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Revista Planetas prohibidos - N°15

Revista de ciencia-ficción, fantasía y terror. «Este número de Planetas Prohibidos© Año 6, se terminó de editar el dia 30 de diciembre de 2017». CONSEJO DE DIRECCIÓN Jorge Vilches, Lino Moinelo, Guillermo de la Peña y Marta Martínez EDICIÓN Y CORRECCIÓN J. Javier Arnau William E. Fleming MAQUETACIÓN Y DISEÑO James Crawford Publishing.

Revista de ciencia-ficción, fantasía y terror.
«Este número de
Planetas Prohibidos© Año 6,
se terminó de editar
el dia 30 de diciembre de 2017».
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Jorge Vilches, Lino Moinelo,
Guillermo de la Peña y Marta Martínez
EDICIÓN Y CORRECCIÓN
J. Javier Arnau
William E. Fleming
MAQUETACIÓN Y DISEÑO
James Crawford Publishing.

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PLANETAS PROHIBIDOS es<br />

una revista cuatrimestral de ciencia<br />

ficción sin ánimo de lucro. Su objetivo<br />

es la difusión de artículos, relatos<br />

e ilustraciones del género.<br />

AVISO LEGAL. Los textos e<br />

ilustraciones pertenecen a los autores,<br />

que conservan todos sus derechos<br />

asociados al © de su autor.<br />

El autor, único propietario de su<br />

obra, cede únicamente el derecho<br />

a publicarla en PLANETAS PRO-<br />

HIBIDOS para difundirla por Internet<br />

en formado pdf y epub. No<br />

obstante, los derechos sobre el conjunto<br />

de PLANETAS PROHIBI-<br />

DOS y su logo son © del Grupo<br />

PLANETAS PROHIBIDOS.<br />

Queda terminantemente prohibida<br />

la venta o manipulación de<br />

este número de PLANETAS PRO-<br />

HIBIDOS.<br />

No obstante se autoriza a copiar<br />

y redistribuir la revista siempre y<br />

cuando se haga de forma íntegra y<br />

sin alterar su contenido. Cualquier<br />

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contexto del artículo que la incluya<br />

sin pretender atentar contra los derechos<br />

de propiedad de su legítimo<br />

propietario.<br />

El Grupo PLANETAS PROHI-<br />

BIDOS está compuesto por Lino<br />

Moinelo, Guillermo de la Peña,<br />

Marta Martínez y Jorge Vilches.<br />

NORMAS DE PUBLICACIÓN<br />

La revista PLANETAS PROHIBIDOS está<br />

dedicada a la ciencia ficción, pero también<br />

a la fantasía y al terror como géneros afines.<br />

La revista acepta relatos, artículos, ilustraciones<br />

y cómics, de tema libre, formateado<br />

en Times New Roman 12 ptos, párrafo<br />

justificado y correctamente corregido.<br />

Si en el plazo de dos meses la revista no ha<br />

contestado, la obra se considera desestimada.<br />

<strong>Planetas</strong> Prohibidos© Año 6 Nº 15<br />

Diseño y maquetación:<br />

BLOG<br />

http://planetas<strong>prohibidos</strong>.blogspot.com<br />

CONTACTO<br />

revistaplanetas@gmail.com


Dijo el eco.............. 6<br />

Cuando<br />

el diablo<br />

llegó a<br />

Georgia..... 23<br />

La escopeta.................... 31<br />

Desde el infierno............. 62<br />

La maldición.................. 18<br />

EDITORIAL<br />

J. Javier Arnau................................... 4<br />

CÓMIC<br />

Amanecer por Ángelo Donatti......... 41<br />

POESÍAS<br />

J. Javier Arnau................................. 78<br />

RESEÑA CINEMATOGRÁFICA<br />

Blade Runner 2049.......................... 80<br />

El Dilema<br />

de Vonmiglásov ................. 67


EDITORIAL<br />

Hola, muy buenas; veréis, la confección de este número<br />

(la elección de material para el mismo) ha sido un<br />

poco curiosa, y queríamos compartirla con todos vosotros.<br />

Teníamos una ligera idea del material a publicar<br />

pero, discutiendo sobre ciertos temas, empezaron a encadenarse<br />

cosas y el número comenzó a venir «rodado»,<br />

como suele decirse. Recibimos… bueno, hablando con el autor, viejo amigo,<br />

nos comentó que tenía algunos relatos que podrían servir, y que le gustaría<br />

mucho poder publicarlos con nosotros. Leídos algunos, optamos por prestar<br />

especial atención a La Escopeta: pero teníamos dudas de que encajara en la<br />

(amplia) temática de la revista. Al mismo tiempo que nosotros, lo estaba leyendo<br />

Ángel García, ilustrador, y le gustó tanto que enseguida, y por propia iniciativa,<br />

envió una ilustración que no podíamos dejar escapar. Entre eso, y que el<br />

autor nos convenció de que entraba en la categoría de Terror Psicológico, nos<br />

decidimos. Bien, Ramblin Matt, el autor, es músico, de rock, blues, country, y<br />

estilos afines, por lo que decidimos publicar un relato que teníamos en cartera,<br />

acerca de Robert Jonson (Cuando el Diablo llegó a Georgia), que nos consta que<br />

es un referente para Rambin Matt. Enlazando también el tema de este relato<br />

(no spoilearemos ahora), surgió el publicar el relato Desde el infierno (dado que,<br />

realmente, comparten personaje…). Tras esto, queríamos darle al número un<br />

pequeño giro también hacia la ciencia ficción, y resulta que teníamos un relato<br />

preparado (Dijo el eco) donde el personaje prácticamente principal comparte<br />

nombre con otro del relato que acabamos de mencionar. Así, teníamos ya cuatro<br />

relatos que, por una cosa u otra, se encadenaron, y nos solucionaron media<br />

revista. Faltaba algo de ciencia ficción, y optamos por uno de Gabriel Romero,<br />

La maldición, que teníamos desde hacía tiempo y uno que mezcla varios estilos,<br />

como ciencia ficción, fantasía, etc, para darle el toque de variedad que faltaba<br />

(El dilema de Vonmiglásov). Con todo eso, un par de poesías que siempre intentamos<br />

publicar, el cómic de Ángel que teníamos muy claro que tenia que salir,<br />

sí o sí, más la reseña cinematográfica de mano de nuestro «crítico particular»,<br />

José Antonio Olmedo, ya teníamos este número prácticamente finiquitado…<br />

sólo nos faltaba tiempo para poder terminar de confeccionarlo; esperemos que<br />

no pase mucho desde que estamos escribiendo estas líneas hasta que podáis tener<br />

en vuestras «manos digitales» este nuevo número de <strong>Planetas</strong> Prohibidos.<br />

Y nada, así ha sido la cosa, y así os lo hemos contado.<br />

J. Javier Arnau<br />

coeditor de <strong>Planetas</strong> Prohibidos<br />

4


DIJO<br />

Texto e ilustración:<br />

Carlos M. Federici<br />

el eco<br />

N<br />

UNO<br />

unca digas: ¿Cuál es la causa de que los tiempos pasados fueran<br />

mejores que estos?...<br />

Las tres leyes fundamentales de la Robótica son: 1, un robot<br />

no puede dañar a un ser humano o, por su inacción, permitir que<br />

un ser humano sufra daño. 2, un robot debe obedecer las órdenes...<br />

Once upon a midnight dreary...<br />

...de que si dos puntos son iguales y sus intervalos básicos espaciales también,<br />

6


entonces es posible escoger un sistema de coordenadas, vistas por un observador que se<br />

desplace a velocidad calculada, en el cual los hechos sean simultáneos, aunque...<br />

Allons, enfants de la Patrie,<br />

le jour de gloire est arrivé...<br />

Era el crepúsculo. Mann Bekker, el Traditólogo, suspendió momentáneamente<br />

sus desesperados intentos de clasificar los impresos y manuscritos que se apilaban<br />

sobre su mesa.<br />

Meneó la cabeza. ¿Cómo, Dios, cómo distinguir sin lugar a dudas la realidad<br />

de la ficción? ¿En qué elementos basarse para construir una hipótesis, un mero<br />

punto de partida? ... Se estaba erigiendo un mundo nuevo. La raza humana<br />

partía nuevamente de cero, y «cero» era la Debacle Terrena.<br />

Y la nueva historia —la nueva vida— comenzaba en Rigel VI.<br />

Bekker se reclinó en la silla, frotándose los párpados hinchados. Suspiró.<br />

¡Muy pocos se preocupaban de lo que fue...! Dios mío, qué solos se quedan los<br />

muertos...<br />

El Traditólogo sonrió. ¡Otra vez las dichosas citas...! ¿Se estaría haciendo<br />

maniático? O, mejor dicho, ¿no se habría vuelto maniático ya? Este hundirse<br />

en las voces pretéritas de unas lenguas heladas..., ¿no sería un medio de huir<br />

de la realidad?<br />

La realidad eran las flamantes relaciones diplomáticas Neotierra-Goohrk y,<br />

más concretamente, el romance Marthya-Lhoun. Amaos los unos a los otros, se<br />

dijo sardónicamente, recordando otra de sus citas.<br />

Los unos a los otros... ¿Eso incluía también a los rigelianos?<br />

Cuando los escasos sobrevivientes de la Debacle Terrena desembarcaron en<br />

Rigel VI, tres siglos atrás, fundaron una colonia que llamaron Neotierra, donde<br />

se pretendió mantener vivos los legados de la antigua cultura. Pero la lucha<br />

contra las condiciones adversas fue muy ardua y pronto hubo que emplear la<br />

totalidad de las energías en una elemental supervivencia de la carne, que urge<br />

siempre con mayor vehemencia que el espíritu... Y, luego, los nativos.<br />

Había nativos en Rigel VI: una antigua raza que solo pedía que se la dejara<br />

continuar en paz su existencia. Pero los colonos enarbolaron su bandera roja<br />

con estrellas, construyeron ciudades y levantaron centros de energía donde<br />

convino a sus intereses, sin tener en cuenta a la raza aborigen. Y así surgió la<br />

chispa; y se expandió. Los humanos comprendieron cuán alto era el precio de<br />

pretender cambiar el nombre de un mundo.<br />

Goohrk era Goohrk..., aunque la humanidad se hubiese obstinado en denominarlo<br />

Rigel VI.<br />

...Ahora se volvía a empezar, se dijo Bekker. El armisticio se pactó por fin<br />

sobre bases admisibles para las dos partes y reinó la paz. Aún se llegó a más: se<br />

7


8<br />

estableció una relación diplomática entre ambas culturas.<br />

Y Lhoun, el goohrko, el rigeliano, llegó desde su remota Khoamm, en el<br />

otro hemisferio, a Neotierra, el último reducto de los terrestres tras el conflicto.<br />

Lhoun se hospedó en el palacio de Julo, el gobernador. Julo era el padre de<br />

Marthya, y Marthya —la de los cabellos rubios, ¡ay!, y los ojos de esmeralda—,<br />

de veinte años, se enamoró del rigeliano. Marthya y Lhoun —pupilas como<br />

pozos, antenas, piel marmórea— se iban a casar.<br />

Y ahora Bekker se daba cuenta de lo que había significado ella siempre<br />

para él.<br />

Se estremeció con el cálido contacto.<br />

—¡Adivina quién es!... —las sílabas cantaban y reían.<br />

No servían de nada los dedos que le tapaban los ojos. ¡Como si le fuera<br />

posible equivocarse!<br />

—Marthya...<br />

La joven se colocó frente a él. Los ojos le brillaban. Era como contemplar<br />

la vieja Tierra que contaban las crónicas, se admiró Bekker melancólicamente.<br />

Mares, arrebol, nieve, trigo...<br />

—¡Papá está conforme! —exclamó la chica—. ¡Ya dijo que sí!<br />

—¿Y cómo no? ¡Como golpe político, te aseguro que es estupendo! Su<br />

propia hija... ¿Qué mejor manera de mostrarse amable?<br />

En la boca de Marthya se dibujó un mohín encantador.<br />

—No seas así, Mann. Papá lo quiere.<br />

—¿Y tú? —Bekker se mordió la lengua.<br />

—¡Lo adoro!<br />

A Marthya se le subió el color a las mejillas. Bekker apretó las mandíbulas<br />

y no dijo nada.<br />

—Esta noche es la fiesta del compromiso. Te venía a invitar.<br />

Las sombras nocturnas ya habían llenado la habitación. El enjuto rostro del<br />

Traditó-logo no se distinguía muy bien.<br />

—Tengo mucho trabajo... —respondió.<br />

—¡Mann! —le reprendió la joven—. ¡Ratón de biblioteca! ¿Es que prefieres<br />

estos mamotretos a mí?<br />

—¡Dios sabe que no!<br />

Ella debió notar algo en la voz, porque se le borró la sonrisa.<br />

—Está muy oscuro —dijo después de un rato.<br />

—Enciendo la otra luz.<br />

—No...; no, espera, Mann. No te molestes por mí. Ya me voy... Pero dime<br />

solamente si te veré en la fiesta. ¿Verdad que sí?<br />

—No puedo; discúlpame.<br />

En la semioscuridad, Marthya era un perfil violáceo y platinado. Bekker<br />

vio que se le acercaba, sintió la tiniebla del rostro de ella al juntarse con el suyo.<br />

—¡Por favooor...!


—Marthya.<br />

La joven se apartó.<br />

—¿Qué...?<br />

—Ojalá no hubieses hecho eso.<br />

—Mann... —Se produjo un prolongado silencio; luego—: Entonces, tú...<br />

—Sí.<br />

—Desde... ¿desde cuándo, Mann?<br />

—No me acuerdo de cuándo empezó; mira si será cosa vieja, ¿no?<br />

—Oh, Mann...<br />

—¿No es para morirse de risa?<br />

De pronto Bekker pareció transfigurarse. Se puso de pie, derribando una<br />

pila de libros, y sus dedos estrujaron la muñeca de la mujer.<br />

—¡No te cases con él! ¡Por lo que más quieras..., detente!<br />

Marthya se desasió con suave firmeza.<br />

—Él es lo que más quiero, Mann.<br />

—¡Piensa lo que haces! ¡Piensa lo que es!<br />

Los ojos de ella se impusieron a las tinieblas.<br />

—¡Cállate! ¡No vuelvas a decir eso jamás!<br />

—Yo...<br />

—Le amo con todo mi corazón, y él a mí. No importa la diferencia de<br />

razas. Yo sé que nos queremos. No me vuelvas a hablar así.<br />

Algo hundió los hombros del Traditólogo.<br />

—Como tú quieras... Siempre como tú quieras, Marthya.<br />

La chica le oprimió una mano entre las suyas, tibias y blandas.<br />

—Gracias, Mann.<br />

La helada brisa agitó el follaje, afuera. Por el cielorraso transparente penetraba<br />

la luz de las tres lunas. Casi en el cenit, fulgía una enorme estrella blanca.<br />

—¿Vas a venir a la fiesta, Mann?<br />

Fue como si le clavasen agujas de vidrio en el alma.<br />

—Iré —dijo.<br />

DOS<br />

El vasto salón del Palacio de Gobierno relucía en la lujuria cromática de ropajes<br />

y mosaicos encerados. Las luces ardían con blancura deslumbradora.<br />

Mann Bekker no veía más que a Marthya. A Marthya, vestida de blanco,<br />

dorada, rosada, suavemente radiante entre brillos duros que herían la vista.<br />

Como solamente ella podía fulgir.<br />

Y entonces Bekker divisó al rigeliano.<br />

Al igual que la mayoría de los neoterranos de postguerra, él nunca había<br />

tenido la oportunidad de ver de cerca a un goohrko. Lhoun estaba de espaldas<br />

9


al Traditólogo, junto a Marthya. Le pareció más bajo de lo que había supuesto.<br />

Vestía de algún color indefinible, a la vez oscuro y llameante. Su nuca era de<br />

yeso y su pelo, negro por completo. Por lo demás, se dijo Bekker con acida<br />

ironía, no se diferenciaba gran cosa de un humano: de cada mano le brotaban<br />

cinco dedos, y se paraba sobre dos piernas. No tenía garras ni cola visibles.<br />

El rigeliano se volvió en ese instante, y Bekker reprimió con dificultad<br />

un salto. No por la vista de las pequeñas antenas que se erguían a los lados<br />

de la anchísima frente. Estaba preparado para ellas. Pero lo que jamás habría<br />

podido imaginar era el aspecto real de aquellos ojos. En ellos se abría, nítida y<br />

cruelmente, la anchura del Abismo. Aquellos ojos no pertenecían a los hombres.<br />

Punto.<br />

—Marthya... —gimió el ser entero de Mann Bekker.<br />

Aquellos ojos ajenos giraban hacia la mujer... y se detenían allí.<br />

TRES<br />

Fue al día siguiente cuando Mann Bekker lo advirtió por primera vez.<br />

—Qué tal, Mann —le saludó Marthya al entrar agitando los papeles sobre<br />

la mesa del traditólogo.<br />

—Marthya... ¿cómo estás?<br />

Lo dijo por fórmula. Pero las mismas palabras se le metieron como termitas<br />

dentro del cerebro y crearon aquella idea, vaga al principio, más y más definida<br />

(y más siniestra) luego. ¿Cómo estaba ella?<br />

—Te quería agradecer que hubieses venido a la fiesta...<br />

(¿Se lo imaginaba, o de verdad estaba muy pálida?)<br />

—Pero qué frío tienes esto, Mann... —ella sonreía, pero cruzaba los brazos<br />

sobre el pecho y se estremecía.<br />

Bekker articuló:<br />

—¿Frío? ¡Pero si puse la calefacción a veinticinco grados!<br />

Ella se sentó, exhibiendo una leve sonrisa de excusa.<br />

—Debo de estar un poco enferma. Desde anoche no me siento bien.<br />

—¿Cómo? ¿Por qué? —Sintió un trozo de hielo muy adentro.<br />

—Un decaimiento, creo. Ya pasará.<br />

La pregunta que hizo entonces Bekker se la dictó la intención de distraer<br />

a la joven... ¿O acaso habría sido —pensó mucho después— algún oscuro instinto<br />

premonitorio?<br />

—¿Y tu boda, Marthya?<br />

La luminosa sonrisa le abofeteó en la cara.<br />

—Pronto, Mann... Cuando Fomalhaut esté en oposición con Gheera, de<br />

la Quincua-gésima Galaxia. Entonces Lhoun podrá casarse.<br />

—¿Y eso...?<br />

10


—Es por un mandamiento de su religión. Solo se les permiten matrimonios<br />

en esas épocas. Todavía faltan dos meses.<br />

Una vez más las sombras invadieron el alma de Mann Bekker. Y volvió a<br />

suplicar:<br />

—¡No lo hagas, Marthya!<br />

—¡Mann! Prometiste...<br />

—Son distintos, Marthya; tan diferentes de nosotros como la muerte de la<br />

vida. ¡No sabes nada de ellos, de las honduras de esa raza! Escúchame, Marthya;<br />

no lo...<br />

—Adiós, Mann.<br />

—¡Marthya!<br />

La mujer atravesó la puerta; pronto su figura fue un punto claro en las profundidades<br />

del corredor que conducía al Palacio.<br />

Bekker permaneció inmóvil, viéndola desaparecer. Sus labios se movieron<br />

sin que él mismo lo advirtiese:<br />

...la doncella a quien los ángeles al cantar llaman Leonora...<br />

CUATRO<br />

—Son telepáticos, si le gusta el término —explicó el profesor Phoe—.<br />

Las antenas, por lo que suponemos, les permiten enviar y recibir pensamientos<br />

desde distancias que para nosotros resultan inconcebibles... Es así como<br />

pueden conocer los movimientos de los astros de las galaxias más remotas. De<br />

la misma manera, según parece, se comunican entre ellos, estén donde estén,<br />

sin que importe lo más mínimo los kilómetros que los separen. Pero, afortunadamente,<br />

se tiene casi la seguridad de que no pueden acceder a las mentes<br />

humanas, ni sus facultades se...<br />

—¿Y en cuanto a su religión? —interrumpió Mann Bekker—. ¿Su moral?<br />

El anciano dio otra chupada a su arcaica pipa.<br />

—Es demasiado difícil de entender. Está demasiado desvinculada de cualquiera<br />

de nuestras estructuras. Lo innegable es que el Gran Representante, que<br />

se podría comparar, en un sentido muy amplio y solo a título de ilustración,<br />

con el antiguo Papa de la Tierra, lo sabe todo de los Goohrkos, debido a sus<br />

poderes extrasensoriales. De manera que cuando uno de ellos comete una<br />

acción que el Gran Representante considera pecaminosa, este se entera de<br />

inmediato y le aplica el castigo…, una clase de castigo que nosotros no comprendemos,<br />

pero al que ellos parecen temer intensamente.<br />

—Algo oí sobre los matrimonios... —inquirió Bekker.<br />

—¡Ah, los períodos de oposición Gheera-Fomalhaut! Sí. Uno de los mandamientos<br />

más sagrados de la religión de ellos...; uno de los pecados más sacrílegos,<br />

si se le desobedece.<br />

11


—Quisiera saber... —Bekker se revolvió incómodo en el sillón de fibra,<br />

evitando enfrentar los ojos acuosos del Exólogo—, quisiera saber algo más<br />

concreto sobre sus relaciones o... costumbres amorosas.<br />

El viejo parpadeó. Exhaló una bocanada de humo y dijo a través de ella:<br />

—Por lo que personalmente he podido constatar, sus hábitos no se diferencian<br />

de los nuestros; ni su fisiología, tampoco. Parece que la evolución<br />

hubiese seguido un curso paralelo en este punto. Por eso es posible, me atrevo<br />

a afirmarlo, un connubio entre las dos razas. Pero, aclaro: lo digo únicamente<br />

desde un punto de vista estrictamente físico y sexual. En cuanto a los espíritus,<br />

las mentes... —la cabeza gris se movió de un lado a otro.<br />

—Y..., ¡jum!..., respecto a las actitudes, a la familiaridad de las relaciones<br />

inter-sexuales... Antes del matrimonio, quiero decir... ¿Qué normas adoptan?<br />

El profesor Phoe se inclinó hacia Bekker.<br />

—Es un capítulo particularmente interesante —respondió—. Su código<br />

de moral es riguroso hasta el extremo de prohibir el más mínimo contacto<br />

físico entre las parejas, fuera del matrimonio. El cual, para ser válido, se tiene<br />

que efectuar en los períodos de oposición estelar y debe ser consagrado por<br />

el Gran Representante... —El Exólogo depositó la pipa sobre la mesa, con<br />

extremo cuidado, y se recostó en el sillón acojinado. Sus ojos miraban al techo—.<br />

Y la naturaleza rigeliana es tan fogosa y apasionada que el esfuerzo de<br />

autorrestricción les resulta verdaderamente gigantesco... Creo que lo pueden<br />

soportar tan solo a causa del poderoso vigor de esos increíbles intelectos suyos.<br />

Entonces, se dijo Bekker, Marthya y Lhoun... Ni siquiera la ha rozado. Tendría<br />

que estar contento; sin embargo, me siento peor que antes.<br />

Aquellas pupilas. Aquellas pupilas sin fondo.<br />

CINCO<br />

Durante las dos semanas que siguieron, Bekker buscó deliberadamente un<br />

anestésico en el trabajo intenso y embrutecedor. Se hundió en el mar muerto<br />

de sus papeles y hurgó en el fondo cenagoso en busca de más interrogantes.<br />

Y al término de ese lapso recibió una llamada.<br />

—Sí, aquí Bekker —respondió ante el fono—. ¿Qué...? ¿Marthya? ¿Es...<br />

grave? ¡Enseguida estoy ahí! Gracias por llamarme, Gobernador... Espero que<br />

no sea nada de cuidado... Hasta entonces, Señor.<br />

Se vistió a tirones, con la inquietud supurándole a través de la mirada.<br />

Marthya, pensaba angustiado, Marthya...<br />

Abandonó su sanctasanctórum con el insólito olvido de echar la llave. Mientras<br />

la cinta rodante lo conducía al Palacio, a lo largo de uno de los interminables<br />

corredores de plastaluminio que unían entre sí las diferentes secciones de la<br />

ciudad-cúpula, no dejaron de asaltarle un solo instante los peores pensamientos.<br />

12


No, no; exagero: no ocurre nada. Una enfermedad sin importancia, ¡nada!<br />

Pero cuando estuvo ante ella rogó porque la joven no reparase en su palidez.<br />

¡Dios santo! Una oscura voz se lo decía: era lo que temía..., aun cuando<br />

no supiese con certeza qué era lo que temía.<br />

Marthya estaba reclinada en su lecho, con las mejillas del color de las sábanas.<br />

Tenía el pelo suelto y los ojos muy verdes y mucho más grandes o, por lo<br />

menos, así le pareció a Bekker.<br />

—Mann... ¡Me alegro tanto de verte! —Él estrechó la manecita que se le<br />

alargaba.<br />

Dios, se dijo, al tiempo que procuraba sonreír, Dios mío. La vida se le está<br />

escapando de alguna forma extraña... ¡Si ni siquiera siento su mano!<br />

—Ya me tiene cansada esta indisposición —ella esbozó una débil sonrisa—.<br />

¡Hace más de diez días que estoy en la cama!... Menos mal que mi querido<br />

padre me acompaña como un santo para que no me aburra.<br />

—Ya pasará, Marthya. Ya verás como en un dos por tres estás más fuerte<br />

incluso que este... ¿cómo era? ¿«Ratón de biblioteca»?<br />

Ella se rió.<br />

—¡No seas malo, Mann! Ya sabes que no te lo dije en serio... Ah, y a propósito:<br />

¿no viste quién está aquí? Ven, acércate, mi amor...<br />

No, suplicó interiormente Bekker, ¡eso no!<br />

Pero el rigeliano estaba allí, en un ángulo de la pieza, y ya se aproximaba,<br />

dominán-dolos con sus ojos de fuegos insondables en la cara de tiza, con una<br />

mano extendida hacia la que Marthya le tendía.<br />

—¿Cómo le va, señor Bekker? —saludó en correctísimo neoterrano; pero<br />

el rugido de los oídos del Traditólogo ahogaba los sonidos.<br />

Bekker le respondió, aunque sin oír su propia voz.<br />

Al llegar junto a la cama el rigeliano hizo algo extraño. Mediante un visible<br />

esfuerzo (al menos no le pasó desapercibido a Bekker) se detuvo para cubrirse<br />

la diestra con un fino guante de encajes. Entonces oprimió los dedos pálidos de<br />

su prometida, y Bekker vio acrecentarse el negro fuego de las pupilas cavernosas.<br />

Y en el mismo instante algo de vida huyó de Marthya.<br />

SEIS<br />

Setenta días después, con las zancadas de sus largas piernas Bekker se tragaba<br />

las medidas de su cubículo.<br />

Marthya había ido decayendo a ojos vistas y él conocía la razón. Era hora<br />

de que lo admitiera.<br />

—Es fantástico, imposible, loco...<br />

Pero sabía que estaba en lo cierto. ¿Qué podía ser más singular e insólito que<br />

aquella raza fabulosa, esas órbitas con fuegos de azabache en sus profundidades?<br />

13


—Dios, Dios, ¡Dios!<br />

Miró a través del techo. Las estrellas guiñaban desde lo remoto, inmutables<br />

al parecer. Pero Bekker sabía que en algún lugar de aquella bóveda infinita dos<br />

puntos luminosos se movían y en algún momento estarían en oposición.<br />

—Fomalhaut, Gheera...<br />

Pero entre tanto... Entre tanto, Marthya y Lhoun no podrían unirse. Y Bekker<br />

recordó el fuego negro, más y más ardiente.<br />

—Es la violencia de su deseo lo que la está matando. Es su espantosa mente<br />

lo que la está... devorando.<br />

Y el decirlo en voz alta le hizo bien. Rompió los últimos velos de su racionalidad.<br />

No se equivocaba... Ahora era preciso pensar en un remedio.<br />

SIETE<br />

No hizo caso de la cinta rodante; no estaba de humor.<br />

Su calzado plástico tableteaba contra el suelo de metal a ritmo uniforme,<br />

el vaivén de sus brazos agitaba el aire del pasillo.<br />

Dentro ya del Palacio de Gobierno, Bekker dudó un instante sobre la conveniencia<br />

de intentar hablar primero con el gobernador. Desistió de ello, sin<br />

embargo, porque conocía el natural eminentemente político de Julo. «¿Está<br />

loco? ¿Y las relaciones interestatales? ¿Se da cuenta de la catástrofe que podría<br />

provocar? Estamos en la cuerda floja, muchacho, y usted... Por otra parte (y<br />

aquí hablaría el sólido sentido práctico del gober-nador) lo que usted sostiene<br />

es absurdo... ¡Creo que sus lecturas le están afectando al cerebro, Bekker!»...<br />

Caminando con mayor rapidez, Bekker no pudo dejar de preguntarse hasta<br />

dónde estaría loco, en verdad. Porque para él se perfilaba una sola eternidad:<br />

Marthya. El resto —política internacional inclusive— era eventualidades confusas<br />

que nada significaban.<br />

Consiguió que le condujeran a la presencia del enviado de Goohrk. Tenía<br />

conciencia de su lividez y de la inseguridad de sus piernas, pero esperó que<br />

nadie más lo notase.<br />

Cambiadas las frases de ritual, a solas con el rigeliano, habló fríamente, directamen-te,<br />

desnudando su pensamiento de hojarascas verbales.<br />

—Marthya se muere —afirmó en tono duro—, y yo conozco la razón.<br />

Lhoun irguió la amplia frente. Un fulgor apagado y melancólico le tembló<br />

en los ojos cavernosos.<br />

—Es verdad —murmuró dolorosamente—, pero no puedo hacer nada.<br />

Mann Bekker sintió el frío del sudor en las sienes.<br />

—Me lo imaginaba. Y tampoco serviría de nada que usted se alejara, ¿verdad?<br />

El goohrko movió la cabeza de yeso.<br />

14


—Para nuestras mentes no existe la distancia.<br />

—Su deseo... —insinuó Bekker, sabiéndose perdido de antemano.<br />

—Una vez encendido es inextinguible. No hay remedio. Ustedes no lo<br />

pueden comprender.<br />

Mann Bekker empleó su última carta, pisando sobre brasas.<br />

—Si usted... si usted satisficiera su anhelo... Si antes de la fecha..., usted y<br />

Marthya...<br />

El rostro de Lhoun adquirió un tinte grisáceo.<br />

—¡Usted no puede entender lo que significaría eso! ¡Ustedes jamás podrán<br />

comprender el sacrilegio horrible e imperdonable que implicaría!<br />

Bekker sintió que los músculos se le agarrotaban. Hielo y piedra formaban<br />

parte de él, pensó.<br />

—Se equivoca —repuso—. Yo lo comprendo.<br />

Algo en su voz previno al rigeliano. Sus terribles ojos enfrentaron de lleno<br />

a los del Traditólogo, leyendo en su interior, deteniendo el tiempo para Bekker.<br />

Fue una infinitesimal fracción de eternidad, pero la mente de Mann Bekker<br />

volvió a ver en esos microsegundos toda su vida, sus ideales pasados, la<br />

Historia muerta que intentaba resucitar y Marthya, Marthya... El recuerdo de<br />

la mujer se impuso a todo lo demás y controló sus dedos y sus músculos y<br />

su voluntad, pero no pudo ahogar la vocecilla que se agazapaba en un rincón<br />

oscuro de su mente, aullando un desesperado clamor de prevención: ¡Hay algo<br />

equivocado! ¡Hay un detalle que no consideraste! ¡Hay algún error en alguna parte...!<br />

Mas para compenetrarse del significado de aquella advertencia, para descubrir<br />

qué era lo que señalaba, para darse cuenta del error, era necesario un<br />

proceso mental —reflexión, razonamiento—, y para el Traditólogo ya había<br />

pasado el momento de razonar.<br />

Su mano se introdujo en el bolsillo y volvió a salir.<br />

Un chasquido, un resplandor violáceo, y el goohrko se desplomó.<br />

Pero aún pudo barbotar entre un vómito de sangre verde:<br />

—¡MARTHYA...!<br />

Y en la intensidad sin límites del extraño acento, leyó Mann Bekker su<br />

propia sentencia.<br />

(Julo, el gobernador de Neotierra, sintió de pronto una sensación de frío<br />

inexplicable. Al indagar su procedencia, halló el foco en la mano exangüe que<br />

sostenían sus dedos. Volvió la vista hacia el lecho, ahogándose con el latir creciente<br />

de su corazón.<br />

Gritó. Gritó. Gritó.)<br />

Irrumpieron violentamente, todos a una.<br />

Lhoun, el diplomático goohrko, yacía sobre un charco negruzco, de par en<br />

par los extraordinarios ojos, fijos, duros.<br />

15


A su lado había alguien más. Los hombros le caían como sebo derretido;<br />

los brazos, de uno de los cuales colgaba una antigua pistola a presión, pendían<br />

a los lados del cuerpo. La espalda ya no volvería a erguirse del todo.<br />

—Me equivoqué —repetía en susurros—, me equivoqué... El último pensamiento...<br />

Había más intensidad y más anhelos en ese solo recuerdo final que los<br />

que nadie podría concebir en una vida entera... Me equivoqué...<br />

(En la habitación de Marthya, el cuerpo que yacía entre las sábanas revelaba<br />

las aristas de los huesos a través de una fina capa de carne consumida. El desnudo<br />

cráneo relucía con el barniz de la muerte y los labios se hundían sobre la<br />

caverna vacía de la boca. Olía a viejo, y a cadáver, y a esperanzas desaparecidas.)<br />

Los labios del Traditólogo seguían moviéndose, pero los otros debieron<br />

acercarse más para poder oírle. Recitaba:<br />

...«¡Oh, Leonora!», fue tan solo lo que pude murmurar,<br />

y «¡Oh, Leonora!», dijo el eco, devolviendo mi suspiro...<br />

Solo eso, y nada más<br />

16


LA<br />

MALDICIÓN<br />

Texto: Gabriel Romero de Ávila<br />

18<br />

Caminaba torpemente, no porque sus piernas fueran a fallarle,<br />

sino más bien como si soportara en sus hombros todo<br />

el peso de la Historia. Todo el bien y el mal que hubieran<br />

hecho los hombres, y pagara por ello.<br />

Y tal vez incluso fuera así realmente.<br />

No tenía nombre, ni pasado, ni más ropa que jirones de<br />

sí mismo, que harapos de mil vidas y un millón de derrotas innombrables. Sus<br />

ojos eran negros y apagados, turbios, hundidos en un mar de arrugas injustas y<br />

de un cráneo apolillado. Sus manos eran garras, deformes y sucias, manchadas<br />

de la sangre de demasiados amigos. Y de muchos más enemigos olvidados.


Miró hacia el frente, a los niños con aros bajo lluvia de otoño, a la plaza de<br />

arena pisada, a los chorros de agua fresca llevados por el viento. Y supo que su<br />

sitio no era éste. Miró a las casas de una planta con facciones blanqueadas, a<br />

las viejas de rodillas lavando en el río, a los hombres que volvían a caballo de<br />

labrar los campos, con un sol enorme y rojizo muriendo a su espalda.<br />

Sol de sangre.<br />

Manos de sangre.<br />

El sol moría como murió Josito, con un balazo atravesando su pecho, y<br />

anegando en sangre la llanura castellana. Castila es ancha y plana como el pecho<br />

de un varón. Como un pecho ensangrentado que no quiere morirse, pero<br />

que ya no sabe volver a respirar. De pulmones sin aire que nadan en pleuras<br />

rotas. De espuma rojiza en los labios. De guerra.<br />

Los niños corrían entre bandadas de palomas, asustando a las niñas al pasar,<br />

provocando chillidos de falso miedo y revolotear de faldas plisadas. La infancia<br />

es la mejor edad del mundo, cuando tu pueblo abarca todo el universo, y la<br />

única preocupación es no perder a las chapas. Josito había sido el portero hasta<br />

que llegaron al Examen de Reválida, y nunca fue malo. Se cargó el ventanal<br />

del señor Enrique en sexto, y le dieron una buena zurra, pero aparte de eso no<br />

había dado chismes al pueblo hasta que dejó embarazada a la hija de Martínez,<br />

y tuvieron que casarlos en secreto.<br />

Quizá el niño fuera uno de éstos, ajeno a la maldad del mundo, centrado<br />

en jugar a la pelota y capturar insectos. Ignorante de lo que significa de verdad<br />

el miedo, de cuánto se puede perder en una sola guardia en trincheras. No hay<br />

mayor valor en toda la faz de este mundo que poder conservar la inocencia,<br />

porque tal parece que todos están deseando arrebatarla, y nunca vuelve.<br />

Caminó confuso entre callejas que eran todas iguales, intentando sin remedio<br />

pescar las agudas memorias que le rehuían, como peces que saltan del cesto<br />

para no ser pescado. Sus recuerdos eran una espesa cortina de niebla, enturbiados<br />

por años de gritos agónicos y estrategias de combate, por pies con llagas<br />

de nieve y la humedad en tus huesos. Josito había vivido en estas calles, había<br />

reído y bebido cerveza con esta gente, había tenido una vida, pero no lograba<br />

encontrar exactamente dónde. Todas las malditas casas eran exactamente iguales,<br />

las fachadas de cal, la ventana y la puerta. Un patio interior donde guardar<br />

aperos, y una vida hacia fuera pretendidamente digna.<br />

Y no era una vida mala, sí sufrida, sí peleada contra una tierra seca donde<br />

las plantas no quieren crecer. Una vida de gachas para todos, en una sartén con<br />

patas en el suelo, y a mojar pan. Y luego vete a arar un campo negro como la<br />

maldad de los hombres, y riégalo con tu sudor, y abona tus sueños, consciente<br />

de que ni uno solo de ellos habrá de cumplirse. De que estás tan atrapado<br />

como las mulas al yugo.<br />

Pero es una vida buena, y honrada, de seres que no tienen que bajar la cabeza<br />

ante nadie, de aceituneros altivos y cebollas de escarcha. No hay mayores<br />

19


20<br />

elogios que se puedan dar a un hombre que decir que es honrado y trabajador.<br />

No hay nada más santo. Lo demás son embalajes.<br />

No como el señor Martínez y su condenada fábrica de aceite, donde obreros<br />

de cien años se partían la espalda para que él pudiera engalanarse en Madrid,<br />

e ir a los toros con un clavel en la solapa, y beber coñac junto a la chimenea<br />

del Casino. Él no sudaba, ni se odiaba a sí mismo por su amargo fin, ni<br />

moría en ninguna trinchera de fango, rodeado de amigos de plomo y muerte.<br />

Quizá justamente por eso, al final había perdido una hija, en vez de ganar<br />

un yerno.<br />

Se protegió la cara del frío del viento y la lluvia de octubre, y se internó por<br />

el complejo entramado de calles que era el pueblo, guiándose más por recuerdos<br />

que por cualquier otra cosa. Diluviaba. Los tejados lloraban de pena al verle, y los<br />

ríos de lágrimas inundaban el suelo, frenando sus pasos, carcomiéndole. Aquello<br />

era paz, era inocencia, era el tiempo detenido en la bondad de mil gentes que se<br />

tienen por hermanos. Era la vida parsimoniosa con la que siempre soñó.<br />

Por desgracia, él ya estaba lejos de todas esas cosas, desde hace mucho, mucho<br />

tiempo.<br />

Y al fin lo vio, justamente en el lugar donde esperaba verle, donde siempre<br />

estuvo: en la puerta, mirando hacia el camino que sale del pueblo, por donde<br />

regresan los vivos, y las malas noticias. Al principio no hizo el mínimo gesto,<br />

aparte de la natural desconfianza al llegar un forastero, pero en cuanto lo vio<br />

caminar hacia su casa, hacia él, comprendió el motivo.<br />

Era un hombre eminentemente viejo, anciano y cuarteado en sus rasgos,<br />

pero con los brazos más fuertes y las espaldas más anchas que cualquier veinteañero<br />

de ciudad. Su mirada era opaca, casi ciega, imbuida de la profunda<br />

conciencia de quien sabe más que un catedrático. Su voz era oscura, aguardentosa,<br />

una mezcla de victorias y derrotas, una vida feliz porque nunca tuvo que<br />

sufrir una guerra. Hasta hoy.<br />

–Buenas tardes –dijo el extraño.<br />

–Buenas tardes –respondió el anciano.<br />

Y en estas frases ya se habían dicho todo. Se habían dado el pésame, y compartido<br />

el dolor.<br />

–¿Es ésta la casa de José Bondar?<br />

–Sí, aquí es. ¿Qué quiere?<br />

–Nada bueno. Tengo que decirle que ha muerto. Yo lo vi caer junto a la<br />

Luna Proteo, en la carga de los Hombres–Tritón de Neptuno. Fuimos compañeros<br />

de brigada.<br />

Y el viejo siguió impertérrito mirando al camino. Ya le había dado tiempo<br />

a ser consciente y digerirlo. Ya sabía.<br />

–Y… ¿Cómo fue?<br />

–Nos salvó a todos. Llevó al grupo hasta un lugar seguro, lejos del bombardeo<br />

de esas bestias, pero él no pudo contarlo. No estaba obligado, pero había-


mos perdido a los oficiales, y nos estaban matando como a conejos. De no ser<br />

por él, yo no estaría hoy aquí.<br />

–Siempre… fue un buen chico.<br />

–Aún le dio tiempo a decir algo. Le escuché unas palabras, y eran para ustedes.<br />

Dijo: «Ve a ver a mi familia, y diles que les quiero». Por eso estoy en el<br />

pueblo. Para contarles.<br />

–Siempre… Siempre fue un buen chico.<br />

Se giró, con rumbo hacia el camino por el que había llegado, pero la voz<br />

del viejo aún tenía una última cuestión para él.<br />

–Oiga… Gracias por venir. No lo olvidaremos. Quédese a cenar con nosotros.<br />

¿Cómo se llama?<br />

–No… No puedo. Tengo que marcharme. Pero gracias igualmente. Sólo<br />

vine a decirles eso, que Josito fue un buen hombre, y que le debemos mucho.<br />

Y abandonó para siempre aquel pueblo castellano, y la paz, y la inocencia,<br />

que esta noche dormirían un poco más congraciadas.<br />

Y a él sólo le quedaron los recuerdos, que ni siquiera eran por entero suyos.<br />

Que cómo se llamaba, dijo el hombre. Cómo se llamaba…<br />

José Bondar. Ahora se llamaba José Bondar. Y Arturo Leis. Y Juan Martínez<br />

Palomo. Y treinta y cinco hombres buenos más que murieron ante sus ojos.<br />

Porque la fortuna había hecho que Josito no muriese como un héroe, y<br />

que él tuviera que olvidarse de cómo se llamaba. Josito había muerto como<br />

mueren los hombres en las guerras: por casualidad. Las fasers no saben de<br />

pueblos ni de padres que esperan a sus hijos en caminos, y los fusiles disparan<br />

donde buenamente ven algo moverse. A Josito le atravesaron el pecho de parte<br />

a parte, y el aire se escapó de sus pulmones como el agua se escabulle de un<br />

cedazo. Tardó una eternidad en ahogarse por completo, la eternidad más agónica<br />

y horrible del mundo. No hay peor forma de morir que ser consciente<br />

de que no tienes aire, y que no vas a tenerlo nunca más.<br />

Y en toda esa eternidad, Josito no pudo decir ni una sola palabra.<br />

Ni fue un héroe, ni le dio a nadie ningún mensaje cariñoso para su familia.<br />

Sólo fue otro pobre idiota que pensó que estaba haciendo lo correcto, y que a<br />

nadie le importaba que muriera. Excepto a él.<br />

Siguió caminando, entre el barro de la cuneta y los recuerdos del próximo<br />

pueblo. Otro padre, otro héroe ficticio. Y sintió en su corazón que él sí que estaba<br />

haciendo lo correcto. Lo único que le quedaba a esta gente sin hijos era la satisfacción<br />

de que al menos habían muerto por algo, que podían recordarlos con<br />

el orgullo de padres. Habían criado buenos hijos, buenos hombres de provecho,<br />

y no era justo que la única razón de perderlos fuera un disparo caprichoso.<br />

A veces una mentira puede edulcorar la monstruosidad de una guerra, y el<br />

sinsentido. La mente humana busca una explicación a todo lo que ocurre. Lo<br />

más difícil de aceptar es la mala suerte.<br />

21


¿Y a él? ¿Qué le quedaba a él ahora?<br />

Le quedaba Arturo Leis. Era el siguiente.<br />

Se miró las manos. Manos rojas de la sangre de sus amigos. Manos de ocaso.<br />

Por todos los años que viviera tendría siempre el recuerdo de la sangre en sus<br />

manos… pero ni una sola herida en el cuerpo.<br />

Porque la fortuna había querido que, a diferencia de los otros treinta y<br />

ocho hombres del pelotón, él saliera vivo de la guerra. Y no hay dolor más<br />

terrible, ni culpa más insoportable, que la del superviviente.<br />

Miró al ocaso, y vio el cielo teñirse de un negro moteado de luz. El cielo<br />

era como el rostro de Arturo Leis cuando murió. Negro como los pecados,<br />

con cien ojos abiertos mirando el destino. Ojos rojos. Ojos de muerte.<br />

Nada podrá evitar que la Tierra gire,<br />

que el sol brille o las mareas obedezcan a la luna,<br />

o los pueblos castellanos sigan dando jóvenes<br />

para que mueran en las guerras,<br />

por muchos siglos que pasen.<br />

22


Cuando<br />

EL DIABLO<br />

Texto: Alejandro Morales Mariaca<br />

llegó a<br />

Georgia<br />

Para Robert Johnson, quien vendió su alma al diablo en el cruce de la autopista 61 con la<br />

49 en Clarksdale, Missisipi, en el año 1935<br />

Robert tenía 6 años cuando recibió de su padre una vieja y<br />

destartalada guitarra como regalo de navidad. En aquella<br />

ocasión, el pequeño miró con curiosidad el peculiar objeto,<br />

curiosidad que pronto se convirtió en aburrimiento<br />

y poco más tarde en desilusión, al no ser la guitarra el<br />

tren de madera que había pedido como regalo. Poco le<br />

importó a Robert que su padre, un humilde jornalero<br />

negro, se partiera la espalda durante varios meses para conseguir el suficiente<br />

dinero y comprar la guitarra en la tienda de empeño del viejo Arthur.<br />

Se decía por aquel entonces en los barrios negros de Georgia, que el padre<br />

de Robert, cuyo nombre era Johnny, había sido un magnifico violinista, un<br />

23


24<br />

prodigio tan increíble que podía llevar su música a niveles que nunca nadie<br />

había logrado antes. Tan mágico y maravilloso era su violín, que no faltaron<br />

quienes aseguraran, ya fuera en la barra de las cantinas locales o en las bancas<br />

de la iglesia, que su talento no podía ser sino obra del demonio.<br />

Pronto la leyenda creció y se volvió mito, nadie en toda Georgia ponía en<br />

duda que Johnny había pactado con el diablo para tener su talento. Sobre qué<br />

había recibido a cambio el Señor de las Tinieblas, era algo que nadie podía<br />

saber a ciencia cierta, aunque tenían sus teorías, la más popular sostenía que<br />

Johnny había dado su alma a cambio de tocar como nadie. Y con ello todos<br />

quedaron conformes, al menos durante algunos años.<br />

Sucedió que antes de cumplir los veintiún años, Johnny se vio envuelto en<br />

un accidente, en el cual se fracturó la mano izquierda, quedando así impedido<br />

de por vida para tocar de nuevo. De esta manera todas sus aspiraciones musicales<br />

se vieron frustradas mucho antes de que le dieran fama y fortuna.<br />

La gente fue olvidando, y ya eran pocos los que recordaban el mágico<br />

violín de Johnny. Quien para entonces ya había contraído nupcias con una<br />

joven muchacha de Luisiana, y trabajaba como campesino en las plantaciones<br />

de trigo y algodón. Quienes todavía recordaban, decían que el diablo le había<br />

hecho una sucia jugada a Johnny, y que éste debía sentirse agradecido por perder<br />

su don y haber recuperado (quizá) con ello su alma.<br />

El pequeño Robert creció ajeno a la leyenda de su padre, gracias a la cuidadosa<br />

vigilancia de su madre, quien no pudo evitar cierta tribulación cuando<br />

Johnny le obsequió a su hijo la guitarra, violando con ello la restricción que la<br />

música había tenido en su hogar hasta entonces.<br />

—Es tan sólo madera, mujer —espetó Johnny a su esposa en un intento<br />

de tranquilizarla.<br />

Aun así, la madre de Robert no se sentía del todo conforme con la presencia<br />

de un instrumento musical bajo su mismo techo.<br />

Cuando ella conoció a Johnny, éste ya había sufrido el accidente y nunca<br />

pudo escuchar su música, pero sí sabía de las habladurías que se decían sobre<br />

él. Y aunque no le quedaba duda que su esposo era un buen hombre, siendo<br />

devota cristiana temerosa de Dios, le preocupaba la relación entre la música y<br />

los hombres de su familia. Así que viendo el poco interés que Robert mostró<br />

hacia el instrumento, se deshizo de la guitarra a la mañana siguiente, mucho<br />

antes de que su esposo e hijo salieran de la cama.<br />

Justo en ese momento el pequeño Robert despertaba de una noche llena<br />

de extraños sueños, en los que un hombre de tamaño prodigioso, vestido de<br />

manera extravagante, sacaba insólitos y perturbadores sonidos de un más aún<br />

extraño instrumento. A pesar de lo bizarro de toda la escena, las notas poco<br />

a poco fueron tomando orden y coherencia, hasta casi formar melodías cuya<br />

lógica Robert se esforzaba por comprender.<br />

Aquella música, aunque música quizá no fuera la palabra más adecuada para<br />

denominarla, le transmitía cosas que ni las palabras ni las emociones habían


logrado hasta entonces. Poco a poco Robert consiguió entender algo de la lógica<br />

detrás de esos sonidos, y con ello, le vinieron visiones de Reyes, Andantes<br />

Huesos, Lobos Aullantes y extrañas guitarras cayendo de libélulas de acero.<br />

Todo ello fue simplemente demasiado para la mente del pequeño Robert,<br />

quien en un intento de comprensión resumió todo en un sólo elemento, no<br />

una palabra, no una emoción, ni siquiera un sonido. No. El pequeño Robert<br />

Johnson lo resumió todo en un color, el color azul.<br />

—Azul —dijo el pequeño con voz queda al instante de despertar, y el<br />

sabor de la palabra se expandió por todo su cuerpo. El silencio reinaba a su<br />

alrededor y de pronto se le antojó insoportable.<br />

A partir de entonces no quería volver a estar en silencio. No recordaba<br />

gran parte de lo soñado, sólo la idea del color que bailaba en su mente como<br />

una niebla purpura. Recordó entonces la guitarra que su padre le diera la noche<br />

anterior y corrió a buscarla.<br />

No logró encontrarla en el lugar donde la había dejado, buscó por todos<br />

lados, hasta por fin, encontrarla arrumbada al lado de la desvencijada puerta de<br />

su casa, como si se tratase de basura. Expectante y algo temeroso la tomó con<br />

ambas manos, con un casi religioso respeto se animó a rasgar las desafinadas<br />

cuerdas, soltando una cacofónica brisa de notas que le pareció el sonido más<br />

maravilloso del mundo.<br />

Como el afortunado dueño de un tesoro maravilloso, Robert regresó a su<br />

casa, presionando la guitarra contra su pecho y se sentó en la vieja mesa de<br />

pino a esperar el desayuno. Su padre ya se encontraba allí, sobando los cayos<br />

de sus otrora mágicas manos, ritual que practicaba cada mañana antes de ir a<br />

trabajar a la plantación. Atareado en ello fingió ignorar el objeto que su hijo<br />

sostenía con creciente fascinación. En ese instante, la señora Johnson irrumpió<br />

con el exiguo desayuno, quedando petrificada ante la vista de la guitarra en<br />

manos de su hijo.<br />

—¡¿Qué hace eso debajo de nuestro techo?! —atinó a balbucear ella. Robert<br />

sólo levantó los hombros y se limitó a intercambiar una sonrisa de complicidad<br />

con su padre.<br />

A partir de entonces a donde quiera que Robert fuera lo acompañaba<br />

su guitarra y dedicaba cada momento libre para practicar. Su madre veía con<br />

creciente preocupación el desmesurado interés que su hijo mostraba hacia el<br />

instrumento y se estremecía ante los extraños sonidos que sacaba de él. Otro<br />

asunto sería si el pequeño tocara salmos y alabanzas como buen cristiano y no<br />

esa retahíla de notas sin sentido.<br />

Igualmente le preocupaba el poco interés que el niño mostraba últimamente<br />

en sus estudios y casi sufre un infarto cuando este decidió abandonar de<br />

lleno la escuela para dedicarse totalmente a la música. Ante todo esto, Johnny<br />

no levantó la menor protesta, limitándose a intentar calmar los nervios de su<br />

pobre esposa. Aunque eso sí, le exigió a su hijo que buscara algún trabajo para<br />

25


ganar su sustento. Robert aceptó encantado la condición, siempre y cuando<br />

pudiera dedicarse a su instrumento.<br />

Los años transcurrieron en relativa calma, exceptuando uno que otro sobresalto<br />

de la señora Johnson al escuchar las composiciones de su hijo. Robert,<br />

que ya contaba para entonces con 16 años, había desempeñado una gran variedad<br />

de oficios, sin lograr destacar en ninguno. Por otra parte, sus habilidades<br />

con la guitarra ya eran considerables, gracias a las arduas horas de práctica, las<br />

cuales terminaron por acabar de manera irreversible con su viejo instrumento.<br />

No sin derramar algunas lágrimas renunció a los despojos y se dirigió a<br />

la tienda de empeño del aun viejo Arthur, a gastar todos sus ahorros en una<br />

seminueva guitarra Gibson con cuerdas de nylon.<br />

El invierno siguiente fue particularmente duro para la región, aunado a<br />

eso, la crisis económica que azotaba a la nación tras la gran guerra, volvió la situación<br />

francamente desesperada. Por si todo ello fuera poco, el viejo corazón<br />

de Johnny Johnson se cansó de seguir latiendo. Su cuerpo fue encontrado en<br />

la plantación a la cual le había dedicado tantos años.<br />

Tanto el funeral como el entierro fueron rápidos y sencillos, no así el dolor<br />

y la pena que dejó la partida del ser amado. Robert fue quien más resintió la<br />

perdida, ya que en los últimos años él y su padre habían entablado un fuerte<br />

lazo gracias a la música.<br />

De esta manera, Robert tuvo que hacerse de un trabajo más estable para<br />

mantenerse así mismo y a su madre, obligándolo a disminuir drásticamente el<br />

tiempo que dedicaba a su instrumento. Por aquellos días los trabajos escaseaban,<br />

y los precios, aun los de los artículos de primera necesidad, eran demasiado<br />

elevados, volviéndola una época sumamente complicada para todos los<br />

habitantes de Georgia. Cientos fueron despedidos, las fábricas tuvieron que<br />

cerrar sus puertas, familias enteras se vieron obligadas a abandonar sus hogares<br />

para huir del hambre y la pobreza. Robert logró conseguir trabajo como lavaplatos<br />

en la cantina del señor Burns, uno de los pocos negocios que resistía<br />

los embates de la crisis económica. El trabajo era simple, la paga aunque mala,<br />

suficiente para asegurar la supervivencia de ambos.<br />

Eran días tristes, días de desesperación, y justo en ese periodo Robert logró<br />

desarrollar al máximo su talento con la guitarra, consolidándose como un<br />

autentico, aunque desconocido, prodigio. Cada fin de semana el señor Burns<br />

le permitía a Robert tocar para sus clientes y aunque en un principio eran<br />

reluctantes, pronto lograron apreciar sus composiciones, algunos incluso eran<br />

generosos con él y le daban algún dinero o le invitaban un trago.<br />

En aquel entonces el Diablo se paseaba alegremente por Georgia y sus alrededores<br />

buscando, como siempre, almas que corromper, lo que en una época tan<br />

amarga y aciaga no sería complicado de realizar.<br />

26


Quiso el destino que en una de esas caminatas el demonio escuchara una<br />

peculiar melodía que llamó poderosamente su atención. Dejándose guiar por<br />

esas notas, descubrió a lo poco a un joven de color en la vera de un camino,<br />

tocando prodigiosamente la guitarra y supo que era una oportunidad que no<br />

podía dejar pasar.<br />

—Hola muchacho, tengo algo que decirte —comenzó el Diablo saltando<br />

frente al sorprendido joven desde el tocón de un nogal— Supongo que no<br />

lo sabes, pero soy un gran músico también, y si te interesa tengo una pequeña<br />

apuesta para ti.<br />

Tras decir eso, el demonio realizó un ágil ademan y en sus manos se materializó<br />

una guitarra de oro solido, que mostró sugerentemente al joven negro.<br />

—Me agrada como tocas —continuó el Diablo—, pero te apuesto esta<br />

guitarra de oro contra tu alma a que soy mejor que tú.<br />

—Mi nombre es Robert —replicó el muchacho con voz firme—. Y nunca<br />

he cometido pecado alguno, pero acepto tu apuesta, porque soy el mejor de<br />

los mejores.<br />

Satisfecho con la respuesta, el diablo comenzó a tocar el dorado instrumento,<br />

moviendo con infernal maestría los dedos a través del mástil. Su melodía<br />

era tan dulce que casi resultaba insoportable, pero poco tiempo duró en<br />

aquella tonalidad. Poco a poco las notas se volvieron más y más complejas,<br />

hasta alcanzar un crescendo de obscura maravilla. Se trataba de una especie de<br />

prodigioso arpegio, con variaciones verdaderamente embriagadoras. Ninguna<br />

de las armonías que el demonio arrancaba de la dorada guitarra, coincidían<br />

con música que oído humano hubiese escuchado jamás, melodías que sin duda<br />

alguna debían de ser de su creación.<br />

Robert no pudo evitar verse afligido por extraños y vagos temores, nacidos<br />

de aquellos insólitos acordes, de aquellos sonidos que lo embargaban con<br />

un horror casi religioso. No es que los sonidos fuesen espantosos en sí mismos,<br />

pues realmente no lo eran, sino que no guardaban relación alguna con nada<br />

de este mundo.<br />

La música infernal alcanzó entonces un ritmo más frenético, mientras los<br />

dedos del demonio prendían fuego a las cuerdas. Súbitamente la melodía se<br />

dilató hasta volverse una caótica vorágine de sonido, un pandemonio de resonancias<br />

histéricas de autentico delirio. Y luego, el silencio.<br />

—Tocas bastante bien. —comenzó a decir Robert— Ahora toma asiento<br />

y déjame mostrarte como se hace.<br />

El joven músico tomó su instrumento, cerró los ojos y dejó que sus dedos<br />

hicieran lo suyo. Su interpretación comenzó con una serie de notas magistralmente<br />

ejecutadas, a la que siguió una melodía llena de tintes melancólicos,<br />

aunque no por ello, carente de intensidad.<br />

El Diablo sonrío con una mezcla de condescendencia y malicia. Robert,<br />

sabiendo que sólo tenía una oportunidad, permitió que los acordes continua-<br />

27


an su curso. Cuando llegó el momento, comenzó a alterar la estructura de<br />

la composición, emitiendo sonidos de tal calidad sinfónica, que nadie podría<br />

jamás imaginar provenientes de un único músico. La sonrisa del demonio se<br />

desvaneció cuando la melodía alcanzó cuotas de magnificencia y genialidad<br />

que ningún mortal había logrado arrancar de las cuerdas de una guitarra.<br />

Cuando Robert hizo vibrar las últimas notas, el Diablo bajó la cabeza y se<br />

supo derrotado. Abatido depositó la guitarra dorada a los pies del joven y le<br />

hizo una reverencia. Cuando se dio la vuelta para retirarse, escuchó del<br />

virtuoso guitarrita las siguientes palabras:<br />

—Puedes volver cuando lo desees e intentarlo de nuevo, pero tal<br />

como te dije, de los mejores, yo soy el mejor.<br />

Tragándose esta última humillación, el demonio se alejó de Robert,<br />

sabiendo que ya habría tiempo para la retribución, después de todo, él<br />

sólo era un mortal. Mientras tanto, Robert tomó sus pertenencias y se<br />

dirigió al bar, donde un marido celoso y una infame botella de whisky<br />

lo esperaban.


30


La<br />

ESCOPETA<br />

Texto<br />

e<br />

ilustración:<br />

Mateo<br />

«Ramblin Matt»<br />

Garcia /<br />

Angelo Donatti<br />

El cañón de la escopeta de caza tenía un sabor metálico y salado.<br />

El imponente arma era de cañones paralelos y al introducírsela<br />

milímetro a milímetro en la boca, como si de una felación a<br />

un negro y erecto miembro metálico se tratase, Fausto Reyes<br />

experimentó un pequeño pellizco de dolor en las comisuras de<br />

sus labios secos a causa del nerviosismo que invadía su cuerpo,<br />

justo en los puntos en los que los cañones habían arañado levemente la carne<br />

al penetrar en su boca. La boca de Fausto era pequeña, con finos labios apenas<br />

cubriendo los pocos dientes amarillentos y decaídos que le quedaban. De hecho<br />

todo en Fausto era pequeño, no medía más que un metro y sesenta y dos<br />

centímetros de altura y sus extremidades eran cortas, especialmente sus brazos,<br />

lo cual suponía un problema a la hora de intentar alcanzar el gatillo. Gatillo<br />

que accionaría el percutor que golpearía la cabeza del cartucho que explotaría<br />

en el mismo centro de su cerebro reventando su pequeña cabeza en miles de<br />

pequeñísimos fragmentos. Fausto se encontraba sentado en un colchón en el<br />

suelo con la espalda contra la pared de lo que un día fuera el salón comedor<br />

de su casa, cómodo y acogedor en el que antaño él y su familia solían compartir<br />

las comidas del día juntos, ahora sucio y vacío con tan solo un televisor<br />

en blanco y negro destartalado continuamente encendido y su cama, o sea, el<br />

colchón sobre el que se hallaba sentado, cubierto de manchas de orina, semen,<br />

sudor, vómitos y sangre. Paradójicamente el olor a grasa y pólvora que llenaba<br />

sus orificios nasales no le daba miedo sino que le hacía revivir momentos que<br />

en esos instantes le parecía pertenecían a una vida que no fuera la suya propia,<br />

como si de una vieja película se tratase. Recordaba los días pasados en su<br />

niñez junto a su abuelo Rogelio en el garaje de la casa en la que Fausto había<br />

nacido mientras éste se dedicaba a la tarea de limpiar la escopeta y preparar los<br />

cartuchos para luego utilizarlos, normalmente en la sierra de Javalambre, para<br />

disparar a los conejos, perdices e incluso en una ocasión a un jabalí, del cual<br />

Fausto si cerraba los ojos aún podía ver la cabeza disecada que durante muchos<br />

años estuvo colgada en la pared del comedor, junto al cuadro del cazador<br />

alimentando a su perro y encima del búho también disecado que vivía encima<br />

del televisor Telefunken en blanco y negro.<br />

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La escopeta tenía la empuñadura de madera de cerezo oscurecida por el<br />

paso de los años con los lados de las cachas talladas con la silueta de un ciervo,<br />

tenía dos gatillos que podían ser accionados uno a uno o los dos a la vez si uno<br />

quería asegurarse de no perder la presa o si esta era más grande de lo habitual.<br />

En la zona superior de los gatillos a ambos lados del arma se podía ver una<br />

delicada talla en el acero negro dibujando graciosamente los perfiles de una<br />

enredadera enroscándose cual filigrana alrededor de los cañones, cubriéndolos<br />

hasta la mirilla. Fausto recordaba claramente el proceso y si cerraba los ojos casi<br />

podía ver al viejo Rogelio, con la radio de onda corta eternamente sintonizada<br />

en Radio Pirenaica, mientras trabajaba en la escopeta cariñosa y concienzudamente.<br />

Primero liberaba los pasantes que aseguraban los cañones a la culata y<br />

limpiaba el interior de los mismos con una varilla metálica en la que el abuelo<br />

acoplaba jirones de trapo para así deslizarla dentro y fuera del cañón hasta que<br />

el trapo salía casi limpio del interior de los dos cañones, lo cual indicaba que<br />

las paredes internas estaban limpias y secas. Después aplicaba aceite y grasa a las<br />

partes metálicas del arma hasta que esta adquiría un brillo apagado casi mate,<br />

para finalmente aplicar cera a la culata hasta dejarla suave y reluciente. Una vez<br />

el arma estaba lista y limpia Rogelio la metía en su funda y la colgaba en la<br />

pared del garaje, junto al morral y la canana y se dedicaba a la laboriosa tarea<br />

de rellenar los cartuchos usados que aún seguían utilizables con perdigones<br />

de diversos tamaños conforme al tipo de caza que pensara matar ese día, para<br />

luego distribuirlos por zonas en la canana de acuerdo a los diferentes calibres.<br />

El primer día que Fausto disparó la escopeta lo recordaba bien, debido al<br />

enorme golpe en el hombro recibido con la culata a causa del fuerte retroceso<br />

del arma, que le propulsó dos metros hacia atrás haciéndole caer de culo en<br />

el suelo con la escopeta firmemente asegurada entre las manos, tal y como el<br />

abuelo le había enseñado. Fausto siempre esperaba con ansia los días de caza,<br />

anhelando que en ese día el abuelo decidiera llevarle con él y para esas ocasiones<br />

tenía un pequeño casco que a pesar de ello le venía muy grande a Fausto<br />

y tenían que encajarle unos trapos en su interior para evitar que le bailara<br />

en la cabeza, también unas gafas de aviador que Rogelio le había comprado<br />

en el mercado del pueblo. En esos días de caza, cuando Fausto aún no había<br />

cumplido los ocho años de edad, el abuelo le despertaba temprano a eso de las<br />

cinco de la mañana si no se encontraba ya en el garaje él mismo esperándole<br />

y después de un desayuno de café con leche con migas de pan del día anterior,<br />

haber preparado unos bocadillos de mortadela o de salchichón y haber<br />

metido en el morral un trozo de queso manchego, unas cuantas naranjas y<br />

nísperos de los que el abuelo cultivaba en su huerto junto a la navaja de cachas<br />

de madera, Rogelio sacaba la Vespa azul claro de 150cc. de debajo de la lona<br />

en la que la guardaba y una vez en la calle, tras haberla arrancado y puesto el<br />

caballete, se dedicaba con una mezcla de brusquedad y cariño a asegurar el<br />

pequeño cuerpo de Fausto en el asiento. Para dicho menester había fabricado


una especie de cinturón de seguridad sirviéndose de dos correas viejas que<br />

apretaba alrededor de la cintura del niño para luego asegurarlas en el pequeño<br />

maletero que la Vespa tenía detrás del asiento de dos plazas. Por último sacaba<br />

dos tacos de madera que situaba en la parte trasera de las faldas del scooter para<br />

que Fausto apoyase los pies y no perdiera el equilibrio y una vez los dos preparados<br />

se dirigían hacia la sierra. Normalmente iban a las montañas cercanas<br />

que pertenecían a la sierra de Javalambre aunque Fausto sabía que el abuelo<br />

había ido a sitios que a él le parecían tan remotos como cualquier planeta de<br />

la Vía Láctea, como Guadalajara o Cuenca. En la sierra la caza era abundante<br />

y una vez llegados al punto que Rogelio considerara adecuado, éste aparcaba<br />

la moto a la sombra de un árbol y tras cruzarse la escopeta y las cananas en su<br />

espalda y pecho le daba a Fausto el morral con la comida y la bota de vino<br />

para que lo transportase hasta el lugar en el que se apostarían a esperar a que<br />

los conejos, liebres o perdices se pusieran a tiro para unos segundos después,<br />

tras un certero tiro, acabar colgados de los ganchos que Rogelio tenía en las<br />

cananas para dicho cometer, una vez la presa recogida junto al cartucho usado<br />

por Fausto. A este le encantaba sentarse en el monte a ayudar al abuelo con<br />

la caza mientras comían pan y queso que el abuelo cortaba a rodajas con la<br />

navaja y a la hora de regresar a casa se sentía como uno de los exploradores de<br />

los libros de aventuras que tanto le gustaba leer. No recordaba momentos más<br />

felices en toda su vida.<br />

Por mucho que lo intentaba y a pesar de hundir los cañones en su garganta<br />

hasta que le entraban ganas de vomitar, Fausto con sus cortos brazos no conseguía<br />

abarcar la distancia necesaria para alcanzar el gatillo. Había considerado<br />

el suicidio en muchas ocasiones anteriormente pero nunca con la tenacidad y<br />

la certeza de éste, su último y sin duda definitivo intento. No había otra salida<br />

y cuando consideraba las alternativas que le quedaban ninguna de ellas le parecía<br />

tan razonable y clara, tan sencilla y prometedora como la de desaparecer<br />

para siempre del mundo de los vivos, al que por otra parte había ya dejado de<br />

pertenecer mucho tiempo atrás. Muchas veces mientras se preparaba un pico<br />

había contemplado la posibilidad de inyectarse una sobredosis, pero nunca se<br />

había atrevido a hacerlo y el hecho de que en muy pocas ocasiones se había<br />

visto en su poder con la cantidad de heroína necesaria para matarse tampoco<br />

había ayudado demasiado. Una vez, cuando Johnny el Inglés había traído una<br />

remesa de heroína blanca Tailandesa al pueblo, le habían tenido que llevar al<br />

Hospital víctima de una sobredosis y esa noche Fausto había aprendido que la<br />

heroína te mata dulcemente, casi no te das cuenta cuando poco a poco te vas<br />

quedando inconsciente, es como quedarte dormido con la diferencia de que<br />

no hay sueños, tan solo la nada. Una enorme nada. Negror. Vacío. Oscuridad<br />

absoluta. Y sobre todo paz. Paz de no tener que saber que unas pocas horas<br />

después estarás de nuevo de mono o de saber que la gente no se reirá más de ti.<br />

Paz de saber que no tendrás que girar la cara de vergüenza cada vez que pasas<br />

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por delante de un grupo de mujeres. Bendita y anhelada paz. Definitivamente<br />

su escuálida y miserable vida era un precio ínfimo a pagar a cambio de un<br />

descanso que duraría toda la eternidad. Fausto ya no creía en nada, ni paga ni<br />

castigo, ni cielo ni infierno.<br />

Fausto se sacó los cañones con sabor a grasa de la boca seca y rompió a<br />

llorar mientras se tiraba de espaldas en el colchón con el arma en la mano, tan<br />

solo le quedaba un cartucho pero sabía que no precisaba de más para completar<br />

la tarea que se había encomendado, quitarse la vida. Volarse los sesos. Se quitó<br />

toda la ropa que llevaba puesta y una vez desnudo se alegró al recordar que no<br />

había ningún espejo en el cual poder reflejar su patética anatomía. De hecho<br />

no había más que polvo y mugre en toda la casa, excepto por la televisión y<br />

el casi podrido colchón en el que se hallaba tumbado. En los últimos tres años<br />

desde que su mujer se había fugado con el cobrador del Ocaso llevándose a su<br />

hija con ella, Fausto había vendido o cambiado por heroína todo el contenido<br />

de la casa, todo mueble, aparato, prenda de ropa u objeto vendible que antaño<br />

la poblaban. Después le había vendido las puertas interiores a un gitano que<br />

estaba remodelando su casa, junto a los lavabos, la bañera y las tazas de los dos<br />

cuartos de baño. Y también las moquetas del salón y de las habitaciones para<br />

terminar destripando todos los cables eléctricos de la vivienda y arrancando el<br />

plomo y cobre de todas las cañerías que fue capaz de encontrar en la cocina<br />

y los aseos. Hacía ya muchos meses que le habían cortado la electricidad, gas<br />

y agua por falta de pago y las únicas luces eran las que provenían de las casi<br />

consumidas velas y de la pantalla del televisor que se alimentaba gracias a una<br />

vieja batería de coche que de cuando en cuando el bueno de Belmonte, el<br />

portero del edificio, le recargaba.<br />

Fausto se incorporó en el colchón con la escopeta en su regazo mirando<br />

hacia la tele pero sin ver lo que ocurría en la pantalla, con una mirada vidriosa<br />

y perdida. El nunca había robado para costearse el hábito, nunca se había<br />

atrevido, y lo único que sabía hacer era mendigar o vaciarle los bolsillos a algún<br />

yonqui o borracho que hubiera perdido el conocimiento o que estuviera<br />

demasiado a gusto para darse cuenta de que las pequeñas y ágiles manos de<br />

Fausto le estaban vaciando los bolsillos. El día anterior le había costado muchísimo<br />

esfuerzo para reunir las ochocientas pesetas, que era lo mínimo por lo<br />

que podía proveerse de una papelina de caballo, había tenido que andar más de<br />

tres kilómetros en ambas direcciones para poder robar al descuido un cartón<br />

de Winston en el bar de la plaza del pueblo vecino, regentado por una señora<br />

muy mayor a la que era fácil distraer o enviarla a la cocina con el pretexto de<br />

encargarle un bocadillo de tortilla de patatas, que aunque deseaba con todos<br />

los sentidos sabía que nunca llegaría a comerse y aprovechar la oportunidad<br />

para arramblar con el tabaco y salir corriendo a tanta velocidad como las cortas<br />

zancadas de sus pequeñas piernas le permitían. Era lo más parecido a robar, lo<br />

mas arriesgado que había hecho en su vida. Una vida gris, vacía, fría y carente


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de emociones había vivido Fausto, en la cual los únicos sentimientos constantes<br />

que había experimentado eran el miedo y la vergüenza, aparte de los pocos<br />

recuerdos que le quedaban de su madre, la única persona que le había dado<br />

cariño real en este mundo. A pesar de haber comenzado a usar heroína muy<br />

joven Fausto había conseguido estudiar lo suficiente para aprender un oficio,<br />

el de electricista, que le había servido de sustento para las necesidades básicas<br />

de la vida y también para proporcionarse las dos o tres papelinas de mil pesetas<br />

que se había estado inyectando diariamente durante los últimos dieciocho<br />

años. Fausto tenía en esos momentos treinta y tres años y su vida había tomado<br />

cuesta abajo definitivamente desde que su mujer e hija le habían abandonado<br />

hacía tres años. Rocío, a la que había conocido casi veinticinco años atrás en el<br />

pequeño pueblo de Castellón en el cual pasaba las vacaciones de verano con<br />

su madre, que había comprado un pequeño piso de dos habitaciones con la<br />

pequeña herencia que había recibido de sus padres. Fausto nunca había conocido<br />

a su padre y lo único que sabía de él era que había sido marinero y que<br />

había abandonado a su madre poco después de que él naciera. Fausto y Rocío<br />

se habían casado jóvenes y pronto había nacido su hija Rosario, a la que Fausto,<br />

a su manera, siempre había querido muchísimo pero a la que nunca había<br />

atendido debidamente como padre. Años de matrimonio rutinario, en los que<br />

el mayor logro habían sido un par de vacaciones en Benidorm, habían contribuido<br />

a que Fausto se convirtiera en un personaje celoso y retorcido, que<br />

no le permitía a su esposa salir de casa sola y ni tan siquiera tener sus propias<br />

amistades. Tenía miedo de que Rocío mirara a su alrededor y viera las cosas<br />

que la vida podía ofrecerle y también a los muchos hombres, atractivos, altos y<br />

mucho mejor formados que él y que esto le sirviera como excusa para un día<br />

abandonarle. La Biblia, que Fausto leía constantemente desde hacía unas semanas,<br />

nos dice en el libro de los Proverbios que «aquello que el hombre teme,<br />

así mismo le acontecerá» y esto era exactamente lo que le había ocurrido a<br />

Fausto, una tarde al regresar a casa después de haber salido de trabajar y haberse<br />

pasado a pillar dos talegos de heroína, uno para esa tarde y otro para nada mas<br />

levantarse por la mañana tal y como era su costumbre, había encontrado la casa<br />

vacía. Sin notas, sin excusas, sin discusiones ni escenas y sin ningún tipo de<br />

aviso previo, Rocío había partido junto a Rosario en busca de un futuro que,<br />

aunque no parecía muy prometedor, siempre sería más agradable y colorido<br />

que la existencia que había vivido junto a Fausto todos esos años. La poca estabilidad<br />

que había tenido en su vida había desaparecido de su existencia para<br />

siempre en un abrir y cerrar de ojos.<br />

Fausto se levantaba cada mañana a las cinco y media de Lunes a Viernes,<br />

desayunaba una taza de café negro con una tostada untada con mantequilla<br />

y espolvoreada con azúcar, de la misma manera que se las preparaba la abuela<br />

cuando era un crío, y utilizando la misma cucharilla se preparaba el primero<br />

de sus dos o tres chutes diarios. El ritual era siempre el mismo, doblaba la cu-


charilla unos milímetros para que esta ofreciera un receptáculo más o menos<br />

estable para depositar en el la pequeña cantidad de polvo marrón que mezclaba<br />

con dos o tres gotas de limón ayudándose para ello con el tapón de caucho<br />

negro que las jeringuillas tienen en uno de los extremos del émbolo. Tras ello<br />

medía la cantidad necesaria de agua para rellenar veinte rayas y absorbía la<br />

mezcla dentro de la chutona a través de la pequeña bola de algodón que había<br />

hecho con el filtro del Ducados, que se encendería una vez que el segundo<br />

bombeo en su vena desgastada empezara a transmitir el familiar y bien recibido<br />

picor que le recorría desde el antebrazo hasta el centro del pecho cuando<br />

la heroína comenzaba a cumplir su función. Sentado desnudo en el colchón y<br />

acariciando la escopeta como si de un animal de compañía se tratase, Fausto<br />

intentaba recordar el día que decidió dejar de trabajar y comenzó a vender<br />

los contenidos de la casa, sirviéndose como excusa para acallar a su todavía en<br />

esos días activa conciencia, de que le traían recuerdos de una vida pasada. Poco<br />

a poco, tímidamente al principio, los muebles comenzaron a mostrar siluetas<br />

donde el polvo no había llegado, rectangulares en el lugar que solía ocupar su<br />

equipo de alta fidelidad y su flamante reproductor de películas en Betamax y<br />

circulares en el punto ocupado antaño por los jarrones de Lladró que le había<br />

regalado un año a Rocío para celebrar su aniversario, a todos los gitanos les<br />

encantaban las figurillas de Lladró y había conseguido tres papelinas por ellas.<br />

Sus dedos acariciaban los gatillos mientras recordaba el día que el Santos y la<br />

Charo habían ido a su casa con la furgoneta a recoger la habitación de su hija<br />

mientras él se preparaba un chute con la escasa cantidad de heroína que le<br />

habían traído a cambio. Con el tiempo había dejado de lavarse y cortarse el<br />

cabello, de lavar la ropa y de afeitarse, de la misma manera que había dejado<br />

de limpiar la casa, Fausto no cocinaba y las pocas ocasiones en las que comía<br />

algo eran las tardes que se encontraba lo suficientemente audaz o hambriento<br />

para robar unas latas de fabada del flamante hipermercado que habían abierto<br />

al lado de su casa, o para comprarlas con las pocas monedas que hubiera conseguido<br />

escaquear ese día. Hacía tiempo que había dejado hasta de masturbarse,<br />

cosa que hacía a menudo durante los primeros meses después de que Rocío<br />

le dejara y mirándose sus fláccidos genitales se maldecía a sí mismo y sintió un<br />

odio virulento al no poder recordar cuando había tenido su última erección.<br />

Tirados al lado de la cama habían unos viejos ejemplares de Las Cartas Privadas<br />

de Pen con varias hojas pegadas como recuerdo de un tiempo en el que los<br />

pequeños testículos de Fausto aún eran capaces de generar la testosterona necesaria<br />

para producir espermatozoides, aunque ahora tan solo las utilizaba para<br />

limpiarse el culo en las pocas ocasiones en las que conseguía cagar a gusto, ya<br />

que sus entrañas se hallaban eternamente constipadas a causa del estreñimiento<br />

que el opio y sus derivados producen. Fausto nunca había estado seguro de<br />

nada pero en esos instantes estaba bien seguro de un hecho, antes de que terminara<br />

el día se encontraría muerto. Pensaba y trataba de imaginar cómo su<br />

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pequeña cabeza explotaría como una calabaza y de cómo alguien tendría que<br />

desempeñar la repugnante tarea de limpiar los trozos de cerebro y cráneo de<br />

las paredes de su casa.<br />

Tenía que morir. La serie de acciones que había cometido en ese día habían<br />

determinado y decidido el fatal desenlace que ahora se iba acercando presto,<br />

Fausto intentaba poner en orden los eventos del día en su cabeza y recordaba<br />

como esa mañana había conseguido comprar una papelina de tres mil pesetas,<br />

después de haberle vendido a los gitanos una caja de herramientas y un taladro<br />

que había robado de una obra cercana. Una vez la heroína segura en su bolsillo,<br />

como hacía habitualmente, se había encaminado con pasos rápidos en<br />

dirección a los huertos que se encuentran detrás de la fincas<br />

del barrio de los gitanos, dispuesto a prepararse un chute.<br />

Se encontraba de mono, sin haberse inyectado desde<br />

la tarde anterior y mientras sacaba del bolsillo de la<br />

chaqueta la mil veces usada jeringuilla y la botella<br />

de agua sus tripas comenzaron a retorcerse, provocando<br />

que Fausto se tirara un pedo tras otro<br />

y no se diera cuenta hasta que entraron en su<br />

campo visual de que el Navajas y el Caracortá<br />

se habían aproximado al lugar en el que se<br />

encontraba. Fausto conocía muy bien cuáles<br />

eran sus intenciones, sabía que estaba jodido<br />

y segundos después, una vez le habían<br />

despojado de su anhelada papelina, sintió<br />

como la diarrea caliente se deslizaba<br />

por la pernera de su pantalón.<br />

Pudo ver como se preparaban dos<br />

chutes en su presencia, mientras<br />

se reían de el y le insultaban<br />

con sorna. Cuando Fausto se<br />

les aproximó para suplicarles<br />

que le dejaran unas rayas, lo<br />

justo y necesario para quitarse<br />

el mono, lo único<br />

que recibió por respuesta<br />

fue un duro y seco<br />

golpe en el plexo solar<br />

que lo tiró de espaldas<br />

en el barro húmedo del<br />

huerto de naranjos. La<br />

sensación de abstinencia<br />

y desesperación se habían


multiplicado y se encontraba muy enfermo, con cada una de las células de<br />

su organismo reclamando su dosis de droga. Una vez se hubo repuesto un<br />

poco del golpe se encaminó por el sendero hacia la casa de sus abuelos, donde<br />

además de lavarse y cambiarse de ropa también pensaba intentar robar algo<br />

de dinero o algún objeto de valor con el cual poder procurarse una papelina.<br />

Su abuelo había muerto hacía pocos meses, al caerse de la terraza de su casa<br />

a la acera, justo en la puerta de la vivienda una mañana temprano<br />

y su abuela nunca se había repuesto completamente del<br />

duro golpe emocional que recibió al haber oído el<br />

impacto del cuerpo al golpear el duro pavimento<br />

y haber salido a la calle, para<br />

encontrarse con el cuerpo del<br />

hombre con el cual había<br />

compartido más de sesenta<br />

años de su vida, reventado<br />

como un renacuajo cuando<br />

lo tiras al agua, ante sus ojos. Fausto<br />

había entrado en la vivienda abriendo<br />

el pestillo de la puerta ayudándose<br />

de un pequeño gancho, aprovechando<br />

que la pequeña ventanita de la puerta nunca<br />

estaba cerrada y encontró la casa vacía. En la<br />

mesa de tapa de mármol blanco aún se podían ver<br />

los restos del desayuno bajo la eterna vigilancia del<br />

búho disecado, aunque la cabeza de jabalí ya hacía<br />

mucho tiempo que había desaparecido. Las tazas aún<br />

se encontraban templadas al tacto, con certeza su tía<br />

y su abuela se habían ido a comprar al mercado del<br />

pueblo que ponían los jueves. Fausto buscó y rebuscó<br />

por todos los cajones de la casa pero no había podido<br />

reunir más que trescientas pesetas y algo de cambio, hacía<br />

ya mucho tiempo que había robado todo el oro y su<br />

familia había escondido lo poco restante en lugar seguro<br />

y cuando visitaba la casa, aunque nunca era mal recibido,<br />

Fausto se encontraba en todo momento bajo vigilancia férrea.<br />

El síndrome de abstinencia era cada vez más intenso y el<br />

obsceno y apestoso sudor comenzaba a perlar su frente cuando<br />

Fausto se había sentado en el sofá y encendido un Ducados,<br />

tratando de imaginar la forma de conseguir el dinero restante<br />

que acabaría con su tortura, cuando de repente sus ojos se posaron en<br />

ella. Negra y reluciente, colgada en la pared opuesta se encontraba la escopeta<br />

del abuelo, encima de la vieja radio de los años cuarenta que había estado<br />

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en el mismo lugar desde que Fausto tenía uso de memoria, colgada a media<br />

altura de su correa de cuero. Al verla sintió un intenso retortijón en su estómago,<br />

contemplándola con ojos anhelantes a la vez que las palmas de sus manos<br />

comenzaban a sudar profusamente. Fausto se levantó, se aproximó al arma y la<br />

descolgó de la pared con un temor reverencial, mientras sentía en sus manos<br />

temblorosas el anciano y majestuoso tacto del arma fría en sus manos, el olor a<br />

grasa fresca y aceite inundando sus fosas nasales al abrirla para comprobar que<br />

tenía dos cartuchos alojados en la recámara y estaba engrasada y reluciente, debido<br />

a las revisiones periódicas que le hacía su tío. Lo siguiente que recordaba<br />

era abandonar la casa con el arma en su funda, sudando copiosamente y con<br />

los pensamientos a la velocidad de la luz rebotando en las paredes internas de<br />

su cráneo, se encontraba enfermo, de mono, y necesitaba heroína como fuera.<br />

Y en lo más profundo de su ser Fausto sabía que el arma de alguna forma le<br />

ayudaría a conseguirla. De una forma u otra.<br />

Sentado desnudo en el colchón Fausto vio como las noticias locales comenzaban<br />

su emisión en el viejo aparato mientras él se encontraba intentando<br />

encontrar la forma de volarse los sesos, no había tenido éxito hasta el momento<br />

en encontrar la forma de accionar el gatillo, sus cortos brazos no podían<br />

abarcar la distancia necesaria para disparar mientras los cañones estaban introducidos<br />

en su boca y estaba comenzando a desesperarse, ya que sabía que no le<br />

quedaba mucho tiempo. De repente se acordó de Hemingway. El viejo Ernst<br />

había elegido el mismo modo para acabar con su vida y Fausto recordó haber<br />

leído como había accionado el gatillo, sirviéndose para ello del dedo pulgar de<br />

su pie derecho. Se introdujo excitado de nuevo los cañones en la boca y los<br />

aseguró firmemente con sus manos sentado de espaldas contra la pared, comprobando<br />

con una mezcla de alegría y pánico que podía deslizar cómodamente<br />

el pequeño pulgar de su pie en el compartimento que alojaba los gatillos y<br />

sintió un estremecimiento que recorrió su cuerpo desnudo y sudado de arriba<br />

abajo al comprobar que podía accionarlos con facilidad. Los dos «click» secos<br />

amplificados dentro de su boca enviaron un ramalazo de electricidad que recorrió<br />

su espina dorsal de arriba abajo al golpear en las recamaras vacías. Fausto<br />

sacó los cañones cubiertos de una película de saliva de su boca, tomó en su<br />

mano el cartucho rojo y dorado que se hallaba a su lado, encima del colchón<br />

y se dispuso a cargar el arma a la vez que podía escuchar a lo lejos el sonido<br />

cada vez más cercano de las sirenas de la Policía Nacional. Los hechos que<br />

habían acontecido tan solo hacía menos de media hora se agolpaban en sus<br />

pensamientos, como su patética persona había reunido el valor necesario para<br />

entrar a la oficina de Correos y Telégrafos, que se encontraba a dos manzanas<br />

de su casa, nunca llegaría a comprenderlo. Recordaba al viejo Juan detrás del<br />

mostrador y también cómo sus ojos pasaron de mostrar afecto al reconocerle<br />

a reflejar un pánico exacerbado al posarse sus ojos en el arma en las manos de<br />

Fausto, que aproximándose a él y apuntándole a la cabeza le gritaba, exigién-


dole con su voz chillona que le diera el dinero de los giros, que sabía que se<br />

guardaba en un cajón contiguo. De repente todo ocurrió muy deprisa, Fausto<br />

aún podía sentir el enorme eco y el estallido en sus oídos que el inesperado<br />

disparo de la escopeta había provocado al resonar como un trueno entre las<br />

paredes de la pequeña oficina. Parecía que aún podía sentir el olor y el calor<br />

de la sangre del viejo Juan que le había salpicado en la cara y ropa cuando el<br />

tiro, casi a bocajarro, del arma le había impactado de pleno reventándole el<br />

pecho, dejando un agujero del tamaño de un puño en la parte superior del<br />

estómago, por el cual Fausto podía ver los intestinos resbalando hacia fuera<br />

entre los dedos crispados del viejo, que los intentaba contener en su interior<br />

en los últimos segundos de su vida. Sus gafas redondas seguían en sus abiertos<br />

ojos cuando cayó al suelo a sus pies, mirándole fijamente con una expresión<br />

de sorpresa apuntando hacia sus ojos. Los mismos ojos que ahora, mientras las<br />

sirenas de la Policía resonaban cada vez más cercanas en los últimos minutos<br />

de su propia vida, le miraban fijamente desde el más allá donde él mismo con<br />

su disparo los había enviado, desde el mismo lugar en el que se iba a encontrar<br />

el mismo, muy poco tiempo después.<br />

Las luces que se reflejaban en la ventana de su casa, con flashes intermitentes<br />

rojos y azules, le sirvieron de señal de que la Policía Nacional había<br />

llegado a la puerta de su edificio y los gritos, portazos y actividad repentina le<br />

hicieron comprender que se encontraban desalojando el edificio. Fausto sabía<br />

que no podía ir a la cárcel, sabía que no lo podría soportar y que pasaría a ser<br />

la putita de algún presidiario curtido en el mismo instante en que apareciera<br />

por la puerta de la galería, sabía que viviría una existencia aún más miserable<br />

que la que llevaba ahora. Una miseria que estaba a punto de terminar y Fausto<br />

anhelaba la liberación que la muerte le iba a garantizar. La voz se escuchaba<br />

alta y clara debajo de su ventana amplificada por el megáfono pero Fausto<br />

nunca pudo entender lo que decía porque en esos momentos todo lo que podía<br />

escuchar era el ruido de los pasos de las pesadas botas que apresuradamente<br />

invadían el edificio resonando en el hueco de la escalera. Con el cartucho ya<br />

asegurado en la recámara, Fausto había montado el arma y se había introducido<br />

rápidamente los cañones en la boca por última vez, sujetando los negros<br />

cilindros entre sus manos que sudaban a mares, el mismo sudor que había<br />

provocado que accionara el gatillo por error liberando el cartucho asesino que<br />

había acabado con la vida del bueno de Juan. Fausto alojó el pulgar de su pie<br />

derecho en el arco del gatillo del arma en el mismo instante en que las voces se<br />

encontraban en la puerta de su casa gritándole que la abriera o la iban a tirar a<br />

patadas. Con el cañón apuntando certeramente al centro mismo de su cerebro<br />

alojado entre sus dientes, que ahora mordían el metal con fuerza, Fausto miró<br />

a la televisión y lo último que pudo ver fue la fotografía en blanco y negro<br />

de su carnet de identidad, ocupando la totalidad de la pantalla del aparato. En<br />

un último giro irónico del destino Fausto había conseguido que hablaran de<br />

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él con temor y respeto, que no le ignoraran, ahora todo el mundo sabía quién<br />

era y el último pensamiento que vino a su mente fue de nuevo de simpatía<br />

hacia la persona a la que le tocaría rascar los pedazos de cerebro y hueso de la<br />

pared de color salmón, que en una vida anterior Rocío había escogido para<br />

pintar el salón. Con sus propios ojos observándole, como alentándole a hacerlo<br />

desde la pantalla del televisor, el dedo del pie de Fausto accionó el gatillo del<br />

arma, liberando un disparo atronador al unísono con la patada que derribó la<br />

puerta, permitiendo la entrada al domicilio de dos policías armados. Pero estos<br />

tan solo pudieron contemplar con estupor como la pequeña cabeza de Fausto<br />

explotaba, expeliendo una miríada de proyectiles de carne humana, astillas de<br />

hueso, trozos de cerebro y sangre, esparciéndose sobre la pared y gran parte de<br />

la habitación. Lo último que Fausto había sentido había sido el olor a pólvora<br />

que había inundado sus fosas nasales en el instante en el que el cartucho había<br />

explotado reventando su cabeza. Fausto nunca pudo contemplar la visión de<br />

su cuerpo decapitado, desnudo aun sujetando la escopeta entre sus manos. Para<br />

él ahora todo era paz. Negror. Oscuridad absoluta. La nada. Una nada impenetrable<br />

que ahora le envolvía como un manto frío. La nada acogedora que iba<br />

a ser su hogar por el resto de la eternidad.


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«Desde el fuego eterno»<br />

Alguna parte del infierno, Enero de 1850<br />

i muy querida Eleanor;<br />

Imagino tu disgusto al enterarte de que verdaderamente<br />

yo era el culpable de todo lo que sucedía en la casa.<br />

Lo siento querida. Siempre quise contártelo pero él me lo<br />

impedía. «El amor es para los débiles» susurraba en mi<br />

oído durante las largas noches en las que te tuve en mis<br />

brazos. Primero fue la muerte del señor Rochester. Tan<br />

fácil. Sabía que era hombre débil y se dejaba llevar por la<br />

palabrería mundana. Le entretuve con diferentes historias sobre mis antepasados. Historias<br />

de guerra y muerte. Ni se inmutó cuando en un momento de descuido introduje<br />

un pequeño polvillo blanco en el interior de su coñac. Sus facciones cambiaron cuando<br />

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DES<br />

DE<br />

EL<br />

IN<br />

FI<br />

ER<br />

NO<br />

Texto: Adriana Moll<br />

terminó de tragar el primer sorbo, se puso lívido. Apretaba su garganta con dedos torpes<br />

intentando abrirse camino para aspirar una mísera gota de aire. Pero no pudo. En menos<br />

de un minuto abrazó la muerte y pude oír una risa de puro regocijo del amo. ¿Sabes?<br />

Él habitaba en el sótano, lo descubrí el primer día que nos trasladamos a «Morvette<br />

Manor». ¿No te acuerdas que bajé al sótano para dejar unas cajas? Estúpido de mí,<br />

bajé los primeros escalones con la ilusión que allí abajo podría montar mi estudio de<br />

pintura. Pero no. Cuando me encontré en superficie plana una opresión en el pecho me<br />

hizo detener. Noté como un frio indescriptible recorría mi cuerpo y al respirar mi aliento<br />

se dibujaba en la penumbra. Tuve que apoyarme en la pared preso de un extraño temor.<br />

Cuando creí que había recobrado la compostura, vislumbré un par de ojos rojos observándome.<br />

Eran atrayentes, mágicos. No podía apartar mi mirada de ellos.<br />

—Roger...— la voz salió de la nada. Sonaba como un lamento de puro dolor, pero<br />

entendí mi nombre.<br />

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—¿Quién es....?— susurré a duras penas. La presión en el pecho se hacía cada<br />

vez más pesada. El aire no me llegaba, un temblor casi histérico hizo acto de presencia<br />

en mi cuerpo.<br />

Escuché una risa ahogada acompañada de unos pasos. Pasos que se aproximaban<br />

hasta donde me encontraba.<br />

—¿Seguro que no sabes quien soy? — los ojos rojos estaban más cerca y no se<br />

apartaban de los míos.<br />

Negué, cada vez más asustado. Otra risa.<br />

—Nací a la sombra de otro, a la semejanza de muchos y condenado a vivir en la<br />

ignorancia— absorbía cada palabra de aquella voz como si fuera el más exquisito manjar—<br />

Mi reino es poderoso, demasiado-- a medida que la voz iba desvelando parte de<br />

su historia podía ver como se dibujaba una silueta. Un vago trazo de un hombre alto—<br />

Y tú, Roger, me ayudarás a que ese reino siga creciendo.<br />

La voz se paró. Y en ese momento, Eleanor, lo supe; estaba condenado. Aquel que<br />

apenas unos segundos atrás acababa de hablar conmigo adornaba páginas de los libros<br />

más antiguos. Su presencia era visible en miles de frescos de los sitios más sagrados del<br />

mundo. Sí, Eleanor, sí. El señor del infierno moraba en nuestra pequeña casa y me había<br />

escogido a mí para llevar a cabo sus deseos.<br />

El señor Rochester fue el primero de muchos, Eleanor. Le siguieron varios miembros<br />

del servicio, incluso miembros de mi propia familia cuyos nombres no quiero recordar.<br />

Cuando me di cuenta de que aquellas muertes habían sido obra de mis manos quise<br />

poner fin a todo. La policía andaba dando palos de ciego y ya era hora de darles un<br />

culpable.<br />

Intenté hablar con el amo y decirle que ya no podría controlarme más, que no obedecería<br />

ninguna de sus órdenes. Qué equivocado estaba. Aún recuerdo su sonrisa gutural<br />

cuando le expliqué mis intenciones.<br />

—¡Jamás Roger!¡Jamás podrás escapar de mí!— Y cuando quise darme cuenta observé<br />

como mi cuerpo se precipitaba por uno de los ventanales del dormitorio principal.<br />

¿Cómo podía ser? Yo estaba en el sótano, no en la parte de arriba de la casa. Pero tenía<br />

respuesta para aquello, había sido cosa del amo.<br />

Mató mi cuerpo y se llevó mi alma consigo.<br />

¿Y adónde, Eleanor? Pues a su reino, un lugar donde el fuego no deja de crepitar<br />

ni nos deja descansar. Donde otros muchos como yo, se convirtieron en sus títeres y nos<br />

condenamos.<br />

Sé que jamás podrás leer estas líneas y que creerás que mi muerte fue otra de las<br />

muchas inexplicables que acompañan la historia de nuestra casa. Pero no, morí para<br />

salvarnos, salvarnos a todos.<br />

Siempre tuyo;<br />

Roger<br />

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Se encontraba a media hora de cerrar el establecimiento cuando entró<br />

un hombre alterado, gritando una sarta de incoherencias en un idioma<br />

difícil de entender. Su rostro era una expresión llena de angustia, algo<br />

muy visto aquí en La Atalaya de Romero. No creemos que los intervenidos<br />

estén locos, sólo necesitan direccionar un poco su situación y sacarle<br />

el mejor provecho, así queden en bancarrota o tengan que venderle su<br />

alma al diablo.<br />

El No Sé Dónde y No Sé Cuándo instaló el bar hace veinticinco<br />

años (es un decir) debido a los constantes comportamientos salvajes, a los<br />

golpes, a la histeria, al suicidio y muchas otras reacciones que invadían a los<br />

intervenidos. El No Sé Dónde y No Sé Cuándo creyó que sus instalaciones<br />

no eran acogedoras y que no tranquilizaban a nadie. La burocracia y el papeleo<br />

pueden deprimir a cualquiera, así se trate de un payaso o un motivador en<br />

público. Los comportamientos de todo tipo de criaturas hacían imposible que<br />

los intervenidos pudieran respirar, hacer yoga, rezar y declamar un mantra para<br />

tranquilizarse.<br />

Un bar es el lugar ideal para olvidar las penas: música suave, muebles de<br />

caoba, luces tenues, bebidas vigorizantes y charlas amenas. Mi elección como<br />

cantinero se debe a una causa un tanto extravagante: me hallaba a punto de<br />

cortarme el cuello con una navaja dentro de una granja humana en espera<br />

de una respuesta, cuando un agente preguntó: «¿Alguien de aquí es capaz de<br />

preparar un coctel margarita?» Nadie alcanzó a reparar en la petición debido a<br />

la baja moral que reinaba en la granja. Con cierta timidez alcé la mano y dije:<br />

—Creo que puedo hacerlo.<br />

Me quitaron el collarín, me colocaron una camisa, tirantes, un moño, pantalones<br />

negros y unos zapatos recién lustrados. Después instalaron ante mí una<br />

improvisada barra con toda clase de botellas de licor que pudieron rescatar. En<br />

mi juventud había visto al cantinero del pueblo hacer ese trabajo tantas veces<br />

que podía recordar muy bien la porción de tequila, jugo de limón y triple sec.<br />

Lo agité en la coctelera, y en un arranque de creatividad lo serví con sal en<br />

el borde del vaso y una rodaja de limón. A decir verdad, yo no esperaba que<br />

ocurriera algo. Sin esperanza y sin horror.<br />

Colocaron el coctel margarita en una bandeja y lo llevaron con prisa a un<br />

minotauro con mal humor. Ni siquiera ver a un ser mitológico me sorprendía.<br />

Yo deseaba regresar a la granja para terminar de sacarle filo a la navaja.<br />

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El minotauro resopló con furia y golpeó el suelo con una de sus patas. Se<br />

levantó de su asiento y corrió hacia mí como si se hallara en la pamplonada<br />

de San Fermín. Ni siquiera eso hizo que me moviera. A escasos centímetros<br />

se detuvo, extendió su inmensa mano y me la estrechó. Ahora se comportaba<br />

como una dócil vaquilla dispuesta a dar la mejor leche. Salió de ahí no sin antes<br />

pedirme otra ronda a base de suaves resoplidos.<br />

Los agentes estaban anonadados. Me hicieron firmar un contrato. No pasó<br />

siquiera una semana cuando sentí que yo había nacido para ser cantinero, aunque<br />

fuera en un lugar lleno de auténticos lunáticos. También adquirí mucha<br />

experiencia en rescates en el tiempo, reclutamientos y colocaciones, tanto fue<br />

así que al año me nombraron jefe de agentes. Llámese esmero o buena suerte,<br />

los directivos del No Sé Dónde y No Sé Cuándo estaban complacidos con mi<br />

trabajo. Me prometieron que no abandonaría mi puesto en el bar; sólo debía<br />

hacer lo de costumbre: servir bebidas, levantar la moral, limpiar la barra y dar<br />

consejos en asuntos amorosos.<br />

Me gusta cuidar mi apariencia, pero no al punto de parecerme a un modelo<br />

o un actor de cine. Me importan un comino las modas en variación corporal<br />

y tratamiento facial. Había hecho detener mi desarrollo somático cuando<br />

alcancé los cuarenta años de edad, lo suficiente para que la gente tome en serio<br />

mis opiniones y para no sentirme ignorado por la juventud. El bigote es mi<br />

marca registrada. Las canas en mis sienes logran que mis ojos salten a la vista de<br />

mis interlocutores. Peso regular y estatura regular. Lo único que había hecho<br />

cambiar muchas veces era la forma de mi nariz. Nunca estaba contento con<br />

ella. Hubo un punto en que no la tenía; para algunos fenómenos y abortos de<br />

la naturaleza no les importaba su ausencia, pero algunas mujeres desorientadas,<br />

sobre todo las aristócratas y hedonistas, les resultaba repulsivo verme sin ella,<br />

de modo que me hice de una nariz. Aún sigo indeciso.<br />

El bar carecía de nombre. Un marsupial parlanchín sugirió que se llamase<br />

La Atalaya de Romero. No tengo idea de dónde sacó el nombre. A los agentes y a<br />

los directivos del No Sé Dónde y No Sé Cuándo les encantó, pero no dejaban<br />

de preguntarse quién era «Romero». De modo que di un paso al frente y dije:<br />

—Yo soy Romero. Lo escucho y atiendo.<br />

* * *<br />

El hombre histérico derribó mesas y sillas por todo el lugar. Derramó una botella<br />

de Guinness en el chaleco de un terrateniente irlandés, pisó la venda de<br />

una momia, vertió guacamole en la piscina portátil de una sirena y empujó a<br />

un samurái del siglo XIX. Antes de que exigieran su cabeza, una de mis meseras<br />

efectuó piruetas a todo el largo del bar y aprisionó el cuello de mi intervenido<br />

con sus dos fuertes piernas. Aquel pobre hombre no dejaba de patalear y chillar.<br />

Caminé con un trapo sobre las manos y dije:<br />

—Suéltalo, Maricruz. Creo que ya entendió.<br />

68


Mis chicas son unas fanáticas del dolor ajeno; no fue del agrado de Maricruz<br />

soltarlo. Cedió y abrió sus encantadoras piernas. El hombre se liberó sin<br />

dejar de toser.<br />

Su humanidad me impedía ponerlo de pie. Era tan grande como un closet<br />

y tan pesado como un Volkswagen. Llevaba el cabello cortado a rape. Camisa<br />

deportiva azul, pantalones deslavados y botas café. Las chicas y yo lo dejamos<br />

caer en una silla. El hombre estaba más que deshecho.<br />

Muy rezagados, entraron al bar dos miembros del cuerpo de Verificación.<br />

Uno de ellos retorció su cuello en busca del hombre y lo localizó. Entre los<br />

dos intentaron llevárselo. Pregunté:<br />

—¿Qué le sucede?<br />

—Es un intervenido, señor Romero. Aún no le hemos dado la noticia.<br />

Ordené que lo dejaran en paz; yo me ocuparía de él. Se encogieron de<br />

hombros y se fueron de ahí, aliviados, como si ese problema ya no les afectara.<br />

Pedí a las chicas que me ayudaran a cargarlo. Me posicioné detrás de la barra<br />

y estudié con delicadeza su comportamiento.<br />

Tenía la cabeza apoyada en la barra, con los brazos velludos encima y sollozando<br />

como un niño. Sus gemidos provocaban temblores en su cuerpo, sin<br />

dejar de hablar por sí mismo en su idioma. Toda una tragedia.<br />

Pregunté con buen humor:<br />

—¿Qué le sirvo, amigo?<br />

Alzó su rostro, lleno de arrugas. Estaba tan acabado y macilento que pensé<br />

en no servirle siquiera una gota de rompope. Sin embargo, su sobriedad era<br />

algo que parecía acongojarlo. Necesitaba un buen brebaje para cambiarle el<br />

ánimo.<br />

—No tengo dinero —dijo. Su acento me pareció que venía de Europa del<br />

Este o de las estepas rusas.<br />

—La casa invita. —Saqué mi mejor vodka y lo serví en seco. Miró el vaso<br />

como si se tratara de un espejismo—. Si gusta lo puedo hacer desaparecer.<br />

Lo bebió sin dudar. Enseguida se hundió en su asiento y agachó la cabeza,<br />

afligido. Su tosquedad era tan agradable de ver como un oso de peluche en un<br />

aparador. Su infinita tristeza era un digno poema para recitar.<br />

—Creo que estoy muerto —musitó.<br />

—Temo decirle que sigue vivo y coleando —dije—. Aunque pudo haber<br />

sido peor.<br />

—¿Qué dice?<br />

—Lo cierto es que ni siquiera tiene un rasguño. Así lo explica el reporte<br />

del equipo de Verificación. Eso es una ventaja. Pero, ¿no será que se trata de<br />

una herida del corazón?<br />

—En parte, sí. Pero ella no tuvo la culpa. Nadie la tuvo excepto yo por no<br />

obedecer una orden. Mi curiosidad fue más fuerte. Ahora lamento no haber<br />

esperado.<br />

69


70<br />

Dejé de sacarle brillo a las llaves de la cerveza de barril y dije:<br />

—Bueno, será mejor que lo cuente. Soy todo oídos.<br />

Miró a su alrededor con una pena que lo ofuscaba, como si temiera decir<br />

algo y ser colgado por ello.<br />

—Mire —comencé—, en este lugar lo mejor que puede hacer es contar<br />

sus secretos. No gana nada con guardárselos. En ese viejo edificio gris que ve<br />

allá intentarán sacarle la verdad a golpes. Y si eso no sirve, lo drogarán por seis<br />

meses hasta que cante. Créame, hasta dirá lo más vergonzoso que le haya ocurrido<br />

en su vida.<br />

—Pero no puedo. No debo decirlo. Es un secreto de estado.<br />

—¿Y dónde cree usted que se encuentra? ¿En las líneas enemigas? A ningún<br />

prisionero le dan de beber vodka gratis. Mire a mis meseras. ¿A poco no<br />

son lindas? En lugares más hostiles tendrá suerte si encuentra una sola mujer<br />

que lo acompañe.<br />

El oso ruso guardó silencio.<br />

Dos hombres disfrazados de cura arrastraron a una vampira vegetariana<br />

para que se refrescara, minutos antes de un interrogatorio. Pidieron un agua<br />

kina y un bistec New York. Luego de servir e informar la orden a la cocina,<br />

pregunté al hombre:<br />

—¿Cuál es su nombre?<br />

—Ilya Vonmiglásov. Trabajo para la Federación Rusa. Soy… un astronauta.<br />

—Vonmiglásov —repetí.<br />

—¿Se puede saber qué estoy haciendo aquí? —preguntó—. Esto no es un<br />

trato justo. No, señor.<br />

—¿No se lo han dicho?<br />

—No. Me mantuvieron quieto. Estuve a punto de entrar a ese edificio gris<br />

que usted dice, pero logré zafarme de ellos. Todo esto es muy raro.<br />

—¿A qué se refiere con raro, camarada?<br />

—Naves automóviles que gravitan, fábricas subterráneas automatizadas,<br />

zoológicos con criaturas extrañas… Por eso creo que la única explicación<br />

plausible es que estoy muerto.<br />

Coloqué las dos manos en la barra y lo miré con fijación.<br />

—Escuche: lo que usted haya visto o hecho (por muy peculiar que le parezca)<br />

no tiene mucho sentido discutirlo aquí. Lo podrán escuchar, eso téngalo<br />

por seguro. Pero no crea que van aplaudirle o rechazar por eso. Lo importante es<br />

que usted relate su secreto. Entonces puede obtener una respuesta a su problema.<br />

Lo pensó por un momento y dijo:<br />

—Sí. Creo que regresaré al edificio. Les diré todo. Cada palabra. Ya no tiene<br />

sentido ocultarlo. —Se puso en pie y se perfiló hacía la salida.<br />

Exclamé:<br />

—¡Oiga, Vonmiglásov! Venga acá. Me interesa su caso. Tal vez yo pueda<br />

ayudarle.


Me miró con un gesto melancólico. En su rostro podía notarse un dejo de<br />

derrota. Tuve curiosidad de conocer qué lo había hecho cambiar de opinión.<br />

Regresó. Miró el asiento y se sentó en él con mucha calma. Serví otro vaso<br />

con vodka y le guiñé el ojo. Suspiró y empezó:<br />

—Fui considerado para un proyecto espacial con la NASA. Creo que ya lo<br />

sabe: la colonización lunar. Yo era uno de los muchos supervisores. Realizaba<br />

fotografías, grabaciones, estudios topográficos, entre otras cosas. Era un trabajo<br />

de rutina. Pero lo increíble era el hecho de que yo nunca había estado en la<br />

Luna antes. Se debe imaginar lo que pensé al respecto. Creo que estaba más<br />

que excitado.<br />

Tomó un gran sorbo y continuó:<br />

—La Agencia Espacial Rusa abrió una convocatoria para contratar nuevos<br />

astronautas con miras a los viajes que tienen planeados a la Luna y Marte en las<br />

próximas dos décadas. Luego de las pruebas tuve que hacer muchísimos ensayos<br />

en campos al aire libre. Simulaciones en cámaras, estudios del terreno lunar…<br />

»No era indispensable ser piloto militar, aunque sí debía tener un título<br />

universitario, de preferencia con algún estudio de posgrado. Tras la revisión<br />

preliminar de los candidatos comenzó una semana de entrevistas personales y<br />

reconocimientos médicos, antes de que fuera admitido en el curso. El entrenamiento<br />

fue en un centro espacial de Moscú y durante dos años me capacitaron<br />

para sobrevivir en condiciones extremas, así como bucear, nadar y acostumbrar<br />

mi cuerpo a cambios repentinos de presión. Estaría preparado para trabajar en<br />

la Estación Espacial Internacional y también viajar en las naves rusas Soyuz.<br />

Para eso debía estudiar intensamente matemáticas, meteorología, astronomía,<br />

física, y adquirir familiaridad con los ordenadores y la navegación espacial.<br />

»Me mantuve alejado de muchas distracciones para seguir enfilado en esa<br />

ruta. No quise comprometerme con ninguna mujer. No tuve una familia muy<br />

unida, lo cual facilitó mucho las cosas. Y lo conseguí. Fui enviado a supervisar el<br />

terreno donde se instalarían las nuevas colonias en los próximos cincuenta años.<br />

No pasó mucho tiempo para ser elegido director general del proyecto. Pronto<br />

me vi inundado de muchas entrevistas para artículos científicos en revistas, periódicos,<br />

radio y televisión. Yo era una celebridad de la noche a la mañana.<br />

Dejé de acomodar los vinos en las cavas y dije:<br />

—Oiga, si usted se encuentra así debido a que no sabe manejar la fama,<br />

entonces déjeme decirle que acuda a un psiquiatra. Nos hace perder tiempo,<br />

camarada.<br />

Su quijada se puso muy dura. Sus ojos estaban bastante fruncidos, pero<br />

alcancé a distinguir ese brillo de odio en sus cuencas. Agitó la cabeza y dijo:<br />

—Creo que no me entendió. De no haber sido testigo de lo que vi, yo<br />

no hubiera acabado en este lugar. Ahora escúcheme y no me interrumpa. El<br />

día de lanzamiento ocurrió todo de manera normal, dentro de lo que cabe, al<br />

lanzar a tres hombres y una mujer al espacio.<br />

71


72<br />

—Por supuesto —dije, aparentando no estar muy convencido—, eso ocurría<br />

todo el tiempo, sobre todo en los años setenta. Hoy en día suena tan…<br />

¡aburrido!<br />

—Puede ser. Luego de estar sentado aquí y charlar con usted, puede ser.<br />

Bien, el tiempo de llegada a la Luna es de dieciséis horas desde Cabo Cañaveral.<br />

La trayectoria era la correcta, aunque experimenté algunos mareos y dolor de<br />

cabeza luego de ver todo ese espacio encima de mí. La única referencia que yo<br />

tenía era la Luna que comenzaba a ganar presencia. No tuvimos contratiempos<br />

en el alunizaje cerca de Mare Imbrium, aunque tuvimos una discusión con el<br />

equipo norteamericano y los chinos con respecto a quién debía otorgársele el<br />

crédito de la llegada exitosa.<br />

—Las mismas envidias de siempre —comenté.<br />

—Así es. Ese maldito de Higgins. Capitán H. Seymour Higgins. Su ego<br />

era algo con lo que tenía que lidiar todo el tiempo. Él era el encargado de<br />

pilotear la nave, pero llevó al extremo los protocolos de seguridad. Su compatriota<br />

Fernández, la única mujer a bordo, se puso de parte de Higgins. Chiang,<br />

el astrólogo, no estaba muy contento con la situación que se vivía en la nave.<br />

Entre Chiang y yo le hicimos ver a esa chica que el simple hecho de ser su<br />

compatriota no le otorgaba derechos para tener la razón. Ella dudó por algunos<br />

momentos, lo sé, pero al final apoyó a Higgins.<br />

Golpeó la mesa con su puño. Eso hizo que el tazón de cacahuates bamboleara<br />

y el vaso con vodka escurriera. Todos mis clientes comenzaron a hablar<br />

entre ellos en voz baja, incluidos un par de androides mineros, cada uno con la<br />

atención fija en el astronauta. Éste agachó la cabeza y apretó los dientes. Murmuró<br />

algo en ruso y continuó:<br />

—Ese hijo de perra sabía algo que nosotros desconocíamos. Chiang me<br />

explicó que Higgins era un miembro importante de la NASA por lo que su<br />

presencia se limitaba a simple vigilancia.<br />

»Ese día durmieron Higgins y Chiang. Permanecimos despiertos la coronel<br />

Fernández y yo. Habíamos jugado varias partidas de ajedrez en el ordenador<br />

hasta que me fastidié luego de una serie de derrotas y me largué a un<br />

lugar donde no tuviera que ver a nadie de ellos, ni siquiera a Fernández. Aún<br />

quedaba tiempo antes de la salida del sol. Salté al exterior en el traje espacial<br />

para buscar minerales interesantes. Simple rutina. El suelo de lava gris crujía<br />

bajo mis botas, sembrado de cráteres hasta donde la vista alcanzaba.<br />

»No podía dejar de fascinarme por aquellas increíbles malformaciones,<br />

mucho más escabrosas de lo que yo podía imaginar. Era fácil recorrer distancias<br />

largas sin mucho esfuerzo debido a la poca gravedad. Las rocas ardían todavía<br />

bajo el sol, pero se trataba de una visión alucinada. Dejé que mi mirada<br />

recorriera las paredes de los cráteres que cubrían todo el horizonte. Desde mi<br />

posición no podía ver el otro extremo al oeste. Me parecieron kilómetros y<br />

kilómetros de un extremo al otro. No había forma de perderme los detalles


debido a la inexistencia de la atmósfera. Podía ver desde ahí, con suma claridad,<br />

el punto más alejado de mi vista.<br />

»La distancia de algunos cráteres no rebasaba los dos mil kilómetros, y se<br />

levantaban desde la explanada, como si fueran arrancadas desde su cimientos<br />

y elevadas con una increíble fuerza proveniente de ninguna parte. La curvatura<br />

de la Luna sólo me dejaba identificar los riscos. La luz del sol aún bañaba<br />

aquellas fortalezas con un brillo bastante curioso, como si se tratara de la tarea<br />

de algún proyectista controlando la estrella sobre un escenario imaginario.<br />

»A medida que me acercaba capté un brillo metálico detrás de una gran<br />

colina que se interponía en mi camino hacia la cordillera, justo a unos cinco<br />

kilómetros. Era un punto de luz de superficie lisa, como si una ventana hubiese<br />

sido traída de un rascacielos y colocada con toda intención en ese lugar. Un<br />

cuadro de luz bastante gigante iluminaba el suelo de polvo. Nunca creí que un<br />

metal de grandes proporciones pudiera haberse creado en un lugar marchito y<br />

sin vida. Era como recorrer un desierto seco y encontrarme a pocos pasos con<br />

un restaurante. No podía determinar su composición. Tuve deseos de regresar<br />

a la estación y comprobarlo por el telescopio, pero el ángulo no me favorecía.<br />

Lo único que podía hacer era continuar.<br />

Poco tiempo después recibí un llamado en el comunicador:<br />

»—Vonmiglásov, repórtate en la base —dijo la coronel Fernández—. Higgins<br />

y Chiang preguntan por ti.<br />

»—Fernández, he captado algo más allá de la explanada —dije—. No puedo<br />

determinar qué es pero pienso…<br />

»Escuché los reclamos de Higgins a pesar de los ruidos de estática. Fernández<br />

retomó la comunicación. Se oía con bastante apremio:<br />

»—¡Regresa! ¡Es una orden!<br />

»Tiendo a no hacer caso cuando se trata de algo muy fácil de ignorar. Me<br />

habían tentado las advertencias de Fernández, el cuadro de luz en el piso y el<br />

brillo encajado en las montañas. Desconecté la radio. Accioné el aire a presión<br />

de mis toberas y me elevé para ganar tiempo y distancia. La colina que resguardaba<br />

el brillo metálico me pareció mucho más cercano de lo que yo había<br />

supuesto. Podían estarme jugando una broma, pero hay ocasiones en que un<br />

científico debe olvidar su reputación y dar un salto de fe.<br />

»A primera vista, aquellas elevaciones de roca surgían como abigarrados<br />

muros, dispuestos a esconder algo en ellos. Hice mi primer descenso para recargar<br />

otro cúmulo de aire a presión. Me agradó sentir otra vez tierra firme o,<br />

mejor dicho, suelo selenita. A mis espaldas la estación se había convertido en<br />

un pequeño escarabajo de color negro. Conecté el radar y en segundos dibujó<br />

un plano de relieves en la pantalla de mi casco. Realicé otra elevación, esta vez<br />

con menos fuerza. Las montañas se encumbraban ahora más rápido. Ya había<br />

perdido la posición del brillo. Pero el cuadrante en la pantalla del casco me<br />

servía como guía.<br />

73


74<br />

»La colina era muy pequeña, pero apenas lo suficiente para convertirse en<br />

un terreno elevado. La subí a pequeños saltos. De pronto se tornó plana a unos<br />

veinte metros y comenzó a caer en picada. Justo ahí, encajado en el terreno,<br />

como un monumento olvidado, se hallaba una nave espacial. Y créame cuando<br />

le digo que no era proveniente de la Tierra.<br />

»Piensa que estoy loco, ¿verdad?<br />

—No. Desde luego que no. —Desvié la mirada y limpié vasos—. Continúe,<br />

por favor.<br />

Carraspeó y tomó un trago más de vodka.<br />

—Ninguna emoción, ningún pensamiento llenó mi mente durante aquellos<br />

primeros segundos. Luego comencé a temblar, con el deseo atorado de<br />

querer gritarlo a los cuatro vientos. Esto era algo que muy difícilmente mi<br />

mente podía concebir. Después de eso comencé a formularme preguntas, y en<br />

la mayoría no tenía una respuesta lógica.<br />

»Obtuve algunas imágenes instantáneas de la nave. Desde el momento en<br />

que reparé en ella me había resultado bastante extraña: su forma se asemejaba<br />

a un arco puntiagudo, con una pequeña saliente en lo que venía siendo la<br />

popa, pero aun así era bastante descomunal. Me daba la impresión de que toda<br />

la nave respiraba y que la cabina funcionaba como un aparato de respiración.<br />

Sobresalía como un pezón cristalino. No se veían los elementos complicados<br />

y desordenados que se asocia con los transbordadores. Todo estaba diseñado a<br />

partir de una peculiar estética, una estética viviente. Cuatro gruesos soportes<br />

circundaban el fuselaje y lo anclaban al suelo. A pesar de que no había ningún<br />

desgaste en ellos, podía jurar que habían permanecido ahí desde varios millones<br />

de años debido a que el suelo alrededor de las bases no presentaba ningún<br />

deterioro o manipulación.<br />

»Regresé a la estación lo más rápido posible con el riesgo de gastar todas<br />

las recargas de aire. Tenía que informarlos, advertirlos, tanto a la tripulación<br />

como a todos los habitantes de la Tierra. Ese fue mi error. No ejecuté la recarga<br />

como debía: apenas me elevé unos cuantos metros e impacté contra el suelo.<br />

El ordenador se había dañado y todas las imágenes se desconfiguraron. Arrojé<br />

una piedra de puro coraje e hice levantar el polvo lunar con mis botas. Estaba<br />

perdido. No había forma de probar mi hallazgo.<br />

»Luego de salir de la cámara de descompresión y quitarme el casco, apareció<br />

Higgins bastante molesto:<br />

»—¿Qué demonios está ocurriendo, Vonmiglásov? Explícate, ¿por qué<br />

cortaste la comunicación?<br />

»Tardé bastante en tomar aliento debido al impacto de haber sido testigo<br />

del más grande descubrimiento en la historia del hombre. Chiang me sacudió<br />

del hombro, Fernández me miraba con preocupación. Poco a poco tomé aire<br />

y me recuperé. Alcancé a decir:<br />

»—Escuchen, yo…


»—¿Qué diablos significa esto? —dijo Higgins—. Tu maldita insubordinación<br />

nos ha puesto en falsa alerta. En Washington y en tu Moscú querrán saber<br />

qué está ocurriendo.<br />

»Fernández se limitó a decir que había violado el reglamento al no informar<br />

de mi partida al resto del equipo.<br />

»Miré a Fernández a los ojos y dije:<br />

»—Coronel Fernández. Minnie… Dime, ¿hay algo que estén ocultando<br />

ustedes y las autoridades?<br />

»Higgins volvió a interrumpir:<br />

»—Nosotros no ocultamos nada, gigantón. No empieces con absurdas teorías.<br />

»—No estoy empezando nada.<br />

»Higgins alzó la voz:<br />

»—Eso es información clasificada.<br />

»—¿Me lo impedirás? —pregunté, con sospechas—. Algo me dice que ya<br />

sabías de esto. Por algo te enviaron con nosotros: para que nos vigilaras. Pero<br />

se te ha salido de control.<br />

»Higgins dio dos pasos hacia atrás con calma. Con mucha calma. Sus facciones<br />

se suavizaron. Dijo:<br />

»—Tiene que ver con algo que nunca llegarás a comprender. —Desenfundó<br />

un compartimento de su pantalón y dejó a la vista un arma—. No puedo<br />

permitir que salgan de la estación. Tienen un trabajo más importante. Yo… Yo<br />

soy el capitán y les ordeno que…<br />

»Terminó de hablar y por un momento reinó el silencio. Entonces dejé<br />

escapar un sonido de fastidio y alcé las manos. En realidad todos lo hicimos. Su<br />

nerviosismo lo traicionó. Chiang tomó del brazo a Higgins y yo aproveché para<br />

desviar el arma hacía otra parte. Hubo un disparo. Fernández soltó un gritó y<br />

yo me palpé en busca de un agujero en el traje. Higgins se llevó la mano a un<br />

muslo. Miró su pecho y elevó la mirada hacia donde se encontraba Chiang. Se<br />

dispuso a decir algo, pero antes de hablar se desplomó con lentitud a causa de<br />

la poca gravedad. Alcanzó a toser y pude ver sangre en su boca. Su pecho dejó<br />

al descubierto una fisura en la que podía pasar el tamaño exacto de una bala.<br />

Se detuvo. No se encontraba bajo los efectos del alcohol, pero le costaba<br />

trabajo recrear los hechos. No todos los días se puede hallar una base alienígena<br />

y asesinar a un hombre casi al mismo tiempo.<br />

—Continúe, camarada —dije.<br />

—Eso intento. Fernández me hizo ver como un asesino con su mirada.<br />

Chiang intentaba hacer lo posible por revivir a un cadáver, pero fue imposible.<br />

»Lo que dijo Fernández a continuación me cambió la vida:<br />

»—Pudiste obedecerme, Ilya. No debiste ir a ver de qué se trataba esa luz.<br />

»—¿Estás diciendo que tú lo sabías? —Ella no respondió. Se inclinó ante<br />

mí tan rápido que comencé a sentir un repentino vértigo. La cara congestionada<br />

de Minnie acudió a mi mente. Luego me hundí en un sueño denso, negro,<br />

75


76<br />

sin imágenes, sin palabras y sin pensamientos. Había perdido el conocimiento.<br />

Después me encontré tumbado en aquella cama dentro de ese edificio gris<br />

y… ¿Por qué lo hacen? —exclamó, sin dejar de llorar mientras me sujetaba de<br />

un brazo—. ¿Qué he hecho para recibir este trato?<br />

—Cálmese. Así son las cosas. Las autoridades siempre han hecho lo posible<br />

por ocultarnos información. Es su trabajo. Si a usted le hubieran dado la razón,<br />

tenga por seguro que un francotirador lo tendría en la mira todo el tiempo,<br />

esperando la señal para eliminarlo, camarada.<br />

Se le movieron los labios, casi a punto de soltar las lágrimas. La desgracia<br />

y la mala fortuna habían caído sobre él como una tormenta. Pero no había<br />

por qué castigarlo de más: por una razón especial se encontraba bebiendo un<br />

exquisito vodka en La Atalaya de Romero.<br />

Entonces dije:<br />

—Déjeme mostrarle algo que tal vez pueda confortarlo.<br />

Giré poco a poco hasta contemplarme de frente al espejo del bar. Me<br />

detuve allí sólo un segundo, respirando el embriagador aroma de mis habilidades<br />

como actor. Accioné mis implantes y escuché el agudo silbido del aire.<br />

Los imanes giraron, y todo el engranaje hizo separar o juntar varios grupos<br />

de huesos. Alargué mi mandíbula, alcé y bajé mis pómulos. ¿Genghis Kan o<br />

Marco Polo? ¿Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe?<br />

Después de muchos esfuerzos, logré mi cometido.<br />

—¡Oh no! —exclamó—. Tú… ¡Tú estás muerto!<br />

—Una vez interpreté a Romeo, a Macbeth, a Hamlet, a Otelo… ¡Y al<br />

capitán Higgins!<br />

Intentó moverse, pero la impresión lo mantuvo sujeto a la silla.<br />

Pensé que necesitaba una explicación. Sostuve el aturdidor y dije:<br />

—Después de lograr que Higgins perdiera la conciencia a causa de este<br />

dispositivo, lo abandoné en una bodega en Cabo Cañaveral y alguien lo recogió<br />

después. Engañar a las corporaciones y gobiernos del Siglo XXI no fue<br />

tan sencillo. Tuvimos que falsear datos de la mejor manera posible, y hacer que<br />

concordaran todos los registros internos. Hay algunas cosas que no deben ser<br />

veladas para la humanidad, Tovarich. Le pido disculpas por adelantado.<br />

Lo toqué en la frente con el aturdidor y su cabeza cayó sobre la barra, justo<br />

como Maricruz disfrazada de Fernández lo había hecho la primera vez allá<br />

en la Luna. Los dos miembros del cuerpo de Verificación lo sujetaron y se lo<br />

llevaron con los pies arrastrando.<br />

Por supuesto que no había forma de impedir que Vonmiglásov hallara aquel<br />

transbordador alienígena. Esto fue lo mejor que se me pudo ocurrir. El No Sé<br />

Dónde y No Sé Cuándo se ha lavado las manos ante su irresponsabilidad. He<br />

descubierto que tengo que hacer el trabajo sucio de la corporación. Esto es lo<br />

que gano por ser bueno en mi trabajo y me parece injusto.<br />

Eso sí, ni crean que yo seré el que tenga que explicarles a las articuladas<br />

eminencias del planeta Kheenparin cómo fue que hallaron su remolque lunar.


FELICES FIESTAS Y PRÓSPERO AÑO NUEVO<br />

DE TODO EL EQUIPO DE PLANETAS PROHIBIDOS.


MUERTE DE LA LUZ<br />

«Luz de un siglo muerta,<br />

fotones de una esperanza abandonada,<br />

energía mínima en los motores,<br />

una nave a la deriva durante décadas.<br />

Misión fallida, trabajo abortado<br />

vivimos por siempre y jamás<br />

en las cápsulas de hibernación;<br />

la potencia que queda en los impulsores<br />

es apenas suficiente<br />

para la máquina de sueños probables.<br />

Una vida, tal vez eterna,<br />

quizás efímera<br />

sin sueños,<br />

sin descarga de los potenciales<br />

de los cerebros que conforman<br />

los sistemas de computación de la nave.<br />

Luz de otros días,<br />

extraño pasado<br />

que rememoramos<br />

en forma de secuencias onírica<br />

despojados de nuestros sueños<br />

arrancados de nuestros recuerdos<br />

olvidados de toda esperanza.<br />

Un simple señuelo<br />

una baliza intergaláctica<br />

en el engaño eterno<br />

de esta despiadada guerra».<br />

78


PO<br />

ES<br />

IA<br />

STexto:<br />

J. Javier Arnau<br />

CELESTIALES<br />

Llegan las estirpes de Celestiales<br />

a sistemas que surgen entre las brumas<br />

de eones de tiempo petrificado;<br />

Seres supremos del Universo<br />

arribando a sus lugares de Descanso Eterno.<br />

Entropía surgiendo de sus mentes,<br />

arrancando, sin ser conscientes de ello,<br />

jirones de realidad a su paso<br />

y dejando, tras ellos,<br />

los vientos del olvido.<br />

En su memoria,<br />

su consciencia pervive<br />

aletargada en un rincón, en eterna lucha<br />

contra su verdadera naturaleza;<br />

Seres Celestiales,<br />

Entes Supremos<br />

que en su deambular por el Cosmos<br />

han dejado tras de sí<br />

la memoria del olvido<br />

entropía desencadenada…<br />

el fin del Universo<br />

tal y como se conoció.<br />

79


Blade<br />

Runner<br />

2049:<br />

una esperada<br />

secuela que<br />

sabe a poco.<br />

Por: José Antonio Olmedo López-Amor<br />

espués de visionar Blade Runner 2049, uno de los<br />

estrenos más esperados del año, comprendo con<br />

resignación que todas esas críticas que valoran estratosféricamente<br />

la película están más empujadas<br />

a ello por la nostalgia de recibir una secuela por la<br />

que han esperado 35 años, que por el contenido<br />

de la misma. La cinta de Villeneuve no es una mala película,<br />

pero dista mucho de ser una obra maestra o un clásico a la altura<br />

de su predecesora. Es cierto que la novedad argumental es<br />

un factor del que gozó Ridley Scott, como también es cierto<br />

que la atmósfera de oscura mega ciudad futurista, donde siempre<br />

llueve, repleta de gentes extrañas que llenan sus vacíos con<br />

tecnología, está bien conseguida y es otro apunte más del futuro<br />

distópico al que nos dirigimos. Pero ¿qué podemos exigir<br />

como espectadores a la secuela de un clásico? De entrada,<br />

80


que no nos decepcione. Difícil tarea, si el actor protagonista es el impertérrito<br />

Ryan Gosling, si la duración del metraje sobrepasa los 160 minutos y el guion<br />

no solo no es brillante, sino flojo.<br />

Villeneuve, cineasta de recursos, demuestra haber concentrado esfuerzos<br />

en la estética de esta película, incluso conservando una cierta austeridad que<br />

caracteriza a su cine. Hasta el mínimo detalle visual está cuidado: planos, efectos,<br />

decorados, iluminación, vestuario; su factura visual es potente y atractiva,<br />

quizá demasiado de manual, pero la historia no termina de hacer pie ni conecta<br />

emocionalmente con un espectador que no sea adepto de la saga. Los recuerdos<br />

del personaje principal, ligados al caballito de madera, no parecen ser una llave<br />

maestra ideal para una historia de esta envergadura. A fin de cuentas, las piezas<br />

fundamentales del guion son personajes y situaciones ya vistos en otras películas,<br />

como por ejemplo Joi, papel interpretado por la prometedora actriz cubana<br />

Ana de Armas, es una sensual holografía, comercializada como un videojuego,<br />

que se convierte en el sustento emocional de K (Ryan Gosling), un modelo de<br />

replicante que puede llegar a ser más humano que los humanos. Y esta situación<br />

es análoga a la interpretada por Joaquin Phoenix en la película Her (Spike<br />

Jonze, 2013); no en vano, para que Ana de Armas superase el casting, le propusieron<br />

interpretar escenas de otra película con la que este Blade Runner tiene<br />

concomitancias: Ex Machina. Como también la actriz suiza Carla Juri, interpreta<br />

a Ana Stelline, una creadora de recuerdos que más tarde serán vividos por<br />

los replicantes, papel que encuentra su analogía con el de la actriz Ellen Page<br />

(Ariadne), como arquitecta de sueños en la película Origen (Cristopher Nolan,<br />

2010). Para que una película alcance el rango de obra maestra, su creatividad<br />

debe predominar en el guion y no únicamente en el apartado técnico.<br />

81


82<br />

No es discutible que quizá la cinta de Villeneuve sea más fiel al texto de<br />

Dick que su antecesora, como loable también es que se atreva a poner imágenes<br />

a hechos que en la cinta original solo eran relatos, pero —en pocas palabras—<br />

le sobra adorno y le falta emoción.<br />

Es de esperar que Roger Deakins, director de fotografía de Blade Runner<br />

2049, sea oscarizado por este trabajo, además de haber sido nominado hasta<br />

en trece ocasiones, tanto la historia de la película como la forma de contarla<br />

de Villeneuve, han propiciado su merecido lucimiento. Algo parecido ocurre<br />

con Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch, encargados de la banda sonora. Es<br />

cierto que algunos pasajes están basados en la partitura original de Vangelis, y<br />

su incidente potencial sonoro es empleado por Villeneuve en repetidas transiciones;<br />

pero, aunque resulta efectiva como acompañamiento de las imágenes e<br />

importante factor atmosférico, no es más destacable que otras obras menores<br />

de Hans Zimmer.<br />

Indiferencia produce el papel de Jared Leto, poco afortunado últimamente es<br />

sus elecciones. Bien es cierto que es el único personaje que se acerca a esa poesía


en los diálogos de la primera entrega, no consigue alcanzarla —algo que los seguidores<br />

de K. Dick hubiesen agradecido— quizá deliberadamente por su guionista,<br />

Hampton Fancher, o por el descrédito que su vacuo histrionismo le viene<br />

propiciando. El papel de Harrison Ford es casi prescindible, los guiños a la cinta<br />

de Scott (archivos sonoros, holografía de Sean Young, cameo de Edward James<br />

Olmos), son retóricos y parte del engarce visual de su envoltura. Las apariciones<br />

de Elvis Presley, Frank Sinatra y Marilyn Monroe son coherentes dentro de la<br />

historia, aunque hilarantes. El ritmo pausado del cine negro es acorde a la obra<br />

maestra de Scott, también su contenido filosofal en cuanto a las reflexiones sobre<br />

la conciencia y el ser humano; quizá Villeneuve debería haber inventado su<br />

propia saga más que haber prolongado la de otro, películas como Enemy (2013)<br />

o Incendies (2010) ratifican su talento como cineasta. Pero sus retos no terminan<br />

aquí, ya que ha sido elegido para rodar la nueva Dune en 2018, proyecto al que<br />

le deseo tenga mayor acierto y profundidad que el aquí comentado.<br />

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84


85


«Este número de<br />

<strong>Planetas</strong> Prohibidos© Año 6,<br />

se terminó de editar<br />

el dia 30 de diciembre de 2017».<br />

CONSEJO DE DIRECCIÓN<br />

Jorge Vilches, Lino Moinelo,<br />

Guillermo de la Peña y Marta Martínez<br />

EDICIÓN Y CORRECCIÓN<br />

J. Javier Arnau<br />

William E. Fleming<br />

MAQUETACIÓN Y DISEÑO<br />

James Crawford Publishing<br />

COLABORAN EN ESTE NÚMERO:<br />

ILUSTRADOR DE PORTADA<br />

Juan Miguel Aguilera<br />

DISEÑO Y MAQUETACIÓN DE PORTADA<br />

Marta Martínez<br />

James Crawford Publishing<br />

EDITORIAL<br />

J. Javier Arnau<br />

RESTO DE ILUSTRACIONES<br />

Carlos M. Federici, Ángel García Alcaraz,<br />

Rodrigo Damián, Pixabay.<br />

ESCRITORES<br />

Carlos M. Federici, Gabriel Romero de Ávila, Mauricio<br />

del Castillo, Mateo «Ramblin Matt» García, J.<br />

Javier Arnau, Alejandro Morales Mariaca, Adriana<br />

Moll, José Antonio Olmedo López-Amor (reseña<br />

cinematográfica)

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