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10º<br />
Irene Moray Rodríguez<br />
Colegio Santa Caterina de Siena<br />
Barcelona<br />
Era una tarde de otoño. Yo estaba reposando en un sillón bastante incómodo,<br />
aburrida como de costumbre, hojeando revistas viejas. Mi madre estaba de pie<br />
junto a la ventana, con un cigarrillo entre las manos. Tenía la mirada perdida,<br />
dirigida hacia el exterior, sus ojos sin brillo extraviados entre la multitud.<br />
Mi padre yacía en el sofá, delante de la televisión, mirando sin mirar, con el<br />
mando en una mano y una lata de cerveza vacía en la otra. Su demacrado rostro<br />
no mostraba expresión alguna, tan solo indiferencia.<br />
El viento soplaba rabioso, tanto, que movió la antena del televisor. Al ver que<br />
empezaba a fallar, mi padre le dio unos golpes para arreglarla, pero nada<br />
sucedió. Siguió golpeando la pantalla, cada vez con más fuerza, chillando y<br />
maldiciendo aquel viento que había interrumpido la única distracción que le<br />
libraba de reconocer la verdad: que su vida estaba vacía.<br />
Mientras mamá seguía sumida en sus pensamientos, ignorando los ruidos de<br />
mi padre, rechazando mi sufrimiento. El cigarrillo se consumía entre sus dedos,<br />
intacto.<br />
Noté un nudo en la garganta y un fuerte dolor en el pecho. Sentí como si cientos<br />
de afilados cuchillos perforaran mis sienes. No soportaba aquella situación: mi<br />
familia deshecha por culpa de unos padres que no querían abrirme su corazón,<br />
ya enmohecido, por el paso de una vida que no daba segundas oportunidades.<br />
Fui corriendo al garaje, cogí mi vieja bicicleta y pedaleé enérgicamente hasta<br />
llegar a la playa. Una vez allí, tiré la bicicleta al suelo, y corrí torpemente por la<br />
orilla, sin rumbo fijo. Caí a la arena. Me incorporé, me quité los zapatos y<br />
contemplé.<br />
El viento creaba dunas en la arena, que golpeaban bruscamente contra mi<br />
rostro. El mar estaba furioso, las olas rompían con fuerza y el agua salpicaba<br />
por todas partes. Parecía que el mar estuviera llorando. Las lágrimas<br />
empezaron a brotar de mis ojos enrojecidos y no pude reprimir un gemido.<br />
Me sentía sola, y veía que mi vida perdía el sentido, sin ningún sueño por el<br />
que luchar. Era un pájaro enjaulado y quería volar en libertad.<br />
Y, en un acto de desesperación, me uní al mar. Nadé junto a él durante horas,<br />
los dos unidos en un fuerte abrazo que nada ni nadie podía romper. Jugamos a<br />
un juego ficticio llamado “felicidad”, me adentré en sus profundidades y juntos