Bajate un capítulo en pdf - Rolling Stone

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Tardé también cuarenta años en advertir que no hay
peor enemigo que nuestro propio miedo.
Aprendí que nadie tiene derecho a pedirnos que vivamos
su vida, porque al final la muerte es nuestra.
Vi muchas veces, en estos cuarenta años, lo infranqueable
de las barreras generacionales, la cantidad de
gente que, con amor y candidez, “por nuestro bien”, nos
marca el camino del Infierno.
Aprendí que nadie sabe cuál es nuestro bien. O que,
al menos, nadie lo sabe mejor que nosotros mismos.
Aprendí, también, la importancia de estar enamorado,
de vivir en alguien, de estar en comunión con esa persona.
Aprendí, aunque todavía me cuesta, a querer a alguien por
lo que es, no por lo que puede ser, no por lo que yo quisiera
cambiar en él o en ella.
Tardé cuarenta años en aprender a respetar las palabras:
aprendí que “artista” es una gran palabra; que “urgente”
debe usarse pocas veces, las necesarias; que “siempre” más
que palabra es un deseo, y que “compromiso” es una declaración
esnob: “Comprometidos, comprometidos —decía
Cortázar—, lo mejor que podrían hacer es casarse”.
Aprendí que nadie, nunca, se recibe de nada. Y que el
que lo piensa tal vez se haya recibido, pero de idiota.
Aprendí a preguntar cuando no sé, cuando no entendí,
cuando es confuso, cuando lo pronunciaron mal, cuando
sea que haga falta. Preguntar es una obligación, no un
delito. Preguntar demuestra nuestro afán de saber. ¿Y quién
está libre de eso? ¿Quién ya sabe todo como para dedicarse
solamente a responder? ¿Quién podría sentir la vergüenza
de no saber? Solo alguien que sepa todo. Si vive alguien
así, pobre tipo, ¿no?
Aprendí, también, otra obviedad: que nada es tan importante,
o vital, o urgente, o indispensable, y que en el