para descargar - Confederación Argentina de la Mediana Empresa

4 | PYME | Ámbito Financiero | Viernes 12 de marzo de 2010
PROTAGONISTAS
CLAUDIO DE PIZZINI, FUNDADOR DE PIZZINI SA
Un apellido que
garantiza calidad
Fabricó su primer par de escuadras
apenas ingresado a la Facultad de
Ingeniería. Si de cada cien sólo veinte
resultaban perfectas, a ésas les ponía
su marca. Con más de medio siglo de
experiencia y unos cuantos momentos
difíciles en su haber, se considera un
sobreviviente en un rubro donde muy
poca producción nacional quedó en pie.
➤ Llegó al país en 1946, cuando Europa trataba
de recomponerse de la Segunda Guerra Mundial
y en la Argentina había mucho por hacer. Tenía
apenas 7 años y era hijo único de un padre ingeniero
que venía a buscar trabajo. El primer destino
fue Rosario, donde vivían unos parientes lejanos.
«Pasé una infancia dura, durísima. O mejor
dicho, no tuve infancia. El asma no me dejaba
andar en bicicleta, ni jugar a la pelota. En realidad,
era casi un minusválido, tanto que recién
entré al colegio en sexto grado. Mis padres no
tenían recursos pero, de todos modos, pudieron
enviarme al Colegio La Salle y pude recibir una
buena educación. La educación fue el capital que
heredé de mis padres», relata Claudio de Pizzini,
a los 72 años, a más de medio siglo de iniciado el
camino que, a partir de la producción de artículos
de dibujo técnico de alta calidad, lo convirtió
en uno de los empresarios del sector más importante
del país.
Empezó a trabajar a los 13, en la fabricación de
aquellos carteles de acrílico grabados por atrás y
con las letras pintadas en rojo sobre fondo dorado
o negro que indicaban la puerta de baño de
damas y del de caballeros o prohibían la entrada
a un sector a las personas no autorizadas. En el
taller de su padre había aprendido a usar un torno,
una limadora, una agujereadora, las bases de
la metalurgia.
Terminado el secundario, se inscribió en la
Facultad de Ingeniería, más por seguir el legado
paterno que por vocación firme. «Fui a preguntar
el precio de las escuadras que necesitaba
para cursar y cuando me enteré de que costaban
32 pesos de entonces, decidí hacérmelas
yo», apunta.
«Compré un pedazo de celuloide en un negocio
de la calle Uruguay y me hice una escuadra
de 45 grados y otra de 60. Fui a la facultad y un
compañero me preguntó dónde las había comprado.
Al decirle que me las había fabricado yo mismo,
me pidió que le hiciera un par para él. Y después
para otro compañero, y otro. Hasta que,
como necesitaba dinero, decidí ir al Centro de Estudiantes
y ofrecerles hacer escuadras para que
las vendieran allí. Me encargaron 200», detalla.
Para cumplir con ese primer pedido, Claudio
tuvo que trabajar todos los fines de semana durante
tres meses. «Veía que los muchachos volvían
de bailar y, aunque me hubiera gustado ir,
me quedaba trabajando. Así empecé», comenta.
El paso siguiente fue ofrecer sus escuadras en
las grandes casas del rubro. Casasco, De Salvo.
«Me acuerdo del señor Herrero, que me compraba
escuadras para el departamento de Ingeniería
de Lutz Ferrando. Me apreciaba mucho porque
no podía creer que un muchacho tan joven encarara
el tema tan responsablemente», agrega. Por
aquellos tiempos, la palabra «emprendedor» no
se usaba.
Empezó a cortar las primeras escuadras, de
celuloide, en el comedor de la casa familiar, con
un elemento que él mismo había diseñado. Car-
MÁS ALLÁ DEL TRABAJO
Quizás porque soportó una infancia
muy poco placentera, Claudio
de Pizzini -casado, tres hijas que
se desempeñan en diferentes
áreas de la empresa- sabe disfrutar
de buenos momentos de la vida
más allá de lo estrictamente
laboral. Una de sus pasiones es la
fotografía. Una página en internet
da cuenta de maravillosas imágenes
captadas en sus viajes por el
mundo, muchas premiadas en
concursos internacionales.
Otra actividad que lo entusiasma
es la práctica del wakeboard, un
deporte en el cual se desliza sobre
el agua, encima de una tabla,
arrastrado por una lancha. «Soy el
más viejo de los que lo practican.
La mayoría de mis compañeros
tienen 30 y pico», cuenta, a sabiendas
de que mantiene una energía
juvenil admirable. También le gusta
leer mientras se ejercita en la
escaladora de su gimnasio personal
y disfrutar del humor de Quino,
que hasta le ha servido como guía
en el mundo de los negocios.
«Siempre recuerdo aquella frase de
Manolito sobre que nadie puede
amasar una fortuna sin hacer
harina a los demás», subraya
cuando afirma su orgullo de que
jamás hayan rechazado un cheque
con su firma. Otra reflexión del
creador de Mafalda que se burla de
la vanidad empresarial está
colgada, enmarcada, en una de las
paredes de su oficina.
Un operario trabaja en la confección de escuadras.
Claudio de Pizzini, una vida dedicada a su empresa.
ATENCIÓN AL CLIENTE
Así como la calidad ha sido una
premisa constante en la trayectoria
empresarial de Claudio de
Pizzini, la atención al cliente es
otro aspecto que jamás descuidó.
«El otro día recibimos un mail de
una santafesina que nos preguntaba
dónde comprar el repuesto
del extremo superior de un lápiz
mecánico de nuestra marca,
porque se le había perdido.
Nosotros no comercializamos esa
pieza por separado, porque no
tiene sentido desde el punto de
vista de los costos. Pero le enviamos
una por correo, junto a un
lápiz igual al que había comprado,
de regalo. Estamos convencidos
de que así es como hay que
atender a un cliente», reflexiona.
Cada producto es testeado una y
otra vez antes de salir al mercado.
Por ejemplo, es usual que docentes
de la carrera de Arquitectura
reciban lápices de dibujo Pizzini
en una etapa previa a su venta
con el objetivo de que indiquen si
están conformes con el material o
sugieren algún cambio.
Un chequeo similar se puso en
marcha antes de que las bandejas
portapapeles fueran comercializadas.
Desde la fábrica enviaban
cajas a clientes de distintos
puntos del país para que fueran
devueltas sin abrir, con el fin de
comprobar cuántos productos
podían ser estibados por vez sin
que se produjeran roturas.
gaba los paquetes en el colectivo y viajaba hasta
un taller en Avellaneda, donde las fresaban. Todo
estuvo bien hasta que los dueños de ese taller llegaron
a la conclusión de que ese muchachito
emprendedor se les había transformado en competencia
firme, porque ellos también vendían escuadras.
«Pibe, no venga más», le dijeron. Y tuvo
que replantearse cómo seguir.
Se compró una guillotina, se asoció con un
compañero de la facultad, pagó las cuotas del
pantógrafo con el que hacía las «ventanas» del
centro de cada escuadra. Tenía veinte años y el
número de clientes iba en permanente crecimiento.
De todas las escuadras que fabricaba, a las
mejores les ponía su apellido como marca. Aunque
sólo fueran veinte.
«Desde un comienzo tuve en mente lo que es
el principio de la calidad, un concepto que lamento
que no todos los empresarios desarrollen
en la Argentina. Mi lema era que una escuadra
no es un pedazo triangular de plástico», subraya.
A cinco años del inicio, tuvo que dar el primer
golpe de timón. El acrílico -fruto de un invento
norteamericano para las cúpulas de sus
aviones de combate- comenzó a correr de escena
al celuloide, que se degradaba con el sol o
con el contacto con un cigarrillo encendido, y
Pizzini resolvió que el futuro estaba en ese nuevo
material.
«Me costó mucho introducir el acrílico. Los
clientes decían por entonces que, si las escuadras
eran buenas, tenían que poder doblarse hasta tocar
una punta con la otra, sin partirse, una prueba
que el acrílico no resistía. Pero después fueron
modificando esa idea y aceptando la novedad»,
resume.
Anticiparse a los hechos, vislumbrar el futuro,
estudiar el mercado por venir son factores clave
en su trayectoria. «Aunque soy conservacionista,
siempre pongo de ejemplo que no hay que disparar
la bala hacia donde la perdiz está en ese momento
sino hacia donde va a estar para cuando
llegue la bala», destaca.
En busca de innovación, a los 30 años se embarcó
junto a su flamante mujer rumbo a Europa,
para participar de la feria multisectorial más importante
de aquellos años, la de Milán. Como el
presupuesto sólo alcanzaba para un albergue juvenil,
Claudio salía de allí vestido con traje, corbata
y portafolios, dispuesto a concretar buenos
negocios.
«Así empecé a traer ideas y conseguí la primera
representación importante, la de una fábrica
italiana de tecnígrafos. Yo había querido hacer
mesas de dibujo, pero había chocado con una
empresa que tenía el liderazgo y hoy no existe
más. Con esta representación conseguí introducir
un cambio radical: los tecnígrafos que no tenían
más la bocha aquella de contrapeso, ni el paralelogramo,
sino que eran ortogonales, con una barra
horizontal, una barra vertical, con carros y una
gomiómetro, de manera tal que se achicaba el
espacio que necesitaba el tablero», recuerda.
Tiempo de inyección
Así como las innovaciones italianas le permitieron
crecer, de su país natal también llegó, hacia
la década del 70, una novedad que puso a su
empresa contra las cuerdas: las escuadras hechas