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impasible. Todo estaba sucio, el ruido hacía pensar<br />
en una fiesta, en una jaula de pájaros exóticos. Los<br />
papeles volaban por la calle, un tipo mugriento, con<br />
un saco a la espalda, revisaba un pipote de basura.<br />
En la acera, posado sobre un trapo rojo, un hombre<br />
sin piernas vendía relojes y radios am/fm. <strong>La</strong> gente<br />
lo esquivaba con pericia de mediocampistas.<br />
Entró al edificio sombrío, repleto, maloliente.<br />
Colas y colas detenidas detrás de unas taquillas de<br />
barrotes gruesos. Un aviso pegado en la pared la<br />
desahució: «Suspendida la entrega de pasaportes<br />
hasta nuevo aviso».<br />
«Pero qué pendeja soy», pensó, sintiendo que no<br />
tenía nada que hacer, dejando caer los brazos <strong>del</strong>gados.<br />
Suspiró.<br />
Cuando tenía diez años, su papá le ofreció regalarle<br />
un reloj. Él siempre andaba como molesto,<br />
como si algo le picara. Pero una noche que <strong>La</strong>ura<br />
estaba viendo televisión le había dicho: «Mañana<br />
te compró un reloj» <strong>La</strong>ura recuerda que le hizo un<br />
montón de preguntas a su papá, que si era de cuerdas,<br />
que si con las tres agujas, que si con fecha, que<br />
si con puntitos fosforescentes para ver la hora en la<br />
oscuridad, el viejo movía la cabeza para un lado y<br />
para otro, complacido de su ocurrencia. Aquella noche<br />
<strong>La</strong>ura durmió mal, soñó con un pájaro enorme<br />
que se reía a carcajadas agarrándose la cabeza. Al<br />
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