Colorado Review of Hispanic Studies 2007 - Spanish
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The <strong>Colorado</strong> <strong>Review</strong> <strong>of</strong> <strong>Hispanic</strong> <strong>Studies</strong> | Vol. 5, Fall <strong>2007</strong> | pages 147–164<br />
Las tribulaciones del estado-nación español:<br />
un país en búsqueda de una identidad<br />
Txetxu Aguado, Dartmouth College<br />
Durante los años de la Transición española, desde la política y sus<br />
arquitecturas de poder y desde la presión de la calle, se reorganiza un estado<br />
dictatorial para acomodarlo—algunos dirán maquillarlo—a las exigencias<br />
de las democracias liberales del entorno europeo. Al mismo tiempo, desde<br />
el ensayo principalmente historiográfico se visitan y revisitan momentos<br />
fundamentales de la historia española con la intención de reinventar—para<br />
otros simplemente maquillar—las nuevas bases del estado-nación español<br />
de la democracia. Es el problema con las transiciones: nunca se termina<br />
de saber dónde comienza lo supuestamente nuevo y dónde ha quedado<br />
enterrado lo viejo, qué es lo que perdura y qué se pone de lado en la<br />
configuración del nuevo orden político buscado.<br />
Es así que me propongo analizar las tribulaciones del estado-nación español,<br />
es decir, sus preocupaciones por articular una noción de estadonación<br />
e identidad sino satisfactorias para todos al menos tolerable para la<br />
mayoría. Comenzaré estudiando la construcción del estado-nación franquista<br />
y de su españolismo para constatar cómo en la Transición no terminó<br />
de cuajar una definición identitaria diferenciada y más inclusiva. Ello fue la<br />
consecuencia de las mismas características del momento de transición. Así,<br />
para Santos Juliá un cierto grado de olvido de lo ocurrido durante la Guerra<br />
Civil y la dictadura era necesario para definir una identidad española y un<br />
estado-nación centrado en la lealtad hacia los valores democráticos. Para<br />
otros como Juan Aranzadi o Gregorio Morán, la democracia todavía sigue<br />
vigilada por instituciones que tuvieron su origen en el franquismo. De aquí<br />
la necesidad de recuperar la memoria, que no significa otra cosa que recuperar<br />
una nación y una identidad de lo español más integradora de los que,<br />
a hoy en día, seguirían sin formar parte de la misma: todos los que fueron<br />
vencidos, por no hablar de los que vagan en fosas comunes sin abrir.<br />
La salida de las oposiciones planteadas entre Juliá, por un lado, y<br />
Aranzadi y Morán por el otro, vendrá de la mano del debilitamiento—<br />
otros dirán flexibilización—de la noción de estado-nación y de la identidad<br />
que lo representa. En este punto, discutiré la figura del heterodoxo<br />
147
148<br />
Txetxu Aguado<br />
y del exiliado de José María Ridao, junto a la noción de extraterritorialidad<br />
de Giorgio Agamben, como la mejor forma de articular una identidad<br />
más débil, menos vehemente y militante, más consciente de la historia de<br />
desplazamientos, exclusiones y muertes detrás de toda identidad, la<br />
española incluida. Estas propuestas se concretan en la noción de ciudad<br />
abierta defendida por Agamben y el escritor vasco Bernardo Atxaga.<br />
I. En el origen de la Transición<br />
Como es sabido, el estado franquista surgido de la Guerra Civil, dadas sus<br />
escasas luces ideológicas y su cerrazón cerril a todo lo que venía de fuera—<br />
salvo los remedos de fascismo italiano y de nazismo alemán de Falange—<br />
legitimó su existencia en la repetición hasta la saciedad de la lucha contra<br />
la anti-España liberal responsable de todos los males que aquejaban a lo<br />
nacional antes y después de la guerra. Tras una lucha de tres años contra<br />
cualquier forma de disidencia, exterminada sin consideración, construyó<br />
un estado que en su versión menos sanguinaria—y casi me atrevería a decir,<br />
sin ironía, con voluntad integradora—se apoyaba sobre un estado nacionalcatólico<br />
de lo más rancio y una nueva vocación imperial absolutamente<br />
quimérica, dada la realidad de la posguerra española y del nuevo reparto<br />
de poder en el mundo. Así las cosas, la autarquía económica del primer<br />
franquismo se combinó con una autarquía cultural, en palabras del historiador<br />
Santos Juliá (dos Españas 416), que impidió a las élites culturales del<br />
régimen, incluso ya mediado el siglo pasado, el dar a luz un estado español<br />
menos ensartado en catolicismos de capilla, en unidades de la patria sagradas<br />
y en convivencias samaritanas entre los estamentos sociales. No se olvide que<br />
estas ideas, sorprendentes por su extravagancia hoy en día, venían acompañadas<br />
de dosis de represión y violencia desmesuradas para el disidente. Por<br />
si fuera poco, se mantuvieron intactas al menos hasta la llegada del desarrollismo<br />
y la apertura al turismo del plan económico de 1959 en los tiempos<br />
de acceso al poder de los tecnócratas del Opus Dei. Después, el hasta cierto<br />
punto debilitamiento ideológico del franquismo de posguerra se compensó<br />
con el control económico, y ciertamente político, necesitado menos de<br />
catecismos y fantasías imperiales que de ensoñaciones de consumo europeos<br />
para esa parte de la población con vocación de clase media. 1<br />
Antes de llegar a los años sesenta, sin embargo, el estado franquista era<br />
incapaz, o simplemente no lo intentaba, de pensarse poco más allá de las<br />
retóricas que justificaron su alzamiento ilegal contra la II República. Santos<br />
Juliá resume el pensamiento político de la época en la siguiente cita que<br />
toma de la revista Alférez, título ya de por sí sintomático de la militarización<br />
de la vida social gobernada a golpe de corneta hasta bien entrados los años<br />
cincuenta. El modelo de estado propuesto por Alférez consistía en:
Las tribulaciones del estado-nación español 149<br />
afirmar la unidad de España frente a todo separatismo territorial o moral,<br />
establecer un Estado superador del liberalismo y de su última encarnación<br />
totalitaria, rescatar ciertas ideas de política eterna—libertad, derechos de la<br />
persona—“raspándolas de toda adherencia liberal” y nutriéndolas de sentido<br />
católico, tomar contacto directo y cotidiano con la realidad, incorporar los<br />
valores católicos a la vida pública española sin que jamás se borre la distinción<br />
entre potestades eclesiástica y civil y, en fin, plantear el problema económicosocial<br />
fuera de la dialéctica de la lucha de clases (dos Españas 417–18).<br />
Sigue presente la incapacidad para pensar en nociones de estado, de<br />
nación y de identidad española menos ideológicamente en deuda con la<br />
retórica de la Guerra Civil y abiertas, siquiera remotamente, a los vencidos.<br />
En suma, absoluta ausencia de reconocimiento de la pluralidad cultural y<br />
mucho menos lingüística, nada de derechos humanos si no estaban mediados<br />
por lo católico, y concordia civil a la fuerza. Traducido a otros términos,<br />
la represión cultural se enmascaró con el recurso al folclorismo y<br />
a los numerosos grupos de bailes y danzas regionales; la represión política<br />
de un estado totalitario se encubre con inventos peculiares como el de la<br />
democracia orgánica y sus representantes designados a dedo; y la represión<br />
económica y sus conflictos de clases se eluden con la socorrida recurrencia<br />
al paternalismo, que circula por un incipiente estado del bienestar a costa<br />
de silenciar voluntades democráticas como el derecho de huelga.<br />
Si bien esta noción de estado-nación continuará con más o menos fuerza<br />
hasta la misma Transición, al mismo tiempo se producirán intentos por<br />
vehicular una cierta reconciliación entre los dos bandos, las dos Españas<br />
enfrentadas, en la Guerra Civil. El más importante de estos intentos y el<br />
más conocido será el documento de junio de 1956—veinte años después del<br />
comienzo del golpe militar—del PCE (Partido Comunista Español) titulado<br />
Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica<br />
del problema español. Para Juliá este documento insiste en la necesidad<br />
de liquidar “las dos significaciones hasta ahora presentes”: una, la <strong>of</strong>icial,<br />
que celebraba la victoria y entrañaba la perpetuación del espíritu de la<br />
guerra civil, del odio contra republicanos y demócratas y del tono de cruzada<br />
frente a media España; otra, “la de los que fuimos derrotados”, que<br />
significaba la confianza en el restablecimiento de la democracia, la no aceptación<br />
de una derrota injusta y cierto ánimo de revancha (dos Españas 446).<br />
Es de destacar no sólo la intención por superar las dos Españas sino<br />
también el querer poner de lado las diferencias irreconciliables entre las<br />
derechas y las izquierdas: las unas siempre dadas a defender su ideario con<br />
la necesidad del golpe militar, y las otras siempre soñando con el cambio<br />
radical de alguna revolución que no termina por llegar. Téngase, sin embargo,<br />
en mente ese “cierto ánimo de revancha”. Será fundamental a la<br />
hora de entender lo que ocurrió antes y después de la Transición cuando<br />
se reivindique la memoria de los perdedores de la guerra y se ponga en
150<br />
Txetxu Aguado<br />
cuestionamiento la calidad del estado democrático surgido, así como la<br />
identidad española a él asociada.<br />
Lo destacable para Juliá en este momento es que surgen nuevas formas<br />
de pensar lo político: fundamentalmente el reconocimiento de la Guerra<br />
Civil “como inútil matanza fratricida” (dos Españas 457). Ello da al traste,<br />
por un lado, con la pervivencia de su espíritu entre los franquistas y, por<br />
el otro, extiende el espíritu de la reconciliación a grupos ideológicos diversos,<br />
aunque unidos en la necesidad de democratización (dos Españas 457).<br />
Éstas serían las dos patas sobre las que, en opinión de Juliá, se apoya la<br />
construcción del estado-nación democrático de la Transición, que si bien<br />
originado en el franquista tiene el mérito de evolucionar desde entramados<br />
institucionales y aparatos represivos franquistas renuentes a transicionar.<br />
“Reconciliación vino a ser, pues, como un relato que liquidaba todos los<br />
grandes relatos” (dos Españas 462), señalará Juliá, principalmente el de dos<br />
Españas enfrentadas a muerte y el de la Guerra Civil como cruzada cristiana.<br />
En la reconciliación se cierran esos dos grandes relatos ideológicos<br />
presentes en el origen de la guerra: el de la España más liberal y el de la<br />
España ultramontana de los franquistas. 2<br />
No obstante, se quiera reconocer o no, la superación de las dos Españas<br />
y la construcción del edificio estatal, nacional e identitario de Juliá necesitan<br />
del reconocimiento de los horrores y violencias vividos por el bando<br />
republicano. No se puede perdonar—que es de lo que la reconciliación está<br />
hablando—cuando sólo el bando franquista fue el único que conmemoró<br />
a sus muertos durante cuarenta años de dictadura, dejando de lado una<br />
mínima crítica al horror al que sometió a los republicanos. No puede sorprender<br />
entonces la intensidad con la que se habla de la amnesia durante<br />
la Transición y de una cultura de la misma, queriendo indicar ese mirar<br />
para otro lado cuando se traían a la palestra de lo público temas espinosos<br />
como las fosas comunes o la reivindicación de los buenos haceres políticos<br />
republicanos. No habrá reconciliación hasta que no tenga lugar el reconocimiento<br />
previo de los padecimientos del bando republicano. Ni habrá reconciliación<br />
mientras queden tantas fosas comunes sin abrir por cualquier<br />
camino al que uno mire. La reconciliación democrática no se lleva nada<br />
bien ni con el silenciamiento de la memoria republicana ni con la existencia<br />
todavía de huesos sin nombres ni apellidos.<br />
La amnesia vendría a cuestionar la calidad democrática del estado resultado<br />
de la Transición y su voluntad integradora de todos en una noción de<br />
lo español más abierta y diferenciada. Por ello, Juliá ha defendido la noción<br />
alternativa de echar al olvido. A su parecer, no habría habido tanto amnesia<br />
como ánimo de poner de lado el recuerdo sin cicatrizar del todo: “echamos<br />
al olvido cuando lo que se trata de afirmar es la voluntad de que algo sucedido<br />
en el pasado, y de lo que conservo muy vivo y hasta doloroso recuerdo,<br />
no contará en el futuro” (“Memoria” 17). No se trataría en realidad de
Las tribulaciones del estado-nación español 151<br />
olvidar como de no querer recordar deliberadamente, es decir, de desprenderse<br />
de aquello que por no haber cauterizado de forma suficiente, todavía<br />
produce dolor. De hecho, para Juliá “es falsa la historia del silencio espeso”<br />
(“Memoria” 18) atribuida a la Transición por la izquierda, y que respondería<br />
a ese espíritu de revancha que el historiador imputa a los perdedores de<br />
la guerra (dos Españas 446).<br />
Por lo tanto, Juliá asienta la emergencia del estado-nación español actual—y<br />
el calificativo de español no es gratuito—sobre el espíritu de superación<br />
de la guerra y de reconciliación de sus partes implicadas, necesitado<br />
no de amnesia sino de un echar al olvido lo que divide. En este estado surgido<br />
en la Transición, lo español vendría a configurarse como identidad y<br />
territorialidad donde todos, o casi todos, tendrían cabida. Se habría dejado<br />
de lado de una vez por todas, o ése sería el deseo, los destinos imperiales<br />
y universales del nacionalcatolicismo franquista más anticuado a favor de<br />
un cierto reconocimiento de la pluralidad ideológica e identitaria de los<br />
supuestos españoles.<br />
II. La Transición tutelada<br />
No es del mismo parecer que Juliá, Juan Aranzadi. La reconciliación habría<br />
gozado de obstáculos significativos y poderosos en los aparatos de poder<br />
franquista. Ejemplo de ello serían las innumerables intentonas de golpe de<br />
estado, tanto las dirigidas a parar el proceso democrático sin contemplaciones<br />
como esas otras, en apariencia más benignas, encaminadas a darle un<br />
fuerte golpe de timón en la dirección contraria. Para el autor, el más conocido<br />
de los intentos de golpe de estado, el del 23 de febrero de 1981, hablaría<br />
de que la<br />
“reconciliación nacional” mitificada por la transición era simbólicamente<br />
mucho más deudora de la Paz del tard<strong>of</strong>ranquismo que de cualquier<br />
demanda o reivindicación antifranquista. Bajo la imagen mítica de la<br />
contraposición entre “reconciliación nacional” y “guerra fraticida”, lo que<br />
subyacía era una alternativa política bien real—generosamente <strong>of</strong>recida a<br />
la oposición por el Monarca que instauró el Dictador—entre Monarquía<br />
Parlamentaria y Golpe Militar (549).<br />
Es decir, más que abandono de las lógicas de la Guerra Civil, la reconciliación<br />
fue el invento de las élites franquistas más s<strong>of</strong>isticadas ideológicamente<br />
para seguir en el poder, enmascarando con un mito—la supuesta<br />
superación de las tensiones de la guerra—una elección política sin contestación<br />
posible y por ello mismo perversa: la Monarquía Parlamentaria,<br />
deudora del franquismo, o el Golpe Militar. Entre estas dos opciones se<br />
movió la Transición y su espíritu de reconciliación poco debió a documentos<br />
como el del PCE arriba mencionado ni a los movimientos antifranquistas.<br />
3 Se optó finalmente por la Monarquía, aunque como ya dijera Gregorio
152<br />
Txetxu Aguado<br />
Morán, durante la Transición “se consolidó la institución monárquica, no<br />
la democracia” (238). De aquí vendría esa sensación de baja calidad de la<br />
democracia española, presente desde la misma Transición, si no desde<br />
mucho antes, y de la que se hablaba abiertamente en la prensa en la segunda<br />
legislatura gobernada con mayoría absoluta por el PP (Partido Popular).<br />
El problema de la amnesia durante la Transición se retoma ahora no sólo<br />
como olvido de la memoria republicana, sino también de las condiciones<br />
políticas en las que la Transición tuvo lugar. Es así que si de reconciliación<br />
se quiere seguir hablando habrá que situarla en sus justos términos políticos.<br />
Más que superación de las dinámicas involucradas en la guerra, que<br />
también, la reconciliación tiene por fuerza que significar reconocimiento<br />
al menos simbólico de los padecimientos de todo tipo republicanos, dado<br />
que la reparación física e incluso material encuentra dificultades objetivas<br />
obvias. Del mismo parecer es Vicenç Navarro: “la democracia española<br />
necesita una reconciliación basada no en el olvido, sino en el reconocimiento<br />
y corrección de los errores, que fueron mucho mayores entre los<br />
vencedores que entre los vencidos” (190). Igualmente, en la página anterior<br />
de su estudio matizará que “los vencedores nunca han pedido perdón a<br />
los vencidos, condición indispensable para la reconciliación, puesto que<br />
la expresión de perdón implica el reconocimiento de un error” (189).<br />
Reconocimiento de los errores y perdón entonces serían las condiciones<br />
de una reconciliación efectiva, precisamente lo que los vencedores nunca<br />
han hecho y se obstinan repetidamente en no hacer, piénsese si no en la<br />
condena a regañadientes del PP del franquismo hace unos años, o en las<br />
resistencias de la jerarquía católica a hacer un verdadero acto de contrición<br />
por sus actuaciones durante la guerra.<br />
Si hacemos caso a Aranzadi y se reconoce que la reconciliación dista<br />
mucho de ser ese mito reafirmado por Juliá, la defensa de éste último de<br />
echar al olvido la memoria que divide, en contraposición a la amnesia, se<br />
tambalea. Así, para Aranzadi: “el hecho político nuevo más relevante y de<br />
más trascendencia de la política española en la década de los noventa ha<br />
sido la ruptura del pacto de silencio sobre el lado sombrío de la transición y<br />
de la ‘democracia’, silencio que es absolutamente indispensable para que la<br />
‘mitología democrática’ tenga eficacia pragmática” (562). El silencio sobre<br />
las condiciones de la Transición, y sobre lo que supuso el franquismo para<br />
los perdedores de la guerra, es la condición necesaria, no desde luego suficiente,<br />
para que la mitología democrática española funcione como tal. De<br />
lo contrario nos quedamos con un mito de segunda clase cuya capacidad<br />
de seducción, y adscripción a sus interpretaciones y valoraciones históricas,<br />
necesitaría, como apunta Gregorio Morán, que las víctimas olvidaran<br />
quiénes fueron sus verdugos. 4 Con grandes dosis de ironía Morán propondrá<br />
en su libro El precio de la Transición un manual para transiciones en<br />
cuya proposición novena se dirá:
Las tribulaciones del estado-nación español 153<br />
Sólo los locos y los literatos viven y sufren de la memoria. Y no todos, sólo<br />
los auténticos. Los historiadores, en el mejor de los casos viven a costa de<br />
ella. En los procesos de transición es imprescindible iniciar un proceso, lo<br />
más incruento y discreto posible, de extirpación del órgano de la memoria.<br />
Recordar, vuelve a la gente escéptica y vengativa, melancólica y angustiada.<br />
Memoria histórica es la que se refiere al pasado sufrido; ésa es la peligrosa.<br />
El resto no es más que nostalgia, y la nostalgia siempre es benigna (245). 5<br />
Autenticidad, locura, literatura, parecen ser las herramientas de un<br />
proceso recordatorio no nostálgico. Mientras, cierta historia y su pretendida<br />
neutralidad aliena más que ayuda a entender el proceso histórico y<br />
nuestra inserción en él. Si la condición para transicionar sigue siendo la<br />
eliminación del órgano de la memoria y su sustitución por una nostalgia<br />
de baja intensidad, la democracia resultante difícilmente podrá ser plena,<br />
como nos recuerda Morán. Ésta estaría encaminada a integrarnos en lo<br />
que se nos <strong>of</strong>rece sin menoscabo de una memoria in<strong>of</strong>ensiva, doliente hasta<br />
cierto punto, pero no mucho, por lo que alguna vez pudo ser y se demostró<br />
imposible de ser.<br />
Dadas las condiciones amnésicas de la Transición, a Aranzadi y a Morán<br />
no les puede sorprender que el nuevo estado democrático surgido a raíz de<br />
la muerte del dictador se aparezca como uno inocente y ajeno a lo ocurrido<br />
en el pasado, cuando no reparador de los desaguisados políticos origen de la<br />
guerra. Curiosamente se trata de un estado de nueva factura donde supuestamente<br />
todos tendrían cabida: principalmente, los aparatos institucionales<br />
franquistas desde la policía al ejército, pasando por la judicatura y la administración<br />
estatal. Precisamente por este carácter inclusivo—más bien<br />
continuador de la dictadura—no deberían llamar la atención las limitaciones<br />
democráticas consagradas en la Constitución de 1978. Son más bien su<br />
manifestación. En palabras de Aranzadi: “muchos de los valores que consagra”,<br />
la Constitución de 1978, “son inequívocamente antidemocráticos,<br />
como lo es su concepción de la Nación y su vergonzante promoción de una<br />
idea de España (católica, monárquica y bajo tutela militar) que no es sino<br />
la versión democrático-formal de la España vencedora en la Guerra Civil”<br />
(552). Más que una Transición hecha por consenso entre los herederos de la<br />
dictadura y las fuerzas antifranquistas, se habrían consagrado los valores de<br />
la España eterna con el aval y refrendo de la formalidad democrática. Dicho<br />
con la claridad de Vicenç Navarro: “la transición se realizó en términos favorables<br />
a las derechas, con lo cual las instituciones y reglas democráticas<br />
en nuestro país están sesgadas hacia las derechas” (169).<br />
Que el consenso no fue tal sino más bien un proceso prácticamente cerrado<br />
y acotado de antemano, lo corrobora Navarro en sus, para algunos,<br />
controvertidas tesis sobre la Transición. 6 Las visiones realmente críticas de<br />
Aranzadi e incluso ácidas de Morán sobre lo ocurrido a la muerte del dictador<br />
Franco, cuestionan en grado variable la pr<strong>of</strong>undidad y calidad de las
154<br />
Txetxu Aguado<br />
reformas democráticas. Navarro incluso va un paso más allá al relacionar<br />
este proceso con la debilidad de la izquierda política durante la Transición<br />
y su incapacidad para gestionarla según las ideas que tuvieron algún tipo<br />
de asiento durante la II República española. De esta manera, el poder<br />
político, mediático, económico y religioso sigue sin cambiar de manos, o<br />
no al menos en el grado en que sería de desear. Se sigue dentro del “España<br />
una, grande y libre”, remozado democráticamente, tutelado por un ejército<br />
difícil de percibir como el de todos 7 y una identidad nacional participada<br />
en parte—y sólo en parte, justo es decirlo—de españolismos de pandereta<br />
de un mal gusto variable según la ocasión.<br />
Es entonces comprensible que el debate sobre las identidades de las nacionalidades<br />
históricas, y sobre los límites del estado de las autonomías,<br />
ocupe incluso hoy en día una gran parte de las energías políticas y de los<br />
malos humores ciudadanos, dados los agravios por los tratos de favor a<br />
unas autonomías frente a otras. Parece que el debate identitario—sobre el<br />
que sí se habla, e incluso diría que en demasía—ha venido a sustituir el otro<br />
debate de la memoria y las cualidades amnésicas de la Transición, sobre el<br />
que también se habla sin llegar a agotarse porque quizás, como apuntaba<br />
Morán, el recuerdo desde 1975 ha sido principalmente nostálgico. Es decir,<br />
se ha encerrado a la memoria en un ámbito de dolor privado sin permitírsele<br />
entrar en la palestra de lo público para informar la acción política. Piénsese,<br />
por poner un ejemplo reciente, que a estas alturas del estado democrático<br />
todavía se ha sido incapaz de sacar una ley sobre memoria histórica consensuada<br />
entre todos los grupos políticos. En honor a la verdad, sólo el PP<br />
y ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), y por motivos totalmente<br />
opuestos, han rechazado la ley. Dado este estado de cosas, en opinión de<br />
Navarro la constante discusión identitaria y territorial, su intensidad, está<br />
ahogando el debate sobre los problemas de la cotidianidad (31).<br />
Puede muy bien ser como apunta Navarro en el párrafo anterior, pero es<br />
difícil, por no decir que imposible, haber vivido la Transición y no sentir<br />
aversión hacia esa idea de identidad española originada en el franquismo<br />
y corroborada, mal que pese a algunos, con la instalación de banderas<br />
españolas de tamaño descomunal en la Plaza de Colón en Madrid en la<br />
época de los gobiernos del PP. Por no hablar de la pr<strong>of</strong>usa presencia de<br />
banderas preconstitucionales—franquistas—en manifestaciones auspiciadas<br />
por el mismo partido, banderas que nos retornan violentamente a nociones<br />
identarias no ya ligeramente insinuantes del franquismo más duro<br />
sino plenamente participadas de él. Parece que algunos no quisieran más<br />
que imponernos sin reparos a los demás su identidad española franquista.<br />
Afortunadamente, se suele decir que las dimensiones de los símbolos nacionales<br />
están en proporción inversa a su capacidad de convencimiento y<br />
aceptación. Es más, la argumentación favorable a la presencia de todos los
Las tribulaciones del estado-nación español 155<br />
símbolos, incluso los preconstitucionales, es cuando menos ingenua, pues<br />
ignora lo que en realidad está en juego en esas manifestaciones de patriotismo<br />
rancio y franquista: el retorno al modelo identitario predominante<br />
durante al menos los cuarenta años de la dictadura. En estas condiciones,<br />
es normal hablar de la cotidianidad a través de la identidad.<br />
Fue el franquismo quien se apropió sin contemplaciones de una idea de<br />
lo español que quizás lo haya incapacitado para su uso durante muchos años<br />
si de cohesionar se trata a una ciudadanía con identidades superpuestas.<br />
Como afirmaba el jurista, presidente del Tribunal Constitucional español<br />
y asesinado por ETA en 1996, Francisco Tomás y Valiente, “el franquismo<br />
privatizó en su propio beneficio el nombre de España” (Rubio 53). La consecuencia<br />
será “la urgencia de ‘inventar’ una identidad española nueva”<br />
(España 31) para el estado democrático español surgido en la Transición,<br />
como afirma el historiador Juan Pablo Fusi. Necesidad aún vigente cuando<br />
el propio presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero,<br />
en una entrevista con Javier Moreno, constata que hasta hoy en día “el<br />
Gobierno de España no tenía un elemento de identidad común, único, de<br />
todo su despliegue”. A partir de ahora en los anuncios institucionales se<br />
incluirá la coletilla de “gobierno de España”. Todo un síntoma del estado<br />
de cosas actual o de la poca capacidad movilizadora de sentimientos compartidos<br />
de la identidad española para una parte muy significativa de la<br />
población.<br />
A lo mejor se debería dispensar de una vez por todas con identidades<br />
y estados nacionales. Incluso Santos Juliá, defensor entusiasta de las bondades<br />
de la Transición política como se ha visto, apunta más en la dirección<br />
de lealtades constituciones que nacionales, es decir, se muestra más<br />
partidario de la democracia a secas que de una democracia con apellido<br />
nacional: “El lenguaje de democracia habla de Constitución, de derechos y<br />
libertades individuales, de separación y equilibrio de poderes” (dos Españas<br />
462). Muy en la línea del patriotismo constitucional de filós<strong>of</strong>o alemán<br />
Jürgen Habermas, el historiador parece sentirse más cómodo con una identidad<br />
democrática que con una identidad de estado-nación. Respondiendo<br />
a Fusi, la nueva identidad española es simplemente aquélla de una democracia<br />
plena. Por lo tanto, Juliá es consecuente al reclamar una asignatura de<br />
historia de alcance al menos europeo “que familiarice a los jóvenes con<br />
un tiempo en que ni las naciones ni los Estados nacionales existían, y que<br />
plantee, por ese mismo hecho, la posibilidad de que un día dejen de existir,<br />
o se transmuten en otra cosa” (“Mirando”). Se está hablando de algo más<br />
que un deseo encomiable pero de dudosa puesta en práctica. De hecho a<br />
analizar las condiciones de extinción de las naciones dedicaré la siguiente<br />
sección
156<br />
Txetxu Aguado<br />
III. La ciudad extraterritorial del refugiado<br />
¿Dónde buscar entonces el asiento de una identidad, ahora ya dará igual si es<br />
nacional o no, cuya carga sustantiva sea pr<strong>of</strong>undamente abierta, menos vigilada<br />
por los poderes fácticos de siempre? ¿Dónde acudir en busca de ese sujeto<br />
capaz de manifestar en su misma condición la crítica de las identidades<br />
de una sola dirección y de los estados que las apoyan? ¿Cómo abrir las fronteras<br />
mentales de los individuos aislados en una identidad única y uniforme<br />
y dispensar con los estereotipos con los que se caracteriza a los de fuera?<br />
Tendré que dar primero un rodeo para responder a estas preguntas.<br />
Quisiera analizar ahora, junto con José María Ridao, la figura del heterodoxo,<br />
del disidente, del exiliado, del torturado y asesinado a lo largo de la<br />
historia del estado español por defender una concepción del mismo diferente<br />
a la emanada del poder de turno. Su condición vital es la de quien<br />
rechaza dejarse llevar de la mano de concepciones del mundo cerradas y<br />
que, por si fuera poco, sirven sin excepción a los intereses más de una vez<br />
espúreos del estado y de sus identidades coyunturales. El que no encaja<br />
en la normalidad homogeneizadora de los estados-nación y de sus identidades,<br />
mira más allá de las fronteras y de los elementos simbólicos que<br />
las cierran, nombrados generalmente en términos de religión, etnicidad o<br />
territorio. Para Ridao, el heterodoxo se sitúa fuera de los esquemas mentales<br />
y territoriales de lo convencional, de lo tan asentado por la tradición<br />
que se toma como hecho natural. El heterodoxo en realidad contradice esa<br />
percepción sobre identidades y naciones que las asimila sin reparos—dado<br />
su origen en una nebulosa antigüedad histórica inaccesible—a lo natural.<br />
De hecho, la identidad, y su representación en la nación—o si se quiere al<br />
revés: la nación y la identidad con la que se da a conocer—está sujeta al devenir<br />
histórico, es decir, a la acción política que la afirma o modifica.<br />
El heterodoxo, por su lado, circula por el mundo—en demasiadas ocasiones<br />
no precisamente por voluntad propia—con una mirada no sesgada<br />
por las supuestas excelencias de lo propio ni por la crítica desmedida de lo<br />
ajeno. Se mueve cómodamente entre lo diferente, ya se trate de otras ortodoxias<br />
nacionales—reconociendo lo poco que se distinguen de las propias—y<br />
buscando en los demás esas actitudes con las que se identifica: el rechazo<br />
sin paliativos de la homogeneidad nacional y cultural, lo que vendría a ser<br />
la marca de su propia identidad, por llamarla de alguna manera. Para Ridao<br />
esa identidad se configuraría en la territorialidad que él llama Europa, no en<br />
la Europa de los estados naciones sino en la Europa formada por los heterodoxos.<br />
De hecho, al viejo debate sobre la condición europea o no del estadonación<br />
España, el autor le da una vuelta de tuerca resolutoria con la figura<br />
del heterodoxo: “En realidad, si algo hizo de España un país europeo fueron<br />
sus excluidos, sus heterodoxos, entre los que se encuentran quienes defendieron<br />
con más determinación los valores sobre los que se construyó Europa
Las tribulaciones del estado-nación español 157<br />
que ha servido de pauta a la convivencia y el pensamiento libre” (263–64).<br />
Nada de extremismos ni oscurantismos religiosos; fuera con los imperios<br />
y las unidades de destino en lo universal de la aldea patria; ya basta del<br />
etnocentrismo identitario. La identidad del heterodoxo es la que aboga por<br />
la convivencia entre diferentes—que no lo podrán ser tanto si participan de<br />
lo humano 8 —y por la libertad de pensamiento para articularla.<br />
No estamos condenados ni a repetir la historia ni a reclamar privilegios<br />
en contra de algún alguien con menos poder para oponérsenos. La historia,<br />
tomada como otro elemento de lo natural, nos determina, nos deja sin la<br />
posibilidad de hacernos como mejor nos parezca, de aquí el ilustrativo título<br />
del libro de Ridao Contra la historia. La historia es sólo una influencia<br />
más, y no es poco. Como tal, no nos impide cambiar la herencia recibida<br />
ni abogar por las prácticas políticas más incluyentes para todos. Es más, y<br />
siguiendo a Ridao: “lo que determina las posibilidades de prosperidad y de<br />
convivencia de un país no es la historia, sino algo tan menospreciado hoy<br />
como la razón política de quienes lo habitan, la voluntad de lograr acuerdos<br />
que hagan del presente un ámbito hospitalario para todos” (11), para<br />
los de dentro y los de fuera, y para los que estando dentro se les conmina<br />
a riesgo de su vida a exiliarse: a formar parte de los de fuera o a aislarse en<br />
su interioridad. La razón política de la voluntad de la convivencia pacífica<br />
pasa entonces por desterritorializar el estado-nación y su identidad o, si se<br />
quiere, pasa por desnacionalizarlo. Es decir, pasa por romper de una vez por<br />
todas con las fronteras interiores y exteriores que nos colocan a un lado u<br />
otro de la valla nacional. ¿Podrá el estado-nación español, y las ansiedades<br />
de los nacionalismos periféricos por acceder a uno, desterritorializarse y<br />
situarse del lado de lo hospitalario para todos en lugar de lo conveniente<br />
sólo para algunos?<br />
El espacio y tiempo del heterodoxo, y la condición europea de España,<br />
tal y como la define Ridao, se sitúa al margen de los actuales estados y naciones.<br />
Se configura más bien como una aterritorialidad nacional, es decir,<br />
como un espacio no configurado de acuerdo a las identidades nacionales<br />
ni como una temporalidad marcada por los ritmos de un pasado histórico<br />
imperecedero y heredado. Definido de esta manera se aproxima mucho a la<br />
noción de extraterritorialidad para la Europa por venir del filós<strong>of</strong>o italiano<br />
Giorgio Agamben:<br />
we could conceive <strong>of</strong> Europe not as an impossible “Europe <strong>of</strong> the nations,”<br />
[…] but rather as an aterritorial or extraterritorial space in which all the<br />
(citizens and noncitizens) residents <strong>of</strong> the European status would be in a<br />
position <strong>of</strong> exodus or refuge; the status <strong>of</strong> European would then mean the<br />
being-in-exodus <strong>of</strong> the citizen […] European space would thus mark an<br />
irreducible difference between birth [nascita] and nation in which the old<br />
concept <strong>of</strong> people […] could again find a political meaning, thus decidedly<br />
opposing itself to the concept <strong>of</strong> the nation (Means 25).
158<br />
Txetxu Aguado<br />
La cita de Agamben merece una pequeña aclaración. Su oposición a la<br />
idea de ciudadano—lo cual podría sorprender en una primera lectura,<br />
sesgada además por la necesaria brevedad de la cita—parte de su inextricable<br />
unión con la idea de nación desde sus orígenes en la modernidad. El<br />
ciudadano es tal, para Agamben, porque ha entregado al estado-nación la<br />
protección de su vida a cambio de todo el aparato de derechos y obligaciones<br />
que se le concede. Lo problemático surge al constatar cómo esa vida<br />
ciudadana—por la misma unión unívoca entre nacimiento, estado-nación<br />
y territorialidad florecida en la idea de ciudadanía—excluye lógicamente al<br />
no ciudadano: ése sin nacimiento en el territorio del estado nacional.<br />
Llegados a este punto, y si se rechaza la idea de ciudadanía, la redefinición<br />
de la noción de pueblo se presenta, para Agamben, como la más activa<br />
a la hora de articular un significado político novedoso, pues rompe la<br />
ligazón esencial entre nacimiento y nación. Y es que el pueblo vendría a<br />
incluir por igual al que pertenece, el ciudadano, como al excluido, el nociudadano<br />
en la terminología de Agamben. E incluso comprendería a cualquiera<br />
privado de una condición nacional, bien porque sea un apátrida o<br />
porque su nacionalidad no le garantice una mínima protección en su estatus<br />
como otro. Lo propio del pueblo de Agamben, por lo tanto, sería la<br />
extraterritorialidad o la aterritorialidad, es decir, el estar fuera de la noción<br />
de territorio o el no poseer ninguno. De aquí que el filós<strong>of</strong>o proponga la superación<br />
del esquema ciudadano-nación con el del refugiado o exiliado, en<br />
situación de éxodo de la ciudadanía y de una territorialidad nacional. Una<br />
sociedad, una Europa, formada por exiliados y refugiados sería aquella en<br />
la cual nadie reclamaría privilegios en función de su nacimiento ni etnicidad,<br />
entre otras razones porque no habría entidad política alguna que<br />
los garantizara como tales. Más que hablar de una Europa de las naciones<br />
se llegaría a una Europa de los refugiados y exiliados de toda condición<br />
limitadora, represora o eliminadora de su condición vital.<br />
Este refugiado participa plenamente de las características que para el<br />
heterodoxo reclamaba Ridao, y de su voluntad a favor de la convivencia<br />
y el pensamiento libre (264), que finalmente tendrá que optar en contra<br />
de esa entidad política que le condena al exilio o a su condición de refugiado,<br />
encontrando solaz para su penas en la condición de otros como él.<br />
De hecho, para Ridao la Europa que él reclama no puede estar más lejos de<br />
la interminable lista de atrocidades que caracterizan a todos y cada uno de<br />
los estados europeos. Lo cual no es óbice para constatar las diferencias y<br />
mayor grado de tolerancia de unos estados frente a otros. 9 Sin embargo, la<br />
condición del heterodoxo de Ridao sólo encuentra su habitáculo propio en<br />
esa Europa extraterritorial y aterritorial de Agambern.<br />
Desde otro espectro historiográfico y político, Fernando García de<br />
Cortázar también ha postulado la identidad del estado-nación español<br />
como ésa que condena a los españoles a ser exiliados (56–7), “ser español:
Las tribulaciones del estado-nación español 159<br />
ser sin estar” (69). Dicho de otro modo, a vivir en perpetua condición de<br />
extraterritorialidad. Lo español se vuelve a identificar con el permanente<br />
exilio, equiparándose la condición del no estar con el ser español-exiliado<br />
o refugiado. Una vez alcanzado este punto en el razonamiento, no es demasiado<br />
difícil llegar al rechazo de la identidad española y de su estado—<br />
un paso que García de Cortázar desde luego no da—porque condena a un<br />
número significativo a no estar, a no contar, a no existir. Y los que no cuentan<br />
ni existen, porque se les priva de la voz, son aquellos que no han querido<br />
definirse a sí mismos como nacionales de ningún lugar. En otras palabras,<br />
aquellos que no han querido participar conscientemente del nacionalismo<br />
como esa doctrina que actualiza la unión entre nacimiento-nación-estado-territorio<br />
de Agamben. El historiador Juan Pablo Fusi denomina a<br />
esta actitud “no nacionalismo” (2006, 9), no necesariamente furibundamente<br />
antinacionalista, pero reclamando sin contemplaciones un espacio<br />
de existencia propio para su proceder y pensamiento. Para Fusi, este no<br />
nacionalismo consistiría en<br />
el conjunto de manifestaciones, sentimientos, ideas, doctrinas, movimientos<br />
y partidos que, nacidos y operativos en las mismas sociedades (nacionalidades,<br />
regiones, culturas, pueblos, territorios…) en que el nacionalismo<br />
fue, o terminó por ser, esencial, no compartirían las tesis del nacionalismo,<br />
ni vivirían su identidad como nación, ni harían de la idea de nación el<br />
fundamento de la política (Identidades 10).<br />
No vivir la identidad como nación es romper con el vínculo naciónnacimiento<br />
de Agamben, y no centrar la actuación política desde y dentro<br />
de la nación es alinearse con el refugiado cuya condición fundamental es la<br />
de extraterritorialidad.<br />
¿No debería construirse la identidad desde las figuras del heterodoxo<br />
de Ridao y del no nacionalismo de Fusi, emparentados en mayor o menor<br />
grado con el refugiado y exiliado de Agamben? Juliá circunvala el problema<br />
planteado por Agamben, situando al ciudadano en una casi imposible órbita<br />
de ruptura con su estado-nación. El historiador propone la lealtad a la<br />
constitución democrática, aunque luego abogue por la desaparición de los<br />
estados-naciones. Bien mirado, también Juliá habría encontrado acomodo<br />
al refugiado, exiliado o heterodoxo dentro de una organización política<br />
democrática supra-nacional o extra-nacional—de aquí su deseo de extinción<br />
de las naciones—aunque Agamben no siente particular simpatía por<br />
este razonamiento que sigue pagando débitos a la idea de nación.<br />
Pero volvamos a la pregunta del párrafo anterior. Incluso si la respondemos<br />
afirmativamente, todavía nos quedaría la cuestión de qué hacer con el<br />
sentimiento local, con ese sentimiento de pertenencia no expresado necesariamente<br />
mediante macroestructuras políticas como la nación, pero que<br />
recurre a elementos territoriales, lingüísticos o étnicos propios para darse
160<br />
Txetxu Aguado<br />
a conocer. De acuerdo, parte, e insisto, una parte sustancial de él se define<br />
por los recorridos del estado-nación criticado por todos estos autores. Muy<br />
bien, pero ¿qué hacer con esa otra parte del sentimiento local sin vocación<br />
nacional? Puede parecer una contradicción, pero no lo es. Lo local, al menos<br />
el que aquí discutiré brevemente a continuación, no tiene por qué aspirar a<br />
materializarse en estados ni tiene por qué ser el representante más genuino<br />
de la nación. Mejor sería entenderlo, en todo caso, en tensión continua por<br />
no caer en dos extremos igualmente nefastos para su formulación. Por un<br />
lado, lo local no es mero folclorismo, no es una particularidad del exotismo<br />
totalmente desligado del contexto socio-cultural en el que tiene lugar; por<br />
el otro, lo local no es necesariamente la primera piedra de la nación, la base<br />
del origen histórico de la misma. Desde otro punto de vista, y utilizando las<br />
expresiones afortunadas de Zygmunt Bauman, lo local no delimitaría una<br />
comunidad efímera, como las “comunidades de guardarropa” (7) formadas<br />
coyunturalmente en una discoteca o un hotel. De igual manera, tampoco<br />
daría expresión a los “agravios sociales huérfanos” (Bauman 13): discriminaciones<br />
y represiones sufridas por sujetos colectivos, y no por individuos,<br />
sin instituciones—o estados—que los rememoren. 10<br />
Lo local, tal y como aparece en la obra de escritores periféricos como<br />
Suso de Toro, Manuel Rivas o Bernardo Atxaga, más que redefinir, diluyen<br />
lo español en un concepto no nacional, o al menos así se pretende, como<br />
lo europeo, es decir, como lo que no tiene ni una lengua ni una etnia ni un<br />
territorio por completo definidos ni cerrados. Otra cuestión será dilucidar<br />
la factibilidad de este proceso: si lo europeo es la aterritorialidad de la superación<br />
del estado-nación, o simplemente su remedo menos concreto y,<br />
por lo tanto, más presentable.<br />
En cualquier caso, para Bernardo Atxaga, tomándolo como ejemplo de<br />
lo que aquí se propone, lo local o lo particular, y no necesariamente igualado<br />
al reclamo de un estado que lo represente, “tiene muchísima fuerza,<br />
una fuerza que quizás provenga de nosotros mismos, de que vivimos en tal<br />
pueblo o tal ciudad y no nos podemos mover con facilidad, de que estamos<br />
sujetos a un punto concreto del mundo por una especie de atracción gravitatoria<br />
y no podemos vivir en varios sitios a la vez” (25). Si todos, siguiendo<br />
a Agamben, participamos de la condición de la extraterritorialidad en relación<br />
con algún otro, también es cierto que compartimos con ese mismo<br />
otro una localidad: esa fuerza gravitatoria que nos amarra a un algo y que,<br />
no obstante, también sentimos en más de una ocasión como un peso difícil<br />
de sobrellevar. Más que separar, lo local tiende puentes entre personas de<br />
procedencias geográficas y comportamientos variados. No se trata de constatar<br />
la diferencia por la diferencia, ni la variedad por la variedad, como si<br />
lo único relevante fuera la existencia de la diversidad en sí misma. Lo local<br />
no es una manera de introducir diversificación en el supermercado global<br />
de las identidades. Por el contrario, el apego a una localidad manifiesta la
Las tribulaciones del estado-nación español 161<br />
dependencia de nuestra existencia y rasgos culturales característicos con la<br />
comunidad que nos vio nacer. Algunos de estos rasgos no merecerán volver<br />
a ser mostrados y habrá que olvidarlos cuanto antes; otros funcionarán<br />
como los cimientos sobre los cuales construirnos en el día a día.<br />
La propuesta de localidad de Atxaga tampoco significa la vuelta a la<br />
aldea como el lugar menos contaminado de exterioridad. Nada más lejos<br />
de ello. El autor aboga por una ciudad—teñida de localidad vasca—que<br />
haga suyos a todos los que la integran posean o no, se quieran adscribir o<br />
no, a esa localidad. Por decirlo de otra manera, y sin forzar los conceptos,<br />
Atxaga propone una ciudad extraterritorial—sí, extraterritorial porque no<br />
relaciona pertenencia a la misma con nacimiento, nación, estado ni territorio—pero<br />
sujetándola por la inescapable fuerza de la gravedad “a un punto<br />
concreto del mundo”. En palabras de Atxaga:<br />
Esta ciudad es de todos los que han llegado, y esta ciudad es de todos los<br />
que la han construido y la van a construir. En principio, una ciudad admite<br />
barrios, admite que viva gente muy diversa […] Quisiera que en esa ciudad<br />
existiera un buen barrio que hablara la lengua que yo hablo con mis hijas,<br />
el euskara, la lengua en la que escribo; pero sería un lugar en principio para<br />
todos (Medem 911–12).<br />
Una ciudad de todos para todos, la descrita por Atxaga, con una ventaja<br />
con respecto a la propuesta de Agamben de ciudad europea, a la que<br />
por cierto también se le ha añadido un calificativo de localidad. Propone<br />
Agamben: “European cities would rediscover their ancient vocation <strong>of</strong> cities<br />
<strong>of</strong> the world by entering into a relation <strong>of</strong> reciprocal extraterritoriality”<br />
(Means 25). La ciudades europeas parten de su localidad particular con<br />
vocación de articularse como ciudades del mundo, extraterritoriales por<br />
estar al margen de estados-naciones, y cuyas relaciones no estarán gobernadas<br />
por jerarquías de pertenencia. Mientras Agamben ciñe su ciudad a<br />
una localidad por arriba, abstracta, como la europea, Atxaga apoya su ciudad<br />
en una localidad por abajo, mucho más concreta. Mientras lo europeo<br />
promueve la neutralidad local, lo cual facilita la convivencia ciertamente,<br />
la ciudad vasca de Atxaga favorece la cimentación de lo compartido entre<br />
sus habitantes, la comunicación entre los mismos, lo cual facilita la integración<br />
social. Esta es la ventaja a la que me refería: establecer ciudades<br />
no significa acumular individuos en una geografía todo lo abierta que se<br />
quiera, sino establecer además relaciones de comunicación estable entre<br />
sus habitantes.<br />
Como no podía ser menos, las tribulaciones del estado-nación español,<br />
como la de otros estados europeos, se relacionan con la imposibilidad de<br />
alcanzar una definición satisfactoria para la mayoría de identidad nacional.<br />
En el caso particular español, la forma en que se llevó a cabo la reorganización<br />
del estado después de la Guerra Civil y la ideología españolista<br />
que la sustentaba, no hizo más que incapacitar la denominación identitaria
162<br />
Txetxu Aguado<br />
española hasta prácticamente nuestros días. La manera peculiar en que se<br />
llevó a cabo la Transición facilitó, para historiadores como Santos Juliá, la<br />
emergencia de una identidad española democrática de nueva planta centrada<br />
en la defensa de valores constitucionales. Y es que lo español necesita<br />
de una definición radicalmente distinta a la heredada del franquismo, dado<br />
el uso abusivo y partidista que éste hizo de él, como señalaban Juan Pablo<br />
Fusi o Fracisco Tomás y Valiente. Para otros autores como Juan Aranzadi,<br />
Gregorio Morán o Vicenç Navarro esta misma dependencia de la Transición<br />
del tutelaje de instituciones franquistas recogidas en la Constitución de<br />
1978 haría difícil, por no decir que imposible, la limpieza de elementos no<br />
democráticos de la identidad española y de su estado.<br />
Quizás el tiempo de las identidades fuertes y del estado-nación clásico<br />
hayan pasado, siempre y cuando se busque por encima de todo la convivencia<br />
pacífica y la integración social, en lugar de la construcción sin miramientos<br />
de violencia de estados étnicamente homogéneos. Es aquí donde<br />
las nociones de extraterritorialidad de Giorgio Agamben, junto con la discusión<br />
sobre el heterodoxo de José María Ridao y el concepto de no nacionalismo<br />
de Juan Pablo Fusi, vienen a sentar las bases de esa ciudad de<br />
Bernardo Atxaga abierta, democrática, participativa y gestionada por sus<br />
habitantes cualquiera que sea su nacimiento, territorio o etnia de origen. Si<br />
se está ante una definición muy atractiva de ciudad, integradora y cohesionadora<br />
de sus habitantes, no puede ignorarse igualmente el largo camino<br />
por recorrer para llegar a sustantivarla. La Europa de las naciones y de las<br />
identidades excluyentes goza todavía de buena salud.<br />
Notas<br />
1 Luis García Berlanga ejemplificó como nadie en El verdugo (1963) las ansiedades de personajes<br />
de extracción social baja por acceder a niveles de consumo europeos con vacaciones en Palma<br />
de Mallorca incluidas. El precio a pagar será la participación en las estructuras de ejecución legal<br />
franquistas con un trabajo relativamente bien remunerado: el de verdugo.<br />
2 Igualmente, para el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, la superación<br />
de las dinámicas de la Guerra Civil es el origen de la identidad española democrática: “nuestra<br />
identidad fundacional surge de la concordia de la transición, porque nuestro país queda marcado<br />
por un hito dramático como la Guerra Civil” (D’Arcais 11).<br />
3 Juan Aranzadi es realmente crítico con la reconciliación y con la influencia de la resistencia al<br />
franquismo en la misma. Léase si no la siguiente cita: “Una reconciliación que empiezan por<br />
proponer, en 1956, los vencidos, a modo de eufemización del reconocimiento de su definitiva<br />
derrota: la estrategia de la “reconciliación nacional” la diseña, para intentar salir de la bancarrota,<br />
un Partido Comunista” (546). Se refiere el autor, claro está, al documento del PCE “Por la<br />
reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español” de junio<br />
de 1956.<br />
4 “La capacidad de encantamiento de toda transición pacífica desde una dictadura hasta una democracia<br />
procede de algo tan llamativo como que las víctimas consientan olvidar a los verdugos”<br />
(Morán 232).
Las tribulaciones del estado-nación español 163<br />
5 Una nostalgia encantadoramente benigna, y también empalagosa y ñoña, informa series de<br />
televisión populares como Cuéntame como pasó sobre la vida de una familia durante los años previos<br />
a la Transición.<br />
6 Entre ellas que “Las insuficiencias del Estado del bienestar tienen su origen en las insuficiencias de<br />
la democracia en Cataluña y en España—dominio que aparece tanto en la cultura política como<br />
en la mediática—, y que es el resultado de la manera como se realizó la transición” (Navarro 24).<br />
7 Apunta Navarro: “Y el Ejército no se verá como el Ejército de todos, incluidos los vencidos, hasta<br />
que no condene el golpe militar de 1936 y la etapa franquista del ejército—tal como el ejército<br />
alemán ha hecho con el nazismo” (181).<br />
8 Así lo ha apuntado en alguna ocasión Muñoz Molina al afirmar que si entre un primate y un<br />
humano las diferencias genéticas son extremadamente pequeñas, por fuerza debería haber<br />
más similitudes entre un vasco y un andaluz, lo que prácticamente los convertiría en iguales.<br />
Ciertamente, ¡cómo podría ser de otra manera! Lo que diferencia no es la genética—por muy<br />
cómoda que sea para justificar el privilegio político o social—sino la cultura, tan irreducible entre<br />
primates y humanos como entre los nacionalismos que reclaman una diferencia infranqueable.<br />
9 Por poner un ejemplo, no se debería devaluar la saña represora de la Inquisión española por el<br />
mero hecho de que hubo Inquisición en otros lugares.<br />
10 Piénsese en que estos sujetos colectivos son de definición casi imposible en sociedades complejas<br />
como las europeas No sería éste el caso, claro está, en las guerras étnicas de los Balcanes, donde<br />
los “agravios sociales” han conocido ciertamente una revitalización siniestra por cuanto se ha<br />
intentado borrar la huella de grupos étnicos específicos de todo un territorio. Aquí sí que la identidad<br />
individual ha sido atacada especialmente en su vertiente colectiva.<br />
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