthur (Art Blakey) dice que<br />

miremos, que allí está Ray Brown, juegos de palabras para matar el<br />

tiempo, porque nos gusta el desafío de hoy: cinco temas, quién sabe<br />

quien irá a escucharlos en el futuro.<br />

Algún paseante perdido en una calle de Milán, en 1976, se detiene<br />

en un negocio de via della Moscova esquina Corso Garibaldi: Easy<br />

Living… sabe que es Clifford Brown, entra al local y pregunta por el<br />

precio, siempre una fortuna al alcance de otros bolsillos.<br />

Milán es una ciudad próspera para los prósperos milaneses, el<br />

paseante es casi pobre, no tiene futuro y prefiere no tener pasado.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

Así que, piensa, ya que esta música es producto de una charla en<br />

un bar, el de Teddy, en la calle 8 de Manhattan (se nota en los<br />

humores de Clifford) “me compro el disco y que sea lo que Dios<br />

quiera”. Mientras tanto, cuando es observado con severidad por los<br />

vendedores y los otros clientes, ha comenzado Minor Mood y así<br />

entramos en un terreno no-standard, lo cual, tratándose de semejantes<br />

músicos, no significa nada.<br />

Compra el disco y todos los presentes se sorprenden de que esa<br />

especie de barbone disponga de emolumentos y, más aún, de que<br />

tenga a su disposición un buen gusto “moderno” propio de apartamentos<br />

sólidos, sofás de piel de hombre, lámparas dirigidas fuera<br />

de la conciencia demasiado crítica. Qué se le va a hacer, parecen<br />

decir, pero una señora comenta en voz baja:<br />

–Debe ser uno de esos autónomos que ahora escuchan jazz.<br />

El comprador piensa que nada más lejos, que él es un simple e<br />

ingenuo ex comunista venido de otras tierras con la sencilla necesidad<br />

de una inserción que nunca llega a producirse. El pobre no<br />

cree en la extranjería, se dice que la buena voluntad de pueblos y<br />

personas barren las fronteras…<br />

Vi al paseante en Milán varias veces. Me crucé con él cada verano,<br />

otoño, invierno y primavera entre 1975 y 1979. Solía llorar, hay<br />

que ver cómo se reía, caminaba rápido, se caía, robaba páprika y<br />

manteca en el supermercado Coop, se erigía en ciclista, cuidador de<br />

perros, quiromasajista, maquinista de la General, profesor, alumno,<br />

durmiente, saliente y entrante. Es decir, buscaba un acomodo<br />

en el mundo.<br />

Ruin pretensión.<br />

Los reposos preferidos eran Black Saint y Buscemi Dischi, dos<br />

negocios de discos sólo adecuados a presupuestos venturosos. El<br />

tipo tenía que acostumbrarse sólo a la contemplación de las carátulas,<br />

el tacto, el olor y otras promesas de contenido. E ingeniárse-<br />

las para aplicar el principio de la apropiación justa, tan en boga en<br />

esa época, los “años de plomo”.<br />

En 1978, el “poder” tenía miedo después del asesinato de Aldo<br />

Moro: había que aprovechar la coyuntura. Robar o pagar, no era un<br />

dilema, pues lo primordial era el cambio de paisaje interior (de la<br />

cabeza y de esa forma que adquiere, que es el domicilio particular);<br />

quizá hubiera que trabajar, escribir guiones “comerciales”, bajar al<br />

fango, perder la integridad del poeta sin ofenderse. Finalmente,<br />

todo sacrificio merecía una aproximación al arte (dicha esta última<br />

frase a voz en cuello), cuando el paseante la gritó, yo caminaba<br />

tres pasos tras él, era su sombra no proyectada porque era de<br />

noche y en viale Majno habían roto las farolas a pedradas. “Sonidos<br />

naturales, fricción y rotura, instrumentos populares, la música del<br />

proletariado en armas”, se publicó la mañana siguiente en un quotidiano<br />

rabioso, muy en boga, con una guarda roja bajo un encabezamiento<br />

cuyo nombre el paseante guardó en la memoria pero yo<br />

he gentilmente olvidado.<br />

El refugio espiritual llamado Black Saint era factible. El dueño,<br />

única persona que atendía al público, era vanidoso y, en consecuencia,<br />

distraído a raíz de la contemplación de la propia persona.<br />

Buscemi Dischi, en cambio, era un hueso duro de roer: los empleados<br />

no comulgaban con la idea del cambio de manos porque se les<br />

recompensaba con una comisión (microscópica) calculada sobre<br />

los dividendos de cada mes. El mejor modo de preservar un patrimonio.<br />

Los tipos miraban con ojos sanguinarios, cuyos reflejos<br />

prometían durísimos castigos a quien se atreviera a meterse un<br />

disco bajo el abrigo; no debemos olvidar que los LP eran objetos de<br />

indisimulable presencia y espinosa ocultación.<br />

Aquel año de gracia de 1978, la primera aventura fue fructífera<br />

y tuvo como víctima al vanidoso de Black Saint.<br />

El paseante se alisó las barbas, se limpió los zapatos con la poca<br />

saliva que le quedaba después de un Celtique sin filtro, se peinó la<br />

espesura de las cejas y, con aire digno, se dirigió hacia el inmodesto<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

caballero, que en la puerta de su próspero almacén de milagros<br />

ponía cara de Gerry Mulligan.<br />

–No somos nada –dijo el paseante mientras cruzaba el viale sin<br />

percatarse de un tranvía que estuvo a un tris de terminar con sus<br />

esperanzas. El fatuo gentilhombre lo recibió con una sonrisa prudente:<br />

–Tiene que poner atención a los tranvías. Desde que los cambiaron<br />

son silenciosos.<br />

–Como la batería en el jazz moderno. Compare a Billy Higgins<br />

con Gene Krupa.<br />

Black Saint en persona abrió los ojos de hipertiroideo. No podía<br />

creer que el tipo que tenía ante sí, portador de una pinta equívoca,<br />

fuera patrón de un discernimiento tan hondo que, a la vez, le concernía<br />

en tanto comerciante de objetos que incluían a Gene Krupa<br />

y Billy Higgins entre sus componentes esenciales.<br />

–¿Es usted extranjero? Lo había confundido con uno de esos<br />

revoltosos que ahora se apropian del jazz.<br />

–Ciudadano mundial –contestó el paseante, evitando decir “del<br />

Mundo” o “Universal”, para que no se notara la farsa.<br />

–¿Conoce el gran disco de Krupa: Drummer Man?<br />

El paseante no tenía idea. La verdad, siempre había desconfiado<br />

del célebre baterista con cara de despachante de aduana.<br />

–No, no tengo discos de Krupa –respondió con necio orgullo.<br />

–Pues hace mal, Drummer Man, puede proporcionarle muchas<br />

alegrías, muchas noches de placer.<br />

Algunas deliciosas detonaciones, cruentos remedos del ímpetu<br />

de Krupa, sonaron en la vecindad interrumpiendo momentáneamente<br />

la conversación.<br />

–Ya no se puede salir a la calle en Milán, qué digo, en Italia. Esta<br />

gente se está esforzando por hacer del bel paese una pesadilla.<br />

Además, se apropian del jazz.<br />

–¿Usted cree? A mí me parece que los músicos que visitan Italia<br />

ni se enteran de los significados que les colocan. Por ejemplo Sam<br />

Rivers…<br />

Mister espejo puso cara de alterado (puro teatro):<br />

–¡No me hable. Eso no es música ni nada que se le parezca!<br />

Y el paseante, cada vez más polemista y menos ladrón:<br />

–No se olvide de los discos que Rivers grabó para Blue Note,<br />

muy buenos, nadie lo discute.<br />

–Nadie lo discute –repitió Black Saint sin despeinarse–, pero<br />

estos facinerosos van a escuchar al trío y se arman de coraje para<br />

la Revolución que quieren hacer. Figúrese, hace poco vinieron cuatro<br />

a hacerme la expropiación proletaria, o revolución cultural, o<br />

como se llame; tuve que acudir a la policía. Fíjese en la paradoja:<br />

un amante del jazz teniendo que llamar a la policía. ¿No le parece<br />

un contrasentido?<br />

Otras detonaciones. Desde la zona de la Stazione Nord.<br />

–Hablando de Krupa… –adujo el cuerpo que me proyectaba<br />

como sombra, ese destino.<br />

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<strong>NUEVAS</strong> <strong>AVENTURAS</strong> <strong><strong>DE</strong>L</strong> <strong>LADRÓN</strong> <strong>DE</strong> <strong>DISCOS</strong><br />

–Entre. Entre, por favor. Póngase cómodo.<br />

No vio cómo: no había una triste silla. Pero el local olía a disco,<br />

a cartón de Impulse!, a tinta de impresión de carátulas Blue Note,<br />

olía a música y a las lágrimas que llueven cuando los oídos están<br />

tapados por tantas detonaciones, obturados por la insensatez,<br />

insensibilizados por el desamor. Olía a paraíso, ese lugar donde no<br />

ha lugar al padecimiento, donde nadie jamás será obligado a oír un<br />

solo de Gene Krupa si no quiere, donde los suicidios a largo plazo<br />

se piensan antes de empezar a consumarlos.<br />

Hoy, veo y huelo la Italia de después de Silvio Berlusconi y se me<br />

ocurre colegir que en aquel amor simbólico por la música del trío<br />

de Sam Rivers (o la de Archie Shepp, el más heroico de todos los<br />

héroes de la revolución de plomo) hay algo de su origen. Pero<br />

entonces llovía el plomo, y Berlusconi todavía se limitaba a destrozar<br />

el paisaje con sus negocios inmobiliarios.<br />

Así que, Drummer Man, man. Aunque estuviéramos en 1978.<br />

Gene, sin haber hecho demasiadas cagadas, fue uno de los organizadores<br />

del espectáculo vacío del jazz. Pero, al final, corazón<br />

tierno, se redimió y nos salvó de algún día de pena. De entre sus<br />

aventuras de los años 50 (hay un trío con el saxofonista Charlie<br />

Ventura, muy sabroso), lo mejor fue este disco, Drummer Man,<br />

organizado para que escuchen dos detonaciones llenas de sentidos:<br />

la voz de Anita O’Day y la trompeta de Roy Eldridge, que<br />

también canta con gracia, a la manera del tipo que se ducha después<br />

de una jornada de fatigas y encuentra en eso un motivo de<br />

júbilo. Gene le da al bombo como si Kenny Clarke no hubiera<br />

pasado por esta tierra, pero aquí cuaja y se entreteje con Anita,<br />

Roy y los bienaventurados arreglos de Quincy Jones, Manny<br />

Albam, Nat Pierce y Billy Byers, que son a la escritura jazzística lo<br />

que Welles, Fellini, Kurosawa y Buñuel al cine. Luego, son sin<br />

cargo contagiosos.<br />

Así que, entre standards y blues, la música invadió las paredes<br />

forradas del negociete y sólo fue interrumpida cuando el Alain<br />

Delon del jazz dijo, para darle mayor obviedad al silencio:<br />

–Espere que lo doy vuelta.<br />

Era la época del LP. La época de los objetos del capitalismo que<br />

rabiosos muchachos querían quemar en plazas públicas, junto a sus<br />

responsables. Unos meses antes, un militante del Movimento<br />

Studentesco, había cerrado una discusión refiriéndose al jazz con<br />

un terminante:<br />

–No estamos aquí para hacer vanguardia.<br />

Éramos miembros de la comisión fundadora de una emisora<br />

independiente de radio en la insana ciudad de Brescia. El proyecto<br />

fracasó.<br />

Allí, donde en 1973 una bomba fascista había matado a más de<br />

cien personas reunidas en una plaza, en manifestación –justamente–<br />

antifascista. Sin embargo, por sobre los cuerpos deshechos<br />

(padres, madres, novias, novios, hermanos de ambos sexos, amigos<br />

y amigas) todavía tibios, ahora se discutía sobre si estábamos o no<br />

estábamos para “hacer vanguardia”. Ahora bien, ¿qué era vanguardia?<br />

¿Esa imagen realista socialista china donde están operando a<br />

un señor que, como el personal sanitario, mira a cámara y ríe? O,<br />

quizá, la sincera demostración de una contrariedad. Vista a partir<br />

de esa idea, la definición se ajustaba a lo real, o, más cautamente,<br />

no se alejaba de la realidad. Aquellos años de fusiones y electricidades,<br />

rock sinfónico y prolíficos cantautores, resistía un sector del<br />

jazz encarnado en la actividad de figuras como Archie Shepp,<br />

Dewey Redman, Roswell Rudd, Sam Rivers, Sun Ra, Anthony<br />

Braxton y Cecil Taylor, los cuales en casa norteamericana no recaudaban<br />

para los ineludibles garbanzos, pero en el noble, culto y apenas<br />

ex colonialista provecto continente gozaban del apego de una<br />

parte del público revolucionario, que sí, visto como estaban las cosas,<br />

adhería a la vanguardia musical y no sonreía en una mesa de operaciones<br />

china. Como ya se ha dicho, los artistas ni se enteraban; ni<br />

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siquiera Archie Shepp, que estaba muy ocupado consigo y con su<br />

imagen revolucionaria como para advertir sutiles aliados en forma<br />

de multitud.<br />

–¡Viva Shepp! –gritaban unas teenagers en blue jeans, botas de<br />

montaña y chaquetón, nunca maquilladas, dispuestas a discutir<br />

de sexo a cara descubierta y como se tratara de un tema cualquiera.<br />

–¡Muerte a Beethoven! –música burguesa. Algunos espectadores<br />

de los conciertos de Shepp acudían a la salida de la Scala de Milán<br />

y otras maduras salas de bel canto para rociar con pintura en aerosol<br />

los abrigos de piel de las matronas, justicia proletaria, y, ¡ojo al<br />

que tocara la naturaleza! El contravanguardista y los vanguardistas<br />

solían encontrarse en la misma barricada en estas acciones de<br />

honda reivindicación.<br />

Al margen de esas intrepideces, hay que reconocer que los conciertos<br />

de Shepp eran buenísimos. Como también lo eran justamente<br />

los de los “vanguardistas” Redman, Rivers, Braxton y Sun<br />

Ra. Y aun otros, insertos en festivales múltiples, música “formal”<br />

rechazada de plano por los nuevos guerrilleros, que lanzaban anatemas<br />

sobre Lee Konitz y Warne Marsh, Woody Shaw, Horace<br />

Silver, Sarah Vaughan y, lo peor de lo peor, la Thad Jones & Mel<br />

Lewis Orchestra, una “orquestita como la de Glenn Miller, para<br />

que bailen papá y mamá”.<br />

Así que, en un modo extraño se reproducían dentro de este<br />

humilde testigo perplejo, los dilemas de la primera juventud, cuando<br />

tradicionalistas y modernistas batallaban por un lugar en el<br />

mundo y por la benevolencia de Dios, a cuya vera sentaban, dependiendo<br />

de quien mirara, Charlie Parker o Jelly Roll Morton; nunca<br />

juntos. Ya se sabe, las guerras no resueltas vuelven a estallar cuando<br />

menos se espera. Los que sí estallaban, pero en risotadas, eran<br />

ellos, los de la vera.<br />

Dios en persona me lo contó, allí donde aparece, en los sueños<br />

donde todo está por perderse y, a último momento, es recuperado.<br />

Dice que las risotadas eran de tal calibre que, muy a su pesar, tuvo<br />

que poner orden, aunque Jelly Roll exhibió su tarjeta de “Inventor<br />

del Jazz”, quién sabe si por eso de “usted no sabe con quién está<br />

hablando”. A Charlie todo se le perdonó, ambos –nacidos católicos,<br />

bautizados– murieron sin que se les concediera indulgencia, pero el<br />

Señor del Universo dispuso lo mejor. A veces ríen los tres juntos. Y<br />

son las tempestades y el fresco que les sigue, las calmas nevadas,<br />

copos como notas de Lee Konitz cuando estaba con Lennie<br />

Tristano, o como los golpes sedosos de las mazas contra las placas<br />

del vibráfono cuando Eddie Costa (olvidado o casi) es el responsable,<br />

el hacedor de encantos.<br />

Así que, mirando fijo al señor Black Saint, después de estos<br />

devaneos y sanas supersticiones, la máquina de la memoria ve a<br />

Lee Konitz y Warne Marsh, Woody Shaw, Horace Silver, Sarah<br />

Vaughan y la Thad Jones & Mel Lewis Orchestra sobre un mismo<br />

escenario, una noche que quizá fueran tres, mucho frío en el<br />

noviembre de la Italia triste y nublada. Digamos que fue en<br />

Bérgamo, sólo por no perderse en la desmemoria que, perversamente,<br />

tiende a multiplicarse, sólida como un piano, como la<br />

yunta formada por Konitz y Marsh, que acuden a la velada totalmente<br />

divertidos por el hecho de causar rechazo a priori, dos banderas<br />

rojas ondean y nadie se anima a arriarlas, así es de intimidante<br />

la Revolución.<br />

–Me voy –le digo al vanidoso vendedor.<br />

–Pero, pero, es que… ¿no quiere escuchar algo más?<br />

–No, gracias. Debo volver antes que oscurezca, ya sabe: balas<br />

sueltas.<br />

Y, efectivamente, me sumerjo en el territorio de la resonancia.<br />

Hay una bella foto de William Claxton que retrata a Lee Konitz y<br />

Warne Marsh tal como eran. Sentados sobre la hierba, entre las<br />

rocas domesticadas de un parque público, ríen. Konitz a carcajadas,<br />

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Marsh hacia dentro, porque es el autor de la broma, seguramente<br />

ácida, la evocación de un tercero, ausente y ridículo, por ejemplo<br />

–es un decir– Buddy Rich. Ambos dejan reposar los instrumentos<br />

sobre las piernas. Quizá Claxton también riera. La foto fue hecha<br />

el 16 de junio de 1955 (día en que, en Buenos Aires, Perón se salvó<br />

por un pelo de los efectos de un bombardeo). Es una imagen desahogada<br />

que aparece en la carátula de un disco extraordinario, 4 la<br />

representación se repitió la noche nublada de Bérgamo. Cuando<br />

Konitz, Marsh, Peter Ind y un baterista rubio subieron al escenario<br />

(ascenso lateral, por una escalerita estilo patíbulo), las banderas y<br />

pancartas protagonizaban el espacio visible; el resto: moscas. Ahí<br />

no más empezaron las carcajadas y la foto del disco –entrevista por<br />

mí en una publicación especializada– cobró vida sobre el escenario.<br />

¿De qué reían? Marsh había dicho algo al oído de Konitz y éste había<br />

mirado a Peter Ind (un caballero inglés), quien miró al público e<br />

4<br />

Lee Konitz with Warne Marsh, Atlantic, 1955.<br />

hizo una reverencia tenue. La revolución pareció paralizar su embate<br />

inevitable. Es verdad que nadie conocía la música de estos señores<br />

y, por lo tanto, aún no era hora de arremeter, pero el hecho de<br />

ser blancos colocaba a estos músicos bajo el peristilo de la sospecha.<br />

La música empezó con temas de corte tristaniano, se adentró<br />

en composiciones de Konitz y Marsh y no se movió de allí, un<br />

marco que encuadra tantas invenciones como se sea capaz de generar.<br />

No gustó, pero nadie se tomó el atrevimiento inmediato de responder<br />

con pedorretas o griterío. Entre tema y tema, Warne y Lee<br />

reían sin que nadie se sintiera aludido; estaba en marcha el arte de<br />

la diversión, se había disparado el extraño resorte de la superioridad<br />

moral; en esa música no había dogma ni exclusiones, era, en<br />

sí, algo.<br />

Y a mí, emigrado “moral” en medio de tantas personas realmente<br />

agredidas y de tantas otras que fingían haberlo sido, me sobrevino<br />

un incontinente respiro de felicidad en pleno 1975.<br />

La música y la risa se imponían en Bérgamo. No eran nada más<br />

que música y risa, pero ambas venían a dar forma al umbral de un<br />

estadio verdaderamente superior, esa situación del espíritu que nos<br />

ayuda a perdurar más allá de la inercia. Me dije: otra vez seré poeta,<br />

superaré el estado de ilegalidad haciéndome invisible a las autoridades<br />

de inmigración. El único modo era salir volando, así que me<br />

quedé mosca, como se decía en mi infancia, y, finalmente, decidí<br />

hacerme eco de la risa de los muchachos del escenario.<br />

Al otro lado del pequeño mare nostrum, en España, el último<br />

gran tirano de la década de los treinta (la de Lester Young, ¡llévense<br />

sus discos a una isla desierta!) ya en los setenta, exhalaba un<br />

suspiro terminal de varios meses; su aliento putrefacto de hombre<br />

sin culpas dictaba sentencia sobre la vida de cinco jóvenes, los cuales<br />

eran ejecutados en diferentes lugares de ese país visto por Stefan<br />

Zweig como “bello y trágico”. Uno fue fusilado en un cementerio,<br />

otro en un vertedero de basuras (Franco no cultivaba la sutileza) y<br />

los otros tres en patios de dependencias militares, todos antes del<br />

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amanecer. Allí, en épocas de Konitz y Marsh, entre Bérgamo,<br />

Brescia y Milán, se intentaba parar lo ineluctable en plena calle,<br />

mientras desde los despachos de los diferentes y bellísimos palazzi<br />

de los organismos oficiales, con la boca pequeña de tanto regocijo<br />

o estreñimiento, se murmuraba que en la Europa civilizada no<br />

deberían caber semejantes atropellos. Archie Shepp hubiera invitado<br />

a quemar la embajada franquista, las oficinas de Iberia y hasta<br />

los restaurantes españoles, pero estaba ocupado en su propia insurrección<br />

y estos eran hechos menores si comparados con la Revolución<br />

Negra, urgente entre las más urgentes. Los cristales de las oficinas<br />

de Iberia en Milán llegaron a astillarse; esta mano estuvo a<br />

punto de colaborar cuando un furgón de los cellerini dio la vuelta a<br />

la esquina y se armó una podrida de calendario.<br />

Uno de los fusilados, Juan Paredes, murió cantándole a una<br />

patria soñada. Los ejecutores lo escupieron.<br />

Otro, Ramón García Sanz, recibió el homenaje de unos amigos<br />

míos, que bautizaron a su hijo con ese nombre.<br />

Un tercero, Ángel Otaegui, se convirtió en un héroe en su pueblo.<br />

Dícese que no había hecho más que dar un vaso de agua a un<br />

fugado, tal vez también una aspirina.<br />

Y así. Cinco.<br />

De este modo, sin saber qué se cocía al otro lado del mar, Warne<br />

Marsh y Lee Konitz reclamaban al silencio espacios donde colocar<br />

sus soluciones al problema del ritmo y al gran problema de la falta<br />

de belleza en el mismo e inevitable ámbito, cuestión definida por<br />

Dexter Gordon –en el papel de Dale Turner– 5 con unas simples palabras:<br />

“Ya no hay bondad en el mundo”. Dicho con los aires de ausencia<br />

de quien se detiene en medio de la calle (camina lentamente) y<br />

se pone a contar con los dedos: recuerdos, estaciones de ferrocarril,<br />

naranjas, las pajas que se hizo en 1944, baldosas, los escalones antes<br />

de llegar a esa puerta que sólo existe en tanto la precede el recuento.<br />

“Ya no hay bondad en<br />

el mundo”. Dexter<br />

Gordon, como Dale<br />

Turner, en la película<br />

Round’ Midnight.<br />

Cuenta con los dedos César Vallejo en un poema que lo tiene<br />

como observador.<br />

Pero no, ni yo ni mi sombra…<br />

Ni yo y el cuerpo del que soy sombra…<br />

…Nos hemos olvidado de las promesas que encierran los nombres<br />

insinuados. Así que pedimos paciencia, mientras parafraseamos<br />

a un incómodo pensador español, optimista donde los haya:<br />

“Vendrán tiempos peores y nos harán más ciegos”.<br />

5<br />

Round’ Midnight, filme de Betrand Tavernier.<br />

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