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Quilombazo N° 1

Primera entrega del fanzine insignia de Quilombazo Editorial. En esta primera entrega, el eje temático será: el barrio.

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hasta unos años más tarde, a los dieciséis cuando, en pedo, le planté un beso en los

labios. Yo tenía un miedo atroz, pero como la boca de él respondió a eso, me relajé.

Lo miré con la mirada difusa de los borrachos y él se tapó la cara, riéndose, como

de vergüenza. No dijimos una sola palabra, pero fue hermoso.

Después de eso pasó lo que yo había temido; me empezó a evitar. No había forma

de que me dirigiera la palabra o me hablara, y sentí que había roto algo hermoso,

que había trastocado algo maravilloso en mi peor pesadilla. Pocas cosas duelen

tanto como las emociones cuando uno transita la adolescencia, y ver a Hugo darme

vuelta la cara o ignorarme deliberadamente era horrible. Con dieciséis años uno

también es bastante impetuoso y, cuando ya no podía más, lo encaré para que me

mirara a los ojos y me dijera qué mierda le pasaba. Me dijo que nos juntemos en la

plaza a la siesta, después del cole. Que íbamos a hablar.

Por ese entonces, él competía en torneos de tae-kwon-do y se juntaba con la barrita

de su academia también. Por eso se me hizo un vacío en el pecho cuando, al

llegar a la cita, vi que lo acompañaban dos amigos de esos rumbos: pero más atroz

fue mi pánico cuando vi que la forma de hablar, de moverse, era de una abierta

hostilidad hacia mí. Empezó preguntándome qué quería y, en vez de mi nombre,

me dijo “putito”. Sé que estaba construyendo una historia para contarle al resto

de sus amigos taekwondistas después y que los otros eran testigos de cómo me

rompía el corazón. Pero, cuando le dije que quería que hablemos del beso de la

otra noche y de que realmente lo quería, se puso como una furia. Ahí me di cuenta

de que también me quería reventar la cara a trompadas. Porque el orgullo es

peligroso, pero más peligroso es tener que asentarse en las bases de lo que ser

varón significa. Lo supe cuando Hugo me lanzó la primera trompada, y también

cuando sus amigos se sumaron a cagarme a piñas y patadas.

No supe nunca, encogido como estaba, cubriéndome la cara con los brazos y

hecho un ovillo en el suelo, cómo sucedió bien la cosa. Si sé que, de un momento

a otro, escuché puteadas de los pibes bien fuertes, y que me dejaron de golpear de

un segundo a otro. Después, algunas amenazas dichas al aire y pasos de corridas.

Cuando me descubrí la cara, Gepetto estaba parado al lado mío, agitado de la corrida

que había pegado. Me enteré por amigos, después, de que el cascotazo que le

puso a Hugo necesitó puntos. Le dije un ‘gracias’, pero cuando me miró no había

en él ningún tipo de gratitud o reciprocidad. Sentí que él sabía quién era yo y que,

si me había salvado, no era por ser un buen tipo, sino por el odio desmedido que

tenía hacia cualquier tipo de abusador. Se fue en silencio, rengueando y arrastrando

la gomera, sin decir nada.

Y pensar que nunca le supimos el nombre.

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