Quilombazo N° 1
Primera entrega del fanzine insignia de Quilombazo Editorial. En esta primera entrega, el eje temático será: el barrio.
Primera entrega del fanzine insignia de Quilombazo Editorial. En esta primera entrega, el eje temático será: el barrio.
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viejo (a veces hongueado, a veces macizo) en el tacho de basura de la esquina, uno
de esos cosos de hierro fundido que ya no se ven. Nosotros lo sacábamos de ahí
los martes a la tarde y los usábamos como proyectiles. Les juro, si no revolearon
nunca un pedazo de pan duro no saben lo peligroso que es. Liviano como un pedazo
de nube y rotundo como un adoquín. Se lo tirábamos a los autos que pasaban
en la costanera, por la calle que rodea la barranca, o a las chicas que se hacían las
estiradas sin intención de pegarles. Pero a Gepetto le empezamos a tirar medio
por joder y terminamos haciéndolo por verdadero miedo. Se nos vino al humo
gritando cosas que no entendíamos; se expresaba a los gritos y sin palabras, como
si la lengua fuese demasiado grande para la boca que tenía. Un pedazo de pan que
le tiró el gordo Ferro le dio en la cara y la mirada le cambió. Ya no era de amenaza,
era odio puro; pero nosotros éramos más y teníamos la risa fácil del abusador.
Verlo trastabillar y dudar nos dio la posta: no había que aflojar. Los cascotazos con
forma de pan le llovieron encima. Corrió más rápido que nosotros (no sabría decir
cómo, con ese andar deforme que tenía), pero cometió el error de meterse en el
Pasaje Nerón, una callecita sin salida. Ahí, acorralado, se trepó dificultosamente
a una ventana de la casa abandonada del fondo, para que no lo pudiéramos agarrar.
Tristemente, eso nos facilitó la tarea de cagarlo a piedrazos. Me acuerdo que,
cuando lo vi ahí arriba, recibiendo los golpes y cubriéndose la cara con los brazos,
algo se me aflojó en el pecho. La persecución había sido un juego, pero esto ya era
otra cosa. Le hinché las bolas a los chicos; ya fue, vamonos. No lo molestemos más.
Me acuerdo las risas de Elías, Tomi, el gordo Ferro y Pablito; todos con la crueldad
con la que cualquier chico pisa un insecto, yéndose sin siquiera dirigirle la palabra.
Mentiría si dijera que no me contagió la risa; el orgullo provoca esas cosas,
y nosotros éramos los pibes del Ruiseñor. La cara de Gepetto estaba cubierta de
lágrimas y bronca.
Después de eso reemplazó el muñeco de madera por una gomera. Siempre tenía
un cascote desproporcionado calzado encima y el miedo se volvió real. Porque todos
sabíamos cómo y cuándo lo habíamos jorobado, y temíamos por la desproporción
en el castigo. Coincidió en la época en la que mis viejos me cambiaron
de escuela, y a los chetos del San Agustín, que nunca les había faltado nada, les
parecía que Gepetto no sólo era un payaso; era una desgracia para el barrio, y se
lo hacían saber siempre. Guardando las distancias, claro, pero siempre le gritaban
cosas de una cuadra a la otra. Era vertiginoso y peligroso verlo correr a toda velocidad,
cascote en mano, viniéndose al humo hasta que el piberío se refugiaba en
un kiosko, el almacén o cualquier lugar con un adulto para poner distancia entre
él y los molestos.
Ahí empecé a fijarme en Hugo. Era mi amigo desde que transitamos la pubertad
juntos y yo lo quería un montón. Tanto que, en una de las primeras salidas que
tuvimos juntos, volvimos caminando de la mano hasta nuestras casas. No fue sino