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Francis Bacon - The New Organon - Español

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en parte por credulidad, en parte por impostura, han agobiado al género humano con

toda suerte de promesas y de milagros: prolongación de la vida, venida tardía de la vejez,

alivio de los males, corrección de los defectos naturales, encantamiento de los sentidos,

suspensión y excitación de los apetitos, iluminación y exaltación de las facultades

intelectuales, transformación de las substancias, multiplicación de los movimientos,

acrecentamiento a voluntad de su potencia, impresiones y alteraciones del aire, gobierno

y dirección de las influencias celestes, adivinación del porvenir, reproducción del pasado,

revelación de los misterios, y muchos otros por el estilo. Alguien ha dicho de esos

autores de promesas sin equivocarse mucho en nuestra opinión, que existe en filosofía

tanta diferencia entre esas quimeras y las verdaderas doctrinas, como la que existe en

historia entre las proezas de Julio César y de Alejandro el Grande, y las proezas de

Amadís de Gaula o de Arturo de Bretaña. En realidad aquellos ilustres capitanes hicieron

cosas más grandes que las que se atribuyen a los héroes imaginarios, pero por medios

menos fabulosos y en los que no entra tanto el prodigio. Sin embargo, no sería justo

negarse a creer lo que hay de verdad en la historia porque las fábulas vengan a menudo

a alterarla y corromperla. De todos modos no hay por qué sorprenderse de que los

impostores que hicieron tales tentativas hayan ocasionado grave perjuicio a los nuevos

esfuerzos filosóficos (sobre todo aquellos que prometían ser fecundos en resultados),

hasta el punto de que el exceso de su picardía y la repugnancia que ha producido, anticipadamente

han quitado toda grandeza a empresas de ese género.

88. Pero las ciencias han sufrido más aún por la pusilanimidad y la humildad y bajeza

de las ideas que el espíritu humano se ha hecho favoritas. Y sin embargo (y esto es lo

más deplorable) esa pusilanimidad no se ha hallado sin arrogancia y sin desdén.

Ante todo, es un artificio familiar a todas las artes, calumniar a la naturaleza en

nombre de su debilidad, y de hacer de una imposibilidad que les es propia, una imposibilidad

natural. Cierto es que el arte no pueda ser condenado si es él quien juzga. La

filosofía que en la actualidad impera, alimenta asimismo en su seno ciertos principios

que tienden nada menos, si no nos ponemos sobre aviso, que a persuadir a los hombres

de que nada debe esperarse de las artes y de la industria verdaderamente difícil, y con lo

cual la naturaleza sea sometida y atrevidamente domada, como lo hemos observado a

propósito de la heterogeneidad del calor, del fuego y del sol, y de la combinación de los

cuerpos. Juzgándolo bien, esas ideas equivalen a circunscribir injustamente el poder

humano, a producir una desesperación falsa, e imaginaria, que no sólo destruya todo

buen augurio, si que también arrebate a la industria del hombre todos sus estímulos y

todos sus alientos, y corte a la experimentación sus alas. Los que propagan sus ideas,

preocúpanse solamente de dar a su arte reputación de perfección, esforzándose en alcanzar

una gloria tan vana como culpable, fundada en el prejuicio de que cuanto hasta

hoy no ha sido descubierto y comprendido, jamás podrá ser comprendido ni descubierto

por el hombre. Si por casualidad una inteligencia quiere consagrarse al estudio de la

realidad y hacer algún nuevo descubrimiento, propónese por único objeto perseguir y

dar a luz un solo descubrimiento y nada más, como por ejemplo, la naturaleza del imán,

el flujo y reflujo del mar, el tema celeste y otros asuntos de este género, que parecen

tener algo de misterioso, y en los que hasta hoy hanse ocupado con poco éxito, mientras

que es muy inhábil para estudiar la naturaleza de una cosa en ella sola, puesto que la

misma naturaleza, que aquí parece oculta y secreta, allí es manifiesta y casi palpable; en

este primer caso, la naturaleza excita la admiración; en el segundo, ni siquiera se fija

uno en ella. Puede esto observarse en cuanto a la consistencia, en la que nadie para la

atención cuando se presenta en la madera o en la piedra, y a lo que nos contentamos con

dar el nombre de solidez, sin preguntarnos por qué no hay allí separación o solución de

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