Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
Don Galaz de Buenos Aires - Martín Rodríguez
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OCHO<br />
RECONQUISTA DE BUENOS AIRES<br />
GANÓ LA CALLE antes que el físico le autorizara. Los cuatro meses <strong>de</strong> forzado encierro le<br />
habían agobiado como ca<strong>de</strong>nas y argollas <strong>de</strong> galeote. La clausura en que Violante vivía y<br />
que sólo se rompía para ir a la iglesia, volvió más penosas sus ligaduras. A toda hora la<br />
encontraba: en el oratorio, cuando lo esclavos rezaban el rosario alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> doña<br />
Uzenda; en el patio, en la huerta, en el estrado que los velones no conseguían iluminar;<br />
vagando por las galerías y por los aposentos, con el andar adormecido <strong>de</strong> las mujeres<br />
ociosas y aquel turbado sonreír que le ofrecía en la comisura <strong>de</strong> los labios.<br />
De tales encuentros, <strong>de</strong>rivaba para <strong>Galaz</strong> un tormento exquisito, un <strong>de</strong>sasosiego que<br />
su <strong>de</strong>bilidad aguzaba. A las veces, por acechar su paso, se disimulaba en un escaño o se<br />
ocultaba <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> una <strong>de</strong> las tinajas. Se preguntaba, en otras ocasiones, si aquel amor,<br />
aquel rojo brasero <strong>de</strong> amor que le consumía, no sería una quimera <strong>de</strong> su espíritu, una<br />
sombra radiante naciada <strong>de</strong> la magia <strong>de</strong> las lecturas y <strong>de</strong> los sueños fastuosos <strong>de</strong> la<br />
holganza. Pero al pronto rechazaba la i<strong>de</strong>a. El amaba a su prima; la amaba<br />
ahincadamente. Por ello —se lo repetía con cierto placer salvaje— se hubiera <strong>de</strong>jado<br />
vaciar las órbitas y cortar las manos... Y sin embargo, el resquemor <strong>de</strong> la duda le sumía<br />
en in<strong>de</strong>finidas congojas...<br />
Ya en el zaguán, aspiró el fresco <strong>de</strong> la ciudad con golosa <strong>de</strong>licia. Era una mañana<br />
pálida y como titubeante. Grises neblinas se alzaban <strong>de</strong>l seno <strong>de</strong>l río. El sol <strong>de</strong> las<br />
prostrimerías <strong>de</strong> mayo daba su tibieza a las pare<strong>de</strong>s.<br />
No bien se halló <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong>l viejo marco <strong>de</strong> sus andanzas, más familiar para él que la<br />
opresión <strong>de</strong> la casona, <strong>Galaz</strong> creyó haberse reconquistado por completo. Sólo entonces,<br />
también, midió el cambio que para su personalidad habían significado los meses <strong>de</strong><br />
quejosa postración. Iba a cumplir diecisiete años. Al caer enfermo, era todavía un niño;<br />
hombre se levantaba <strong>de</strong>l lecho. La aventura <strong>de</strong> Mergelina y el <strong>de</strong>sdén <strong>de</strong> Violante, le<br />
habían colmado las magras alforjas <strong>de</strong> abultada experiencia. Tenía una expresión<br />
distinta, como si en el reposo <strong>de</strong> su alcoba <strong>de</strong>dos invisibles le hubieran macerado las<br />
asperezas <strong>de</strong>l cuerpo, al par que le alisaban las aristas <strong>de</strong>l alma. Había meditado<br />
largamente sobre su pecado, sobre su febril intención <strong>de</strong> pecado. De aquel pensar<br />
<strong>de</strong>rivaban dos fuerzas robustas que tironeaban en su ánimo: una hecha <strong>de</strong> miedo y <strong>de</strong><br />
repulsión y la otra <strong>de</strong> no confesada vanidad. Se creía maduro, endurecido por el<br />
sufrimiento. El hambre <strong>de</strong> amor le marcaba las mejillas con hondas ojeras.<br />
Echó a caminar, con la mano en la cintura. Imaginaba que la suya no era ya la<br />
obstinada altanería <strong>de</strong>l adolescente, sino la otra, la que gobierna el alentado paso <strong>de</strong><br />
quien se sabe hombre. Puso la mano en el pomo <strong>de</strong>l puñal y <strong>de</strong>ploró no traer espada.<br />
Luego abandonó a la brisa su birrete <strong>de</strong> paje. La pluma flaca, esqueleto ceremonioso,<br />
había simbolizado sus trajines <strong>de</strong> servidor. Prefería marchar <strong>de</strong>scubierto.<br />
Llegó a la Plaza. Sus ojos no se fatigaban <strong>de</strong> recorrer el <strong>de</strong>saliñado perfil <strong>de</strong> los<br />
cercos, <strong>de</strong> los tejidos y saledizos, estorbo fatal para las cabalgaduras. Saltaban <strong>de</strong> la casa<br />
ruinosa <strong>de</strong>l A<strong>de</strong>lantado Vera y Zarate, al rollo <strong>de</strong> Justicia y al cementerio. Cuando pasó<br />
junto a las tapias <strong>de</strong> la Compañía, le alcanzó la voz <strong>de</strong> un doctrinero <strong>de</strong> indios. Era la<br />
hora en que los naturales acudían a recibir instrucción religiosa. Más allá, atisbo por un<br />
ventano abierto en el espesor <strong>de</strong>l muro, como pequeña hornacina, y reparó en dos niños<br />
que bajo los palmares jesuíticos recogían “coquitos”. Su infancia entera le azotó, con<br />
impetuosa ternura. Recordó que los padres solían <strong>de</strong>cirle que esas cuentas se<br />
Manuel Mujica Láinez 37<br />
<strong>Don</strong> <strong>Galaz</strong> <strong>de</strong> <strong>Buenos</strong> <strong>Aires</strong>