LA MALDICIÓN Texto: Gabriel Romero de Ávila 18 Caminaba torpemente, no porque sus piernas fueran a fallarle, sino más bien como si soportara en sus hombros todo el peso de la Historia. Todo el bien y el mal que hubieran hecho los hombres, y pagara por ello. Y tal vez incluso fuera así realmente. No tenía nombre, ni pasado, ni más ropa que jirones de sí mismo, que harapos de mil vidas y un millón de derrotas innombrables. Sus ojos eran negros y apagados, turbios, hundidos en un mar de arrugas injustas y de un cráneo apolillado. Sus manos eran garras, deformes y sucias, manchadas de la sangre de demasiados amigos. Y de muchos más enemigos olvidados.
Miró hacia el frente, a los niños con aros bajo lluvia de otoño, a la plaza de arena pisada, a los chorros de agua fresca llevados por el viento. Y supo que su sitio no era éste. Miró a las casas de una planta con facciones blanqueadas, a las viejas de rodillas lavando en el río, a los hombres que volvían a caballo de labrar los campos, con un sol enorme y rojizo muriendo a su espalda. Sol de sangre. Manos de sangre. El sol moría como murió Josito, con un balazo atravesando su pecho, y anegando en sangre la llanura castellana. Castila es ancha y plana como el pecho de un varón. Como un pecho ensangrentado que no quiere morirse, pero que ya no sabe volver a respirar. De pulmones sin aire que nadan en pleuras rotas. De espuma rojiza en los labios. De guerra. Los niños corrían entre bandadas de palomas, asustando a las niñas al pasar, provocando chillidos de falso miedo y revolotear de faldas plisadas. La infancia es la mejor edad del mundo, cuando tu pueblo abarca todo el universo, y la única preocupación es no perder a las chapas. Josito había sido el portero hasta que llegaron al Examen de Reválida, y nunca fue malo. Se cargó el ventanal del señor Enrique en sexto, y le dieron una buena zurra, pero aparte de eso no había dado chismes al pueblo hasta que dejó embarazada a la hija de Martínez, y tuvieron que casarlos en secreto. Quizá el niño fuera uno de éstos, ajeno a la maldad del mundo, centrado en jugar a la pelota y capturar insectos. Ignorante de lo que significa de verdad el miedo, de cuánto se puede perder en una sola guardia en trincheras. No hay mayor valor en toda la faz de este mundo que poder conservar la inocencia, porque tal parece que todos están deseando arrebatarla, y nunca vuelve. Caminó confuso entre callejas que eran todas iguales, intentando sin remedio pescar las agudas memorias que le rehuían, como peces que saltan del cesto para no ser pescado. Sus recuerdos eran una espesa cortina de niebla, enturbiados por años de gritos agónicos y estrategias de combate, por pies con llagas de nieve y la humedad en tus huesos. Josito había vivido en estas calles, había reído y bebido cerveza con esta gente, había tenido una vida, pero no lograba encontrar exactamente dónde. Todas las malditas casas eran exactamente iguales, las fachadas de cal, la ventana y la puerta. Un patio interior donde guardar aperos, y una vida hacia fuera pretendidamente digna. Y no era una vida mala, sí sufrida, sí peleada contra una tierra seca donde las plantas no quieren crecer. Una vida de gachas para todos, en una sartén con patas en el suelo, y a mojar pan. Y luego vete a arar un campo negro como la maldad de los hombres, y riégalo con tu sudor, y abona tus sueños, consciente de que ni uno solo de ellos habrá de cumplirse. De que estás tan atrapado como las mulas al yugo. Pero es una vida buena, y honrada, de seres que no tienen que bajar la cabeza ante nadie, de aceituneros altivos y cebollas de escarcha. No hay mayores 19