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noviembre - LiahonaSud

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mismo, pero no fue tan difícil como pensé porque yasabía lo que quería comunicar a los que me iban aescuchar. Cuando terminé, mamá me ayudó a corregiralgunos errores de gramáticaUna vez que escribí el discurso, empecé a sentirmecontento de tener la oportunidad de hablar en lareunión sacramental. Toda la semana practiqué frente alespejo y, cuando llegó el domingo, ya me sentía segurode mí mismo. Sabía que siempre y cuando tuviese la hojade papel para recordarme cómo seguía el discurso, notenía por qué preocuparme; sólo me bastaría con daruna mirada a la hoja de vez en cuando.El domingo por la mañana practiqué una vez más,con papá haciendo el papel de público.—Alberto, es un discurso muy bueno —dijo—, y vasa decirlo muy bien en la reunión sacramental. Pero hayalgo muy importante que no debes olvidar.—¿Qué es lo que no debo olvidar? —pregunté, un pocodecepcionado, pensando que mi discurso no estaba bien.Viendo mi desilusión, dijo:—Tu discurso no tiene nada de malo. Sólo queríarecordarte que no olvides pedir a nuestro Padre Celestialque te ayude a dar bien el discurso.—Ah, sí —dije, sintiéndome más aliviado-—. No loolvidaré.Sentado en el estrado, me sentía muy importante.Miré el reloj y me di cuenta de que sólo faltaban dosminutos para que comenzara la reunión. Estabaemocionado y nervioso al mismo tiempo, así que metí lamano en el bolsillo para sacar el discurso. ¡No estaba allí!Busqué en los otros bolsillos y también en el piso, perono podía encontrar la hoja. Entonces el obispo se pusode píe y anunció el himno y la primera oración.¿Qué podía hacer? Busqué a mamá entre lacongregación y le lancé una mirada suplicante, pero ellasólo me sonrió. Empecé a orar fervientemente,pidiéndole a mi Padre Celestial que aparecieramilagrosamente el discurso. Busqué nuevamente en losbolsillos, pero ¡nada! Busqué otra vez en el piso, pero nolo pude encontrar.Cuando vi que los diáconos casi habían terminado derepartir la Santa Cena, era evidente que no iba a ocurrirningún milagro. Empecé a orar pidiéndole a mi Padreque me ayudara a recordar lo que había escrito, o por lomenos a saber qué decir.De pronto, escuché al obispo anunciar mi nombrecomo primer díscursante. Caminé hacía el pulpitolentamente, como si los pies me pesaran una tonelada.Podía ver a mis padres, sonriendo, y a mi hermanitoapuntando hacia mí con el dedo.Yo estaba seguro de que todos podían ver cómotemblaba mientras anunciaba el tema del discurso. Allíestaba la hermana Fonseca, y estaba sonriendo también.Permanecí de pie frente al micrófono, temblando, sinsaber qué hacer. Entonces sucedió un milagro: ¡Recordélas primeras frases del discurso! Al empezar a hablar,pude recordar más y más. Era como si estuvierapracticando frente al espejo en casa, sólo que tenía unsentimiento cálido a mi alrededor.Antes de que me diera cuenta, ya había terminado dedar el discurso. El resto de la reunión fue muy placenteray yo me sentía feliz y radiante. La satisfacción que sentíse intensificó cuando muchos de los miembros mefelicitaron por mi discurso al terminar la reunión.—Alberto —dijo papá—, ¡estuviste estupendo!—Es cierto —añadió mamá mientras me daba unbeso en la mejilla—. Estamos muy orgullosos de ti.—¿Saben una cosa? —exclamé—. No sabía si iba apoder dar el discurso, porque perdí el papel donde lo habíaescrito. Cuando me di cuenta de que no lo tenía, lo únicoque pude hacer fue orar para pedir ayuda. Y mi PadreCelestial ciertamente me sacó del lío en que estaba metido.—Me parece que aprendiste algo más que la formacorrecta de prepararte para dar un buen discurso —dijopapá, mientras me pasaba el brazo sobre el hombro.—Sí, tienes razón —le contesté.•12bibliotecasud.blogspot.com

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