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FEDERICO MOCCIA Tres <strong>metros</strong> <strong>sobre</strong> <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o<br />
metálico, lo inmoviliza. Empieza a darle cabezazos. Stefano intenta protegerse como<br />
puede pero aqu<strong>el</strong>las manos lo tienen inmovilizado, no consigue quitárs<strong>el</strong>o de<br />
encima. Siente cómo empieza a salirle sangre de la nariz y oye una voz de mujer que<br />
grita: «¡Basta, basta, dejadlo estar ya o lo mataréis!»<br />
Debe de ser Annalisa, piensa. Stefano prueba a dar una patada pero no logra<br />
mover las piernas. Oye solo <strong>el</strong> ruido de los golpes. Casi han dejado de hacerle daño.<br />
Luego llegan unos adultos, algunos transeúntes, la propietaria d<strong>el</strong> bar. «Marchaos,<br />
fuera de aquí.» Alejan a aqu<strong>el</strong>los matones a empujones, tirando de sus camisetas, de<br />
sus cazadoras, quitándos<strong>el</strong>os de encima. Stefano se agacha lentamente, apoya la<br />
espalda contra <strong>el</strong> cierre metálico, acaba sentado <strong>sobre</strong> un escalón. Su Vespa está ahí<br />
d<strong>el</strong>ante, en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o, como él. Tal vez <strong>el</strong> cofre lateral se haya abollado. ¡Qué lástima!<br />
Siempre procuraba tener cuidado cuando salía por la puerta.<br />
—¿Estás mal, muchacho? —Una atractiva señora se acerca a su cara. Stefano<br />
niega con la cabeza. El gorro de su madre está tirado en <strong>el</strong> su<strong>el</strong>o. Annalisa se ha<br />
marchado con los otros. Pero yo sigo teniendo tu gorro, mamá.<br />
—Ten, bebe. —Alguien llega con un vaso de agua—. Traga lentamente. Qué<br />
desgraciados, qué gentuza, pero yo sé quién ha sido, son siempre los mismos. Esos<br />
vagos que se pasan <strong>el</strong> día aquí, en <strong>el</strong> bar.<br />
Stefano bebe <strong>el</strong> último sorbo, da las gracias con una sonrisa a un señor que está<br />
junto a él y que vu<strong>el</strong>ve a coger <strong>el</strong> vaso vacío. Desconocidos. Intenta levantarse pero<br />
las piernas parecen cederle por un momento. Alguien se da cuenta y se ad<strong>el</strong>anta de<br />
inmediato para sostenerlo.<br />
—¿Estás seguro que te encuentras bien, muchacho?<br />
—Estoy bien, gracias. De verdad.<br />
Stefano se sacude las perneras. De <strong>el</strong>las sale volando un poco de polvo. Se seca<br />
la nariz con <strong>el</strong> suéter hecho jirones y exhala un profundo suspiro. Se coloca de nuevo<br />
<strong>el</strong> gorro y sube a la Vespa.<br />
Un humo blanco y denso sale con un enorme ruido d<strong>el</strong> silenciador. Se ha<br />
calado. La portezu<strong>el</strong>a lateral derecha vibra más de lo habitual. Está abollada. Mete la<br />
primera y, mientras los últimos señores se alejan, su<strong>el</strong>ta lentamente <strong>el</strong> freno. Sin<br />
volverse, parte con la moto.<br />
Recuerdos.<br />
Algo después, en casa. Stefano abre silenciosamente la puerta e intenta llegar<br />
hasta su habitación sin que lo oigan, pasando por <strong>el</strong> salón. Pero <strong>el</strong> parquet le<br />
traiciona: cruje.<br />
—¿Eres tú, Stefano?<br />
La silueta de su madre se dibuja en la puerta d<strong>el</strong> estudio.<br />
—Sí, mamá, me voy a la cama.<br />
Su madre se ad<strong>el</strong>anta un poco.<br />
—¿Seguro que te encuentras bien?<br />
—Que sí, mamá, estoy perfectamente.<br />
Stefano trata de alcanzar <strong>el</strong> pasillo, pero su madre es más rápida que él. El<br />
interruptor d<strong>el</strong> salón salta, iluminándolo. Stefano se detiene, como inmortalizado en