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Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez

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TRES<br />

EL SECRETO DE LAS INDIAS<br />

EL TRAJÍN <strong>de</strong> los criados prosiguió <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> misa. Algunos vecinos chismeaban. Se<br />

habían acodado en los postes <strong>de</strong>siguales. Uno se <strong>de</strong>tuvo, con el hato <strong>de</strong> ovejas que<br />

arreaba hacia el ejido. Por un minuto, convirtió a la plazuela en atormentada charca <strong>de</strong><br />

lanas espumosas.<br />

Nubes <strong>de</strong> polvo salían <strong>de</strong>l zaguán. Flotando sobre ellas, como diosa airada, veíase<br />

pasar y repasar a la viuda <strong>de</strong> Bracamonte.<br />

Mergelina, la dueña coja, hostigaba a los negros remolones. Les daba en la espalda,<br />

con su bastón. Era una hembra atrabiliaria, <strong>de</strong>smolada, con puntas y collares <strong>de</strong><br />

hechicera. Pesada corcova le <strong>de</strong>formaba el espinazo. Un incisivo solitario, afilado, violeta,<br />

le partía la boca. Traía un mondadientes <strong>de</strong> oro sujeto a una ca<strong>de</strong>nilla <strong>de</strong>l mismo metal,<br />

que le colgaba <strong>de</strong>l cuello. Con él hurgaba prolijamente, cerrando los ojos y chasqueando<br />

la lengua, aquel hueso obscuro, cual si esperara <strong>de</strong>scubrir en sus raíces las pagas que le<br />

<strong>de</strong>bía el hidalgo <strong>de</strong> Salamanca. En toda la mañana no había cesado <strong>de</strong> gruñir. A veces,<br />

ejecutando un mandato suyo, un esclavo aparecía en el umbral <strong>de</strong> la puerta y,<br />

diestramente, haciendo tornos con la vasija, arrojaba al pantano <strong>de</strong> la calle un perol <strong>de</strong><br />

líquido hediondo, o residuos <strong>de</strong> yantas, o bultos <strong>de</strong> cosas sin hechura ni aplicación, que<br />

por cierto no olían a estoraques. Enseguida, ocho o diez perros se abalanzaban, con<br />

ladridos <strong>de</strong> júbilo, sobre el convite.<br />

El rebullicio <strong>de</strong> los esclavos moría en el último patio. Allí, echada en una hamaca <strong>de</strong><br />

fibras gruesas, Violante jugaba con sus papagayos y sus abanicos. Cuando le placía, se<br />

refrescaba con una tajada <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> aquellos celebérrimos melones <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>,<br />

zumosos, rosados como carne <strong>de</strong> niños, que los viajeros alabaron.<br />

Una negra mecía la red. Sus movimientos <strong>de</strong>cían la lasitud cimbrante <strong>de</strong> su Guinea<br />

natal. Luego tornaba a su labor, que era peinar a un gato y daba fuertes risadas ante su<br />

enojo cortado <strong>de</strong> bostezos.<br />

Tupidas higueras las separaban <strong>de</strong> la huerta. El perfume <strong>de</strong>l limonar traicionaba su<br />

cercanía.<br />

Los pajarracos prolongaban su aleteo, en <strong>de</strong>rredor <strong>de</strong>l columpio. El sol les bruñía el<br />

plumaje. Los había <strong>de</strong> color azul excitado y <strong>de</strong> escarlata iracundo, como caperuzas <strong>de</strong><br />

bufones. Uno, tieso, que parecía un lectoral, no paraba con sus algarabías. Otro se<br />

<strong>de</strong>sgañitaba por chillar, a troche y moche: “¡Doña Mergelina está namorada! ¡Doña<br />

Mergelina está namorada!”. Más lejos, perchado en una alcándara e inmovilizado por<br />

pihuelas <strong>de</strong> cordobán, un halcón picoteaba una presa. Habíanlo cazado en Cochinoca, en<br />

el Tucumán, en las fronteras <strong>de</strong>l Perú. Doña Uzenda lo conservaba como postrer<br />

homenaje a don Bartolomé, maestro <strong>de</strong> volatería.<br />

En medio <strong>de</strong> aquellas aves gárrulas, los aventadores semejaban pequeños pájaros<br />

murmurantes. Desplegaban las alas nerviosas y las recogían <strong>de</strong>spacio o sumían el pico<br />

<strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y ataujía en las manos <strong>de</strong> la doncella.<br />

Dos abanicos tenía Violante. Dos abanicos y un soplido. Su madre, fiel a la costumbre<br />

española, habíala iniciado, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los ocho años, en los melindres <strong>de</strong> su empleo. A los<br />

dieciséis, era toda su ciencia <strong>de</strong> la vida: orar y hacerse aire.<br />

Y aquella mañana se hacía aire, lánguidamente, armonizando el ritmo sensual <strong>de</strong> la<br />

hamaca con el <strong>de</strong>sganado vaivén <strong>de</strong>l ruedo <strong>de</strong> plumas.<br />

Doña Uzenda le previno que por la tar<strong>de</strong> la visitarían. Acaso viniera el obispo. Acaso<br />

Manuel Mujica Láinez 11<br />

<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>

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