“El autor, la ciudad y lo real: tres narradores peruanos del siglo XXI”.
“El autor, la ciudad y lo real: tres narradores peruanos del siglo XXI”.
“El autor, la ciudad y lo real: tres narradores peruanos del siglo XXI”.
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
—No es saludable que esté todo el día en cama—contestó Proust, aprehendiendo <strong>la</strong><br />
copa llena de vino.<br />
Luego, tanto Proust como Joyce quedaron en silencio un corto <strong>la</strong>pso; sus anfitriones<br />
dejaron de acosar<strong>lo</strong>s y se volvieron al resto de personas, precisamente para que hab<strong>la</strong>ran<br />
con <strong>la</strong> libertad <strong>del</strong> caso, uno al otro. En un principio, se limitaron a mirar a <strong>lo</strong>s hombres<br />
que tomaban <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra; Proust volvía a <strong>la</strong> garnacha o se llevaba algo de comida a <strong>la</strong> boca;<br />
Joyce se servía más licor y <strong>lo</strong> tomaba a grandes sorbos. Cuando Proust habló, <strong>lo</strong> hizo so<strong>lo</strong><br />
para consultar a Mrs. Schiff si había cerveza he<strong>la</strong>da. El<strong>la</strong> respondió que sí y de inmediato<br />
l<strong>la</strong>mó a uno de <strong>lo</strong>s camareros; este tomó el pedido y mientras Proust esperaba, animado tal<br />
vez por <strong>la</strong> proximidad de <strong>la</strong> bebida, optó por entab<strong>la</strong>r conversación con su acompañante.<br />
Le preguntó si conocía a <strong>la</strong> condesa de Mun, pero Joyce, impresionado por <strong>la</strong> pregunta,<br />
repuso que no. En ese instante apareció el camarero con una pequeña bandeja. El francés<br />
se inclinó hacia atrás, reposando su espalda en <strong>la</strong> parte acolchada de <strong>la</strong> sil<strong>la</strong>.<br />
—¿Has leído algo, Marcel?—intervino <strong>la</strong> anfitriona, mirando cómo el mozo le<br />
dejaba el jarro y <strong>lo</strong>s vasos en <strong>la</strong> mesa.<br />
Proust volteó a mirar a Mrs. Schiff; esta cambió <strong>la</strong> forma de <strong>la</strong> pregunta por otra:<br />
¿había leído ya algún capítu<strong>lo</strong> <strong>del</strong> Ulises? Atónito, Proust negó con un ademán de cabeza<br />
y cogió <strong>la</strong> jarra; no había leído nada de monsieur Joyce. A partir de ahí, <strong>la</strong> anfitriona dejó<br />
de dirigirle <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra y se dedicó a seguir <strong>la</strong> tertulia <strong>del</strong> grupo <strong>del</strong> costado, donde estaban<br />
Stravinski y su empresario Diáguilev junto al conjunto de bai<strong>la</strong>rines. Mr. Schiff, además,<br />
se puso de pie ante el l<strong>la</strong>mado de un invitado suyo, dejando a <strong>lo</strong>s dos hombres so<strong>lo</strong>s,<br />
quienes atinaron a observar cal<strong>la</strong>dos, limitándose a tomar de sus copas. Por un segundo,<br />
Proust se animó a romper el silencio, a sabiendas de que su anterior frase había sido<br />
desatinada, preguntando a Joyce si le gustaban <strong>la</strong>s trufas, a <strong>lo</strong> que este respondió que sí. Esa<br />
afirmación, sin embargo, no <strong>la</strong> aguardó el francés, o tal vez así <strong>lo</strong> dejó entrever por su<br />
asentimiento frío, aletargado, sin nada más que añadir; quizá había creído que iba a<br />
escuchar un no, una negativa que le permitiera inquirir <strong>la</strong>s causas y exp<strong>la</strong>yar a continuación<br />
por qué él sentía encanto por dichas setas, como también <strong>la</strong>s sentía por el champiñón. Lo<br />
cierto es que no hubo otra pa<strong>la</strong>bra entre <strong>lo</strong>s dos hasta el final de <strong>la</strong> cena, treinta minutos<br />
más tarde, cuando Proust l<strong>la</strong>mó a <strong>lo</strong>s Schiff y les pidió que <strong>lo</strong> acompañaran a su vivienda<br />
en <strong>la</strong> rue Hamelin. Los esposos aceptaron y le preguntaron a su otro invitado si deseaba ir<br />
con el<strong>lo</strong>s. Este confirmó con un ademán sutil; so<strong>lo</strong> les pedía unos minutos para terminar<br />
el vino y el cigarro.<br />
—Saldremos en quince minutos—advirtió Mr. Schiff, acompañando a su esposa<br />
donde el resto de asistentes para comunicarles que iban a partir por un tiempo, aunque<br />
el<strong>lo</strong>s todavía podían permanecer en el recinto.<br />
Pero a raíz de <strong>la</strong> ida de Proust, Stravinski señaló que también se sentía cansado y que<br />
partiría dentro de un rato; Mrs. Schiff rogó que se quedara hasta que volvieran de dejar a<br />
monsieur Proust en su apartamento. Acordado esto, Albert Odilet les cedió el taxi que <strong>lo</strong><br />
esperaba en <strong>la</strong> calle para que tras<strong>la</strong>dara a <strong>lo</strong>s cuatro. En el colgador de <strong>la</strong> entrada, Proust<br />
recogió su bombín de hongo y una vara <strong>del</strong>gadísima y oscura, con dos anil<strong>lo</strong>s dorados en<br />
<strong>la</strong> parte de arriba, mientras que Joyce hizo <strong>lo</strong> mismo con su sombrero. Un leve aguacero<br />
caía bajo el cie<strong>lo</strong> de París, por <strong>lo</strong> que tanto Proust como sus anfitriones se detuvieron en <strong>la</strong><br />
puerta, conscientes de que el frío podía causarles daño.<br />
VOLUME 24, NUMBER 1 239