Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida

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02 lectura en el tintero, domingo 26 de noviembre de 2006 juventud rebelde Harold Pinter escribió Los enanos entre 1952 y 1956. En 1960 extrajo algunos elementos del libro y escribió una obra de teatro con el mismo título. Revisada y sometida a reescritura en 1989, la novela fue finalmente publicada. El Tintero ofrece hoy un adelanto de la primera edición del título en Cuba, prevista para la próxima Feria Internacional del Libro. HAROLD PINTER (1930) Dramaturgo inglés adscrito a la generación de los «jóvenes airados», movimiento que irrumpió a finales de los años 50 y principios de los 60 en el contexto teatral británico. Reconocido por su positiva política progresista y a favor del respeto a los derechos del hombre. Premio Nobel de Literatura 2005, este autor es considerado uno de los más importantes dramaturgos contemporáneos. Los enanos Harold Printer Ilustración: Adán Iglesias UN poco antes de la medianoche fueron al departamento. Era oscuro y las persianas estaban cerradas. Len dio vuelta a la llave en la puerta principal y la abrió de un empujón. Había una pila de cartas en el felpudo. Las recogió y las puso en la mesa del hall. Bajaron la escalera. Pete abrió la ventana de la sala y sacó un paquete de té de su bolsillo. Entró en la cocina y llenó la pava. Len ajustó sus anteojos y lo siguió. Desde un bolsillo interior sacó una flauta. La hizo sonar, la acercó a la luz y la metió en su boca. Agachándose, le dio una sacudida violenta y la limpió en su pantalón, se levantó, tomó un trapo tieso del toallero y se secó los dedos. Luego secó la flauta, la hizo girar entre los dedos, la metió en su boca, colocó los dedos sobre los huecos y sopló. No hubo ningún sonido. —No te sobrepases. Len se dio un golpecito con la flauta en su cabeza. —¿Qué es lo que le pasa? —dijo. La lluvia caía en el techo de la cocina. Pete esperó a que hirviera el agua, vertió agua en la tetera y la llevó a la sala, donde puso dos tazas en la mesa. Junto a la chimenea había dos sillones, cara a cara. Se sentó en uno de ellos y encendió un cigarrillo. —Algo le pasa a esta flauta —dijo Len. —Vamos a tomar un té. —No puedo hacer nada con ella. Len sirvió el té y dio una palmada en sus bolsillos. —¿Dónde está la leche? —preguntó. —Tú ibas a traerla. —Es cierto. —Entonces, ¿dónde está? —Se me olvidó. ¿Por qué no me lo recordaste? —Dame la taza. —¿Ahora qué hacemos? —Dame el té. —¿Sin leche? —A ver. —¿Sin nada de leche? —No hay nada de leche. —Y azúcar, ¿qué? —preguntó Len, pasando la taza. —Tú ibas a traerla. —¿Por qué no me lo recordaste? Pete miró alrededor de la sala. —Bueno —dijo—, todo parece estar bien ordenado. —¿Él no tiene nada? —¿Nada de qué? —Azúcar. —No encontré nada. —Es como un asilo de pobres aquí. De un gancho cerca de la chimenea, Pete levantó una tostadora con cabeza de mono y la examinó. —Esto es interesante. —¿Eso? —dijo Len—. ¿No la habías visto antes? Es portuguesa. Todo en esta casa es portugués. —¿Y por qué? —Él es de allá. —Sí, es cierto. —O por lo menos, su abuelo del lado de su madre. Pete volvió a enganchar la tostadora. [...] —Sabes —dijo Pete—, creo que es hora de que te animes. Estás fatal. Se sentó. Len sacó un pañuelo y limpió sus anteojos. Luego puso los anteojos en la mesa, se levantó, estornudó dos veces y meneó la cabeza. —Tengo el más espantoso y maldito resfriado que haya tenido en toda la vida. Se sonó la nariz. —A pesar de todo, no es tanta la molestia, en realidad. Pete se quedó sentado mirando el periódico cubierto de hollín en la chimenea, dando suaves patadas en el hogar. —Oye —dijo Len—, ¿quieres que busque mi violín para tocarte unos pedacitos mientras estás de humor? Tengo una pieza de Alban Berg en la manga que te haría ver las estrellas. —¿Alguna vez él te ha escrito en tinta roja? —¿Cómo? —Tinta roja. Hay una botella en el estante. —Claro que lo ha hecho. ¿Y qué tiene? ¿Alguna vez él te ha escrito en tinta roja? —No. Len estornudó y se sonó la nariz. La lluvia comenzó a caer de nuevo, golpeando en la ventana. Inclinándose a través de la mesa, pegó su nariz al cristal. —Está oscuro. —Tómate un bálsamo de benjuí —dijo Pete. —¿Por qué? ¿Tú alguna vez le has escrito en tinta roja? —No. Pete llevó su taza a la cocina y la enjuagó. Regresó a la sala y encontró a Len, los ojos entornados, sosteniendo sus anteojos con el brazo extendido delante de él. —Allí está todavía. —¿Qué cosa, ahora? —No te das cuenta de lo que pierdes al no usar anteojos. —¿Qué pierdo? —preguntó Pete, vertiendo té en su taza. —Te lo voy a decir. Ves, siempre hay un punto de luz en el centro de la lente, en el centro de tu vista. No te puedes equivocar. No puedes dar un traspié. Siempre, incluso en la noche más oscura, una pizca, un fragmento de luz, suspendido delante de ti. Mira, hay gente, tú lo sabes igual que yo, que siempre anda con una perpetua arruga en la frente. Cuando, a veces, logran eliminar esa arruga, el mundo está bien, harían cualquier inversión. Bueno, de acuerdo, no estoy diciendo que tengo la misma perspectiva simplemente porque hay veces en que me doy cuenta de que este cuadrado de luz existe. Ni por mucho la misma perspectiva. Pero esto sí lo digo. Lo que hace este punto de luz es indicar el ángulo de tu órbita. No hay necesidad de mirarme así. Tú no entiendes. Te da un sentido de la dirección, aunque nunca te muevas del mismo lugar. —¿Tengo que ponerme de rodillas? —Sólo te estoy dando un dato de primera. —Contéstame una sola pregunta —dijo Pete—. ¿No andas siempre con una arruga perpetua en la frente? —Exactamente. Precisamente. Por eso sé de lo que estoy hablando. El reloj del hall dio la una. Len se puso los anteojos y quedó inmóvil en su asiento. —Seguro tendrá hambre. —¿Por qué? —Apuesto a que sí. Pete cerró los ojos y se recostó. —Tiene el apetito de un toro, ese tipo —dijo Len. Hizo girar la flauta en sus manos. —Lo he visto consumir un pan entero antes de haberme quitado el saco. Acercó la flauta a su ojo izquierdo y miró adentro. —Ni una miga de pan habría dejado en su plato en los viejos tiempos. Pete abrió los ojos, encendió un fósforo y lo miró quemarse. —Obviamente puede haber cambiado —dijo Len, parándose y moviéndose en la sala—. Hay cosas que cambian. Pero yo soy igual. Sabes, yo tuve cinco sólidas comidas grandes un día de la semana pasada. A las once, las dos, las seis, las diez y la una. No estuvo mal. El trabajo me da hambre. Estaba trabajando ese día. Se apoyó contra el armario y bostezó. —Siempre estoy muerto de hambre cuando me levanto. La luz del día me afecta de una forma rara. En cuanto a la noche, ni hablar. Para mí lo único que se puede hacer en la noche es comer. Me mantiene en forma, sobre todo si estoy en casa. Tengo que bajar corriendo para poner la pava, subir corriendo para terminar lo que estoy haciendo, bajar corriendo para cortar un sándwich o preparar una ensalada, subir corriendo para terminar lo que estoy haciendo, de nuevo bajar corriendo para cuidar las salchichas, si voy a comer salchichas, de nuevo subir corriendo para terminar lo que estoy haciendo, de nuevo bajar… —¡Sí! —¿Dónde conseguiste esos zapatos? —¿Qué? —Esos zapatos. ¿Desde hace cuánto tiempo los tienes? —¿Por qué, qué tienen de malo? —Estoy perdiendo mis fuerzas. ¿Los has tenido puestos toda la noche? —No —dijo Pete—, caminé desde Bethnal Green con los pies desnudos. —Debo de estar perdiendo mis fuerzas. Se sentó a la mesa y meneó la cabeza. —¿Cuándo dormiste por última vez? —¿Dormir? No me hagas reír. No hago sino dormir. —¿Y el trabajo, qué? ¿Cómo está el trabajo? —¿Euston? Un horno. Es un horno. Con todo, aire malo es mejor que ningún aire, supongo. Lo mejor es el turno de la noche. Llegan los trenes, le doy a un tipo medio dólar, él hace mi trabajo, me hago un ovillo en un rincón y leo los horarios. La cantina siempre está abierta. Si estuviera allí esta noche, me darían una taza de té con todo el azúcar y leche que quisiera, eso te lo aseguro. Pete se paró y se estiró, apretando su mano contra la pared. —Te sentaría ganar un poco de peso —dijo Len—. Estás en los huesos. —Él va a llegar dentro de un momento. —¿Te has mirado los pómulos últimamente? Están traspasando tu piel. —¿Y qué tiene? —dijo Pete, asomándose por la ventana. Len se quitó los anteojos y se frotó los ojos. —Creo que estoy experimentando un cambio —dijo. —¿De verdad? —Lo siento. Siento que estoy experimentando un cambio. Pete recogió la tetera y las tazas y las llevó a la cocina, donde puso la pava en el hornillo de gas. —¿Qué pasa? —preguntó Len, en la puerta. —Querrá una bebida. —¿Té negro? Estás loco. No puedes recibir a un hombre de regreso a su propia casa con una taza de té negro. —Concéntrate —dijo Pete—. ¿Qué fue lo que me dijiste que te escribió en la carta? —Dijo que fuera al departamento y que pusiera la pava. —¿Para un té? —Para un té. —Eso es exactamente lo que estoy haciendo —dijo Pete—. De hecho, estoy interpretando sus palabras en su sentido más estricto. Él va a tener un té. Un té negro. Un té puro. A un chelín y nueve peniques el cuarto. Sonó el timbre. —Ahí está el hombre —dijo Pete—. Abre la puerta.
juventud rebelde domingo 26 de noviembre de 2006 el tintero y su mirada 03 La poesía de... Carlos Esquivel Guerra CARLOS ALBERTO ESQUIVEL GUERRA: (Elia, Las Tunas, 1968). Entre sus libros destacan Perros ladrándole a Dios, Los epigramas malditos y La segunda isla. Estos poemas pertenecen a Toque de queda, Premio Iberoamericano Cucalambé 2005, y Bala de cañón, Premio José María Heredia de Poesía 2004. Serrano: ¿bufón de Dios? Alexis Triana IGNACIO AGRAMONTE. BOLERO AMALIA Todos eran Amalia en la manigua tan eficaz como el caballo de los generales. Las cosas de la patria nos parecieron cosas de Roma. Los enemigos eran hombres de pueblo, pescadores, yugueros y ocupaban un lugar del baile, una pista cerrada. Yo fabricaba un hombre a la salida de casa, yo tenía hijos de repuesto y un horno para dar brillo a la saliva. Pero todos eran Amalia y en esta noche de articulaciones y salir a escena. Después volvían a las líneas de la batalla, Entornaban los ojos y eran o no eran. FUSILAMIENTO DE LOS ESTUDIANTES DE MEDICINA. CLAROSCURO DE VERGNES Los que tienen el cuerpo y levantan los ojos o arrancan un ejército de trompetas para que muera el hombre solitario, el hombre que vigila y desaparece por los campos de piedras. Las madres creen en los hijos que golpean secos los alambres y las ramas de los paseos. El amor es una aridez que reconocemos. Pero hay miedo a la madrugada, y a los hombres debajo del muro, se despeñan al cuerpo y los colocan de espaldas a las flores, de espaldas suavemente, para que aplaudan y no oscurezca, para que sonrían en esta foto de cara al fuego. IMITACIÓN DE «YUGO Y ESTRELLA» Deja que huya llorando el ciervo herido/ y el corzo juegue ileso,/ uno ha de estar en vela, otro dormido:/ el mundo siempre es eso./ Shakespeare. Hamlet Solo nos salva el mar y alguna estrella lejana de la noche y su fortuna, y esa carne final que no es la luna del hijo condenado por su huella. No nos salvará el yugo en la querella de la madre al abrir todos los puertos, ni los héroes vencidos o despiertos para un círculo de humo con la nada. No nos salvan los peces ni una espada, ni el hijo que camina hacia los muertos. ENDEMONIADO y elocuente para los amigos, José Luis Serrano concedió a El Tintero una entrevista que rebasa los bordes de cualquier pregunta, un borbotón de palabras que se explican por sí solas y que dicen mucho y bien de este joven holguinero, autor de libros como Bufón de Dios (Reina del Mar Editores y Ediciones La Luz, 1997), Aneurisma (Editorial Capiro) y Examen de fe (Ediciones Sanlope, 2003), entre otros, y reconocido como uno de los poetas más importantes de su generación. «Con mis 35 años a cuestas, yo soy de Estancia Lejos, que queda de Uñas para adentro, pasando Arroyo Seco, como quien va por atrás de Velazco, con una infancia sin luz eléctrica. De ahí que estudié Electricidad, y como estanza en latín o en italiano, (no me acuerdo), llevado al español quiere decir, ‘estrofa’, quedé reclutado en el batallón octosilábico. El soneto es una estancia clásica, como ves, un hecho premonitorio en mi vida y por eso lo mejor que escribo son sonetos y décimas atípicas. Al menos jamás en Estancia Lejos a alguien le publicaron siete libros, y otros tres como coautor. Por eso le agradezco a mi padre y a mi madre, que me formaran como lector bajo un candil, y por ellos me llamo José Luis, como mi abuelo, mi padre y mi hijo y mi primo. Solo otro hermano en medio de aquel mundo, y cada noche leyendo libros. Como verás, soy todo un éxito familiar y más con estos antecedentes: José Luis Serrano Serrano. Graduado de Ingeniero Eléctrico. Ubicado como Inspector Estatal del Trabajo desde hace 11 años. Investigador de accidentes mortales. Y poeta. No por gusto mi libro se llama Aneurisma. Y la cubierta es la Lección de Anatomía, de Rembrandt. Habrán sido el vago azar o las precisas leyes, mas en la Universidad de Moa velé mis primeras lanzas, leí casi todo lo que he leído en mi corta vida y escuché mi primera décima y cayó en mis manos el primer libro de sonetos, de mi amigo Ronel; por algo quería ir allí a toda costa, aunque estudiara Metalurgia, Minería, Geología, o Ingeniería civil, porque encontré a Poe y a Elliot; y Vallejo y Rilke me nutrieron tanto como Silvio Rodríguez y Joaquín Sabina para vertebrar una poética propia. Imagínate entonces que estuve presentando a Sabina en la Feria Internacional del Libro en La Cabaña, 48 horas después de lamentarme en público de no poder conocerlo, porque era viernes el lanzamiento por Letras Cubanas de mi poemario El Yo Profundo, y tampoco sería posible entregárselo en persona, porque el pasaje de regreso en avión ya estaba hasta en mi mano y tú sabes lo que es ser escritor de provincia a 800 kilómetros de La Habana. Y de pronto estoy yo en medio de centenares de personas que no querían oírme a mí, con dos frases medio insulsas: «Joaquín Sabina es un Quevedo de estos tiempos…», y el muy maldito se enrolló la cara en la bufanda y replicó un ¡Ole!, que por poco me turba, antes de leer un soneto que se titula como su verso: Por la ciudad camino, no preguntéis adónde. Para mí ha sido como saldar una deuda personal, o volver a explicar por qué no trabajo en Cultura. Ha sido mucho más fascinante preguntarse desde cómo se forma un grano de azúcar, hasta entrar a una mina de cromo bajo tierra única en Cuba, o ver nacer algo tan crepitante como el níquel más cobalto, para poder explicarte por qué alguien perdió la vida bajo esos riesgos. Ahora mismo investigo la muerte de un compañero electrocutado en una línea de alta tensión en Mayarí, y es también mi credo de sentirme útil, necesario, como mis poemas, donde me empeño en bus- car palabras casi malditas, segregadas. Es la imagen de Raskolnikov cuando descubrí a Dostoievski, allá por la Vocacional, en donde me divertía con las matemáticas superiores. Las he nombrado «palabras Raskolnikov», y soy tan tolerante con ellas como mis profesores de primer año me abrían las integrales múltiples o el cálculo matricial. Ellas no entrarían nunca en un soneto, y menos en la rima de la décima, pero yo las busco, las provoco. Entre mis planes futuros, no solo está pagar el motor del lamentable accidente en que involucré a mi amigo Ronel González y que no le costó la vida sino casi el hombro. Esto es una primicia: estoy trabajando en un ajuste de cuentas a toda mi poesía, a todo lo que he escrito hasta ahora. Es convocar a todos mis poemas, reunirlos bajo un mismo espacio que ya tiene título. Se llamará Axiomas y Sofismas y debe ser todo un éxito editorial, sobre todo si hay alguna editorial que se interese. Para terminar dejo un soneto: EL CIERVO (…) vulnerado por el otero asoma. San Juan de la Cruz (…) herido que busca en el monte amparo. José Martí para R. G. No intentes ser el que jamás has sido. Quédate con tus dardos en el pecho. Siempre serás el mismo, el contrahecho, el ciervo vulnerado, el ciervo herido. No pretendas ganarte lo perdido. No reclames justicia sin derecho. El que se marcha es un insatisfecho. El que regresa es un arrepentido. Enfrenta tu dolor como una broma. Por el otero, ciervo herido, asoma. El pecho del amor muy lastimado. ¿Qué culpa tienes tú de haber nacido para el sangriento rol predestinado? Busca en el monte amparo, ciervo herido. Busca en el monte amparo.
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Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida

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