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La piel del lagarto

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tro parecían hormigas cansadas. Smith detestaba el<br />

transporte público, lo consideraba promiscuo, bajo.<br />

<strong>La</strong> sede de la morgue se encontraba en un sótano<br />

al que se accedía por una rampa que terminaba en<br />

dos puertas pintadas de azul. Un letrero con grandes<br />

letras blancas: NO PASE si no está autorizado.<br />

<strong>La</strong> eterna antesala de madres llorosas reclamando<br />

sus muertos. «Aquí se hunde un Titanic cada sábado»,<br />

pensó Smith. Entró al galpón que siempre le<br />

pareció un sitio ideal para hacer fiestas clandestinas.<br />

Contra una pared dos urnas metálicas, oxidadas, olvidadas<br />

por todos. Caminó con cuidado para no pisar<br />

los charcos de sangre y llegó hasta una superficie<br />

de madera donde yacían cinco cadáveres desnudos,<br />

una etiqueta colgada de sus pies los convertía en<br />

material de archivo. Sabía que, desde algún rincón,<br />

Delibes lo acechaba. Reprimió el gesto de asco que<br />

luchada por salirle desde muy hondo. El olor dulce,<br />

indefinible, que explotaba por todos lados. «Dios<br />

mío, la empanada: dios mío, la malta».<br />

—Por aquí, negro lindo—. Miguel Delibes, alto<br />

de grueso pelo negro cuidadosamente peinado hacia<br />

atrás, bata impecable, pantalones de rayas y corbata<br />

de flores violeta, le hacia un gesto con el dedo<br />

índice desde la oscuridad de un cuartito que tenía<br />

escrito en la puerta, casi con burla: Sala de Autopsias.<br />

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