Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
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<strong>de</strong>sengaños. Aplastada y erguida. ¿No merecía, por ventura, que por ella acometiera<br />
alguna empresa gran<strong>de</strong>? ¿No merecía que las gentes proclamaran, en todos los rincones<br />
<strong>de</strong> América, en Quito y en Cartagena <strong>de</strong> Indias, en Portobelo y en el Yucatán, en las<br />
capitales que se asentaban sobre piedras <strong>de</strong> cien centurias y en las que sentían correr,<br />
por su entraña, el río espeso <strong>de</strong>l oro: “Ese es <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> Bracamonte, paladín <strong>de</strong> El<br />
Dorado, matador <strong>de</strong>l Dragón, vencedor <strong>de</strong>l Gigante y triunfador <strong>de</strong> las Siete Islas <strong>de</strong> los<br />
Siete Obispos Encantados”? ¡<strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>!<br />
La traza <strong>de</strong> la ciudad se <strong>de</strong>sfiguraba. Blancos humos la envolvían, hasta mudarla en<br />
sombra espectral. Y allí surgía Violante. Y él era <strong>Galaz</strong>, el <strong>de</strong> Violante, y <strong>Galaz</strong>, el <strong>de</strong> la<br />
villa <strong>de</strong>l Río <strong>de</strong> la Plata. Sueño <strong>de</strong> sueños... Amor <strong>de</strong> hembra y amor <strong>de</strong> terruño. ¡Amor<br />
<strong>de</strong> gloria, en verdad! ¡Qué ardimiento le infiltraba en los músculos aquel añorar<br />
<strong>de</strong>shilvanado!<br />
Por el medio <strong>de</strong> la Plaza, avanzaba bamboleándose un ser <strong>de</strong>forme, a modo <strong>de</strong><br />
escarabajo gigantesco. Irresistiblemente, el mancebo le apremió:<br />
—¡A<strong>de</strong>lante, seor Ginés, con la carga preciosa, que parece que viniera vaporando<br />
vanagloria <strong>de</strong> traerla sobre los hombros!<br />
Era un mestizo <strong>de</strong>l Fuerte. Cuando se reunían los cabildantes, <strong>de</strong>bía cubrir la<br />
distancia que separaba las casas <strong>de</strong> don Mendo <strong>de</strong> la Cueva <strong>de</strong> las <strong>de</strong>l Ayuntamiento,<br />
agobiado bajo el peso <strong>de</strong> una silla <strong>de</strong> espaldar, <strong>de</strong>stinada al Justicia Mayor. La escasez <strong>de</strong><br />
dinero, impedía que se efectuara la compra <strong>de</strong> un mueble semejante y como la jerarquía<br />
<strong>de</strong>l funcionario era <strong>de</strong> las que exigen alto respaldo, todas las tar<strong>de</strong>s trasladaban la silla,<br />
penosamente, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la audiencia <strong>de</strong>l gobernador. El mestizo tropezaba, caía y resollaba,<br />
echando al Infierno la majestad <strong>de</strong>l Justicia.<br />
Más allá, en la calle <strong>de</strong> Córdoba, una carreta naufragaba en un pantano. Los ejes <strong>de</strong><br />
las ruedas <strong>de</strong>saparecían en viscoso muladar. Los pillos se solazaban con la escena. Y<br />
eran <strong>de</strong> oírse las injurias <strong>de</strong>l carretero, hundido también a medias en la carroña.<br />
—¡Anda —se <strong>de</strong>sgargantaba—, anda, cuernos, que sois bueyes por <strong>de</strong>fuera y<br />
terneras por <strong>de</strong>ntro! ¡Oste! ¡Oste!<br />
Los rumiantes le consi<strong>de</strong>raban con curiosidad benigna y el labriego impaciente<br />
hincaba en sus testuces la aguijada dolorosa. Diez yuntas tiraban <strong>de</strong>l carro. Engancharon<br />
otras seis y, entre pullas y risas, los galopines lo <strong>de</strong>sembazaron <strong>de</strong> las bolsas <strong>de</strong> trigo<br />
que acarreaba.<br />
—¡Oste! ¡Oste!<br />
—¡<strong>Galaz</strong> —exclamó uno al advertirle—, ven a ayudarnos!<br />
Dudó un segundo. ¿Tornaría a ser el <strong>de</strong> antes, el que urdía las bromas más graciosas<br />
y los más raros embustes, el <strong>de</strong> las trapisondas sonoras y los embrollos siempre nuevos?<br />
¿Adon<strong>de</strong> el empaque viril, que ostentaba como una armadura <strong>de</strong> Milán, al salir <strong>de</strong> su<br />
casa?<br />
Dio media vuelta y se alejó. En ese momento, oyóse un espantoso crujido. Lanza y<br />
varas oscilaron. Las ruedas toscas resbalaban en el cieno. Un esfuerzo supremo <strong>de</strong> la<br />
boyada puso en movimiento a la carreta. Emergió <strong>de</strong>l pantano, chorreando agua turbia,<br />
rechinándole el ma<strong>de</strong>raje, como un monstruo <strong>de</strong> las primeras eda<strong>de</strong>s que abandonara su<br />
lecho <strong>de</strong> escoria <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> mil años <strong>de</strong> <strong>de</strong>scanso.<br />
<strong>Galaz</strong> caminaba sin volver la cabeza.<br />
Toda la ciudad se preparaba para las solemnida<strong>de</strong>s <strong>de</strong>l Corpus. Andaba por el aire un<br />
rumor <strong>de</strong> fiesta. <strong>Galaz</strong> sentía, hondamente, aquel vibrar .que año a año estremecía a<br />
<strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>. Desfiles vistos <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su infancia avanzaban ahora, imaginariamente, por la<br />
Plaza Mayor. Pero la visión <strong>de</strong>l portal <strong>de</strong> la casa <strong>de</strong>l Hermano Pecador tiró <strong>de</strong> la brida a<br />
sus pensamientos. Allí vivía Alanís. Allí se estaría dando solaz, sin duda, con el recuerdo<br />
<strong>de</strong> su dama. Una fascinación secreta fluía, como vaho alucinante, <strong>de</strong> los paredones.<br />
Leyendas tenebrosas rondaban la memoria <strong>de</strong>l mancebo. Muchas veces había oído al<br />
capitán Sánchez Garzón narrar extraños rasgos <strong>de</strong>l abuelo <strong>de</strong> Alanís. Aquel capitán era el<br />
mismo que sobrecogiera a los negros, en el patio <strong>de</strong> doña Uzenda, con la <strong>de</strong>scripción <strong>de</strong><br />
los fantasmas <strong>de</strong> Indias y con la promesa lujosa <strong>de</strong> El Dorado. Cuando hablaba <strong>de</strong>l Gran<br />
Pecador, sus ojos espiaban los paños y los reposteros, a diestro y siniestro, como si el<br />
Manuel Mujica Láinez 39<br />
<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>