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Pretendía jugar a la famosa videoconsola que tanto admiraban los niños como<br />
él, pero como la tele no funcionaba, no hubo más remedio que dejar de lado esa<br />
agradable idea.<br />
De repente, algo inusual sucedió en él: se interesó por el contenido de aquella<br />
enorme estantería repleta de libros de lectura (todos eran de su madre) que<br />
tanto había despreciado hasta entonces.<br />
Cogió uno de ellos, al azar. De todas maneras no le importaba. Aquel libro<br />
había sido leído tantas veces que sus ajados lomos estaban ya rotos y apenas se<br />
podía distinguir su título. Lo hojeó un poco. A simple vista se podía decir que<br />
trataba sobre algo de una patrulla que extrañamente se dedicaba a quemar los<br />
libros.<br />
“Ahí sí que me hubiera gustado estar a mí, cómo hubiera disfrutado” pensaba.<br />
Junto a ese libro se encontraban en iguales condiciones obras de escritores tan<br />
desconocidos para Alex como el paradero de la mítica Atlántida.<br />
Verne, Dumas, Cervantes, Kipling, Salgari, Defoe, Stokes, Quevedo, Berceo,<br />
Homero, Doyle, Poe, Wells, Virgilio, Lope de Vega, March.... y un sinfín de<br />
nombres y apellidos tan extraños como extravagantes para aquel desdichado<br />
niño al que tan sólo le importaba el mundo de la pequeña pantalla. Tal vez no le<br />
hubiera importado ver algunos de esos títulos en versión cinematográfica, así<br />
como aquellos dibujos tan graciosos que recordaba ver en su tierna infancia,<br />
pero entre leérselo y ver su versión adaptada se encontraba un profundo y<br />
oscuro abismo.<br />
Inesperadamente (tal vez fue la Providencia) tomó una sabia decisión: comenzó<br />
a leerse el famoso libro “La máquina del tiempo” de H.G. Wells. Aquel libro,<br />
por lo que parecía, podría gustarle. En él se encontraban los factores que más le<br />
apasionaban: fantasía, acción, ciencia ficción y misterio.<br />
Y así pasaron las horas, leyendo y leyendo sin cesar, encerrado en su cuarto, y<br />
disfrutando de aquel gran libro. Podía haber temido que le ocurriera lo mismo<br />
que al ingenioso hidalgo Alonso Quijano, pero aquello no importaba, seguro<br />
que la tele acarreaba más penosas consecuencias.<br />
Tan concentrado estaba, que se olvidó de todo, y no se dio cuenta de que su<br />
madre le llamaba.<br />
- Cariño, por fin la tele ya va. No sé qué le habrá pasado- le dijo la madre.