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La piel del lagarto

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presión que producían sus cientocuatro kilos distribuidos<br />

armónicamente en uno noventa de estatura.<br />

—Hola, Juanico.<br />

Juan de Dios Segundo era bajo, <strong>del</strong>gado, nervioso.<br />

Sentado en el centro de la habitación parecía<br />

un diablo menor cumpliendo una tarea. Calvo, bien<br />

afeitado, grandes ojeras cultivadas por un insomnio<br />

perenne. Vestía camisa de seda roja, bluyín de buena<br />

marca y cazadora mostaza.<br />

—Buenos días, comisario.<br />

—Olvidas que ya no soy comisario.<br />

—Espero que haya sanado esa herida.<br />

—Aún no, o a lo mejor sí, pero ese no es tu problema.<br />

Y hablando de problemas, apareció una joven<br />

muerta. En el Guaire. Dicen que tú la conocías.<br />

—¿Sí? ¿Y quién dice? —una mueca casi imperceptible<br />

de burla.<br />

—Se llamaba Ana Carvallo.<br />

—Bella muchacha. De pechos suaves. Multiorgásmica.<br />

Con ahorro extremo de movimientos, Smith<br />

caminó hacia Segundo y como de rutina le clavó<br />

la punta <strong>del</strong> zapato en el plexo solar. El hombre<br />

cayó hacia atrás, enredado con la silla y la falta de<br />

aire. En el piso, pataleaba como una cucaracha boca<br />

arriba. Smith caminó hacia la ventana.<br />

—Tu vida sexual no me interesa, Juan de Dios.<br />

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