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LA PUTA.- Los hay que vienen con sus madres, sus hijas o sus<br />
amantes. El embajador viene con su esposa. Nunca entran en mi<br />
dormitorio. Se quedan al otro lado de la puerta. Yo me aprieto para<br />
escuchar mejor los ruidos y sufrir más. El embajador quiere<br />
recordarme que he de padecer la disciplina que lo inalcanzable<br />
impone a la enamorada: morir deprisa. Comienza a hablarle de amor<br />
a su mujer. Sabe que no hace falta elevar la voz para que me entren<br />
ganas de matarme. Un susurro ya me taladra los oídos. El embajador<br />
no tarda en abrirle las piernas a esa... El embajador sabe que odio a<br />
su esposa. Una mujer enamorada tiene derecho a que le duela la otra<br />
mujer como una gangrena. Tiene derecho a insultar y a escupir. Una<br />
mujer enamorada tiene derecho a crucificarse y a condenar a los<br />
malditos. El embajador y su esposa fornican igual que perros. Sus<br />
primeros gemidos los recibo con un espasmo. Mi cara empieza a<br />
desordenarse Ya que no puedo clavar un cuchillo en su corazón lo<br />
clavo en propia cordura. Hacen mucho ruido. Aunque procuran<br />
disimularlo lo escucho todo. Pero le escucho como si estuviera debajo<br />
del agua, a dos mil metros de profundidad, medio aplastada,<br />
ahogándome, con el cráneo a punto de saltar en pedazos. Al<br />
embajador se le multiplica la potencia intuyendo mi desastre. Me<br />
meto las sábanas en la boca hasta desencajar la mandíbula. No tiene<br />
que advertir mis aullidos. Debo enardecerle con mi silencio, que él<br />
pronosticará silencio de cadáver. Si llegara a oírme pagaría menos. Y<br />
continúo sacudida por violentas convulsiones, tiritando, hasta que<br />
finalmente mi cuerpo se abre y se derrama en heces y orines. Al<br />
concluir su actuación el embajador entra en mi alcoba y comprueba la<br />
masacre. Se acerca por ver si todavía me queda algún temblor en el<br />
pecho. Los dos nos damos cuenta de lo difícil que es morir, aunque<br />
sea de amor.