La crítica de la arquitectura en el Ecuador - Universidad ...

La crítica de la arquitectura en el Ecuador
Ponencia presentada en el I Congreso Internacional Estudiantil Latinoamericano
de Investigación y Desarrollo Científico (CIELID). UISEK-Quito, Ecuador.
Autor: Oswaldo Páez Barrera, Dr. Arq.
Decano de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UISEK.
Resumen
La crítica significa análisis y ejercicio del criterio. Pero hay maneras, niveles y
estilos de análisis así como diferentes y variados criterios. Prevalecen y duran más,
aquellas opiniones que encajan en las aspiraciones, modos de ver y sueños de los
sujetos históricos pujantes en su lucha constituyente contra lo constituido. De este
modo, la crítica asoma como una actividad reflexiva histórica y cultural cuyo
vehículo de comunicación preferente es, en Nuestra América, el ensayo. Analizando
la arquitectura en Ecuador a inicios del s. XXI, si somos contemporáneos debemos
esforzarnos para que nuestro acercamiento al tema no sucumba ante las
explicaciones, imágenes y brillantes reflejos del poder globalizado, el cual, aspira a
convencer a las mayorías acerca de las bondades del espacio construido que bajo su
dominio se genera en el territorio, la ciudad y la arquitectura.
Consecuentemente, ensayaremos una revisión breve de la arquitectura que
como disciplina consciente de sí misma empieza a desplegarse en Ecuador a partir
de la colonización y los procesos económicos y políticos que desde entonces han
dejado huellas y testigos. Pero sobre todo, pondremos énfasis en las características
de esta actividad teórica que, como conocimiento racional, crítico y radical del
hecho arquitectónico, urbano y territorial, en opinión nuestra comenzó a definirse
en términos postcolonialistas a mediados de los años setenta del s. XX.
Palabras clave: Crítica arquitectura Ecuador
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I.- Breve introducción histórica
La crítica de arquitectura consiste en analizar a esta disciplina desde nuestras
circunstancias y como una actividad objetiva, entendida como parte del devenir
histórico y social.
Comenzaré señalando entonces el surgimiento y desarrollo de la
arquitectura europea a partir de la reflexión sobre las condiciones en las que llegó y
se implantó en lo que hoy es el Ecuador. Con este propósito no es ocioso revisar el
desarrollo de la arquitectura en los virreinatos coloniales, bases histórico
administrativas de los actuales países conocidos como la región andina de América
del Sur. La razón de una rápida mirada sobre dicho proceso inicial queda
establecida cuando precisamente con la conquista comienzan a implantarse hechos
de arquitectura funcionales al desarrollo del capitalismo, principalmente en el
ámbito religioso católico, militar, administrativo y finalmente doméstico, a tono
con el carácter colonial que en América significó traer la arquitectura europea del
siglo XVI.
Esta arquitectura, que era entendida como uno de los campos privilegiados
de la gran cultura europea, llegó a América como parte de los lenguajes del
conquistador. Éste, trasplantó las formas constructivas y simbólicas que estaban
vigentes en Europa. No buscó imbricar dichas formas con las de los pueblos
conquistados. Los saberes arquitectónicos y constructivos de los mayas e incas
fueron acusados de bárbaros y, el desprecio a sus obras, cuando no su violenta
destrucción, se perpetró de manera paralela a la imposición de paradigmas
arquitectónicos extraños a estas tierras y sus culturas. Los constructores locales
fueron reducidos a meros albañiles y peones para construir los templos, palacios y
ciudades barrocos de los nuevos amos y, lo poco de lo suyo que pudo salvarse y no
ser subsumido en el nuevo entorno arquitectónico y urbano o en el espacio
construido para la conquista y la colonia, se debió a la grandiosidad de aquellas
obras precoloniales, ante cuyas dimensiones la pica y el martillo de los nuevos
poderes resultaban físicamente impotentes. Por ejemplo, en el Cuzco, debieron los
españoles acomodar sus formas sobre los templos y palacios incásicos o, ante el
Qápakñan, las obras hidráulicas o las adecuaciones territoriales indígenas con fines
agrícolas, no les quedó a los conquistadores otra alternativa sino la de acogerse a su
presencia y, medrar de sus bondades.
El pensamiento colonial por lo tanto, poco o nada se preocupó de analizar
críticamente la arquitectura americana originaria ni cuestionar la pertinencia de la
que se trajo desde Europa. No hubo, durante la colonia, ninguna teorización sobre
las formas que a pesar de todo y en especial en el seno del mestizaje y las
imbricaciones culturales, fueron surgiendo en lo que hoy llamamos arquitecturas
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vernáculas y populares. Por el contrario, si es que hubo algún discurso sobre el
tema, éste debió orientarse hacia el papel civilizador de la arquitectura europea y la
conveniencia de que la misma fuera implantada en las tierras que se ganaban para
Dios y el rey. A esto se acompañaron los innegables adelantos tecnológicos del
feudalismo, sus instrumentos, máquinas elementales e insinuaciones
protoindustriales y científicas que, especialmente en los procedimientos
constructivos y la planificación arquitectónica racional, ya comenzaron su
desarrollo. Los arquitectos Francisco Becerra, Juan del Corral y Basilio de Rivera,
que diseñaron y dirigieron las obras de la iglesia de San Agustín, vinieron desde
España entre los siglos XVI y XVII con los planos bajo el brazo. La Colonia, como
se ve, fijó las formas arquitectónicas que junto con la lengua de Castilla, la
geometría euclidiana, la lectura y la escritura de textos, la carretilla, la polea, y
otras herramientas, llegaron como novedades que fueron enseñadas a indígenas,
africanos, mestizos y mulatos que prontamente iban asimilando y apropiándose de
estos artilugios. De este modo y desde temprano, criollos y mestizos comenzaron
por su cuenta, también a dar con dichos conocimientos, formas y sentidos a sus
entornos, en lo que fueron intentos de producción del espacio arquitectónico
mestizo y mulato en los mundos marginales a los cuales fueron reducidos y en la
elementalidad de sus arquitecturas sin arquitectos, aunque su presencia, sobre todo
se manifestó dando vida y carácter a ciertos espacios públicos urbanos.
Sobre la base del aludido salto cualitativo en las fuerzas productivas, con la
llamada Independencia la situación cambió poco en lo concerniente a la cultura
arquitectónica y urbana dominantes. Sin apuntar en dirección de una auténtica
independencia ideológica americana, sino en conformidad con el desarrollo
capitalista comercial y sus valores, las innovaciones tecnológicas de la Revolución
Industrial tardaron en llegar, no así en sus aspectos simbólicos que pasaron de las
versiones españolas barrocas a las versiones neoclacisistas afrancesadas y
anglófilas. De este modo, el panorama de nuestras ciudades se llenó de columnas,
bucráneos y cariátides, ensimismados en medio de las iguanas, los loros, las
risotadas y los coloridos afrocaribeños y andinos que, si bien no tomaron muy en
serio estas novedades, aprendieron a fabricarlas y continuaron dando, de las
mismas, versiones formales que fueron agregadas a otras apropiaciones técnicas y
compositivas que desde la colonia ya habían comenzado a generar esas
arquitecturas del común regional. De ese nuevo sentir sale aquel “aire” de las
ciudades andinas y caribeñas, muchos de cuyos espacios surgieron sin arquitectos y
sin planos, comenzando a dar cuenta, espontáneamente, de los nuevos sujetos
históricos y los nuevos personajes que fueron surgiendo de las ricas e inéditas
mezclas culturales, de esas que pugnaban por satisfacer los jóvenes deseos del otro,
del no europeo, del nuestroamericano, en la búsqueda de una nueva autenticidad
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que comenzó a avizorar en el horizonte la independencia, como camino de libertad
a inicios del s. IXX, pero que a inicios del s. XXI aún no ha llegado a su meta.
Efectivamente, detrás de esas novedosas caretas arquitectónicas del
neoclasicismo y los revivals europeizantes, es común constatar hasta el día de hoy
cómo, en la arquitectura popular especialmente, se mantuvieron además de las
formas constructivas tradicionales de la colonia, los esquemas espaciales que la
misma fijó y que muestran sus ancestros mozárabes, mudéjares o sefarditas, sus
muros, techumbres, carpinterías, cerámicos, que se dejaron permear por las
realidades de los nuevos e imparables mestizajes que no cesan en su avance hacia la
socialización igualitaria y solidaria.
Sin embargo de lo dicho, París era la capital del siglo XIX y, las élites cultas,
los republicanos, masones, ciertos curas y algunos entusiastas del progreso en su
versión ilustrada que de vez en cuando se ocuparon de la arquitectura de manera
reflexiva, no adoptaron ningún distanciamiento del nuevo entorno que las
repúblicas americanas comenzaron a construir, dedicándose, cuando hablaron o
escribieron sobre el asunto, a ensalzar las obras que siguiendo la moda de París,
proliferaron entre nuestros picos nevados y selvas de guayacanes y manglares
salpicados de pájaros multicolores. Nadie hubiera pensado siquiera que las sobrias
y serias composiciones neoclásicas, iban a tener en el trópico sus versiones en
maderas exóticas y modificaciones impensadas como la inclusión de esas
contraventanas que dejan pasar la brisa y los quejidos del amor, pero no la vista
indiscreta de vecinos o transeúntes. O la inclusión de esas filigranas en madera y
vidrios de colores que pintan la luz del sol a tono con los mangos, tamarindos,
pitajayas o sandías que ríen en los labios de las negras. Grande y variado fue el
aporte que por ejemplo los constructores de barcos dieron a la arquitectura del
trópico colonial y republicano cuando esos “carpinteros de rivera” y astillero,
colocaron galeones en tierra firme: el Municipio de Vinces, ha evocado en mí esta
imagen litreraria… a tono con lo que García Márquez evoca cuando nos habla
sobre las selvas de Macondo.
No podemos desconocer el aporte que los revivals –entre ellos, como he
dicho, el neoclasicismo– trajeron al devenir de la arquitectura en el Ecuador.
Especialmente en Quito, y en las principales ciudades de la sierra se construyeron
obras que renovaron el paisaje urbano durante el s. XIX. Realmente eran
novedades que llegaron a avivar el imaginario ya de por sí inquieto de quienes
viven al pié de los volcanes, pues si en Europa la experiencia visual de la
antigüedad greco-latina podía mostrar el abolengo de dichas obras, aquí no fuimos
parte de ese proceso ni del desarrollo posterior que allá produjo la arquitectura
románica, la gótica y la renacentista. Por tanto, los edificios que los déspotas
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ilustrados encargaban a arquitectos europeos que de vez en cuando se perdían por
las vastedades del sur, fueron emblemas insólitos, descontextualizados, que, a
saltos, iban incorporando a la visualidad de las mayorías esas iconografías de la
modernidad y del capitalismo que para el común, ciertamente carecían de tradición
e historia. El Panóptico, el Observatorio Astronómico, la Primera Escuela Militar o
las edificaciones religiosas proyectadas por los redentoristas Brüning o Sthiel,
aportaron conocimientos constructivos nuevos y nuevas formas de composición
espacial, agregando leña al fuego del mestizaje y a una tradición en la que lo
europeo occidental como lo americano se iban imbricando, para enriquecer el
acervo de una cultura variada, mezclada, mágica, que se ha ido convirtiendo en
banderas que no dejan de sorprender cuando flamean en los rostros de una Frida
Khalo, en los lienzos de los pintores indigenistas quiteños, o en las páginas que con
su sangre escribieran Dávila Andrade, Pablo Palacio o Gallegos Lara.
El siglo XIX llegó a su fin con las transformaciones liberales, pero con ellas,
el anhelado progreso y la independencia mental para Latinoamérica solo dio un
paso, porque no pudimos librarnos de las nuevas maneras con las cuales la
diplomacia de las grandes potencias acomodó los intereses de sus representados a
las circunstancias sociales que por acá surgían. En esta línea, el siglo XX trajo una
novedad: la presencia de un nuevo invitado a la mesa del festín: los Estados Unidos
de Norteamérica que, como pujante potencia imperialista comenzó a gravitar en
nuestros asuntos, aunque en arquitectura, poco. La “Escuela de Chicago”, o la bella
“Carpeta Wasmuth” de Frank Lloyd Wrigth, acontecimientos determinantes para la
arquitectura moderna, ya eran hechos pasados cuando en Ecuador las hordas
fanatizadas por sectores fundamentalistas de la iglesia y las fuerzas conservadoras,
arrastraban por las calles de Quito los despojos de Eloy Alfaro y los de sus
generales. No obstante dichos héroes, quizás por su filiación masónica, quizás por
su ideología liberal decimonónica, pero en arquitectura no idearon nada que se
relacione con la que ya se venía venir en el mundo industrializado. Su imaginario
en este campo estuvo más bien anclado en la tradición neoclásica: sus obras,
especialmente dedicadas a la educación pública, no fueron más allá de dicho estilo,
demostrando también en ello la limitación que finalmente hundió aquella gesta y a
quienes, machete en mano, se batieron para llevarla a cabo.
El siglo XX ecuatoriano se inaugura, como vemos, con la sangre de sus
mejores hombres, dejando ver en esta nueva página trágica la miseria de aquella
Independencia que solo nos fraccionó para entregarnos debilitados ante los
grandes poderes modernos. Mentalmente y hasta bien entrado el siglo XX,
seguimos dependiendo de los valores y discursos de las metrópolis neocolonialistas
y, en lo que respecta a la arquitectura, el urbanismo y el manejo de los territorios,
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tampoco prevalecieron los intereses, visiones y sensibilidades de nuestros pueblos,
sino y por desgracia los de sus enemigos.
El terrible y hermoso siglo XX trajo hechos nuevos y experiencias de los que
nuestro mundo se resiste a renunciar. Los avances no vinieron de las manos de
quienes han aprovechado de nuestra producción primaria y productos agrícolas y
de nuestra condición de consumidores de sus productos manufacturados; fueron
resultado más bien de aquellos esfuerzos –no siempre acertados– por alcanzar
niveles de vida mejores para nuestros pueblos. De este modo cuando en Europa las
vanguardias artísticas radicales anunciaron el surgimiento de la arquitectura
moderna, en América Latina la novedad no fue sentida ni inmediatamente
secundada. Más, dicho proceso, que vino en sus primeros escarceos acompañado
de reflexiones culturales y políticas desconocidas hasta entonces, no fue
compleetamente ajeno a nosotros, pues la presencia de esta nueva realidad
mundial que ha constituido el surgimiento de América Latina incidió, desde su
mismo inicio en el cambio de los paradigmas e imaginarios de occidente. Y no me
refiero solo al hecho de que en las Cortes de Cádiz nuestro colombiano Mejía
Lequerica diera lecciones de democracia o al surgimiento de las repúblicas
latinoamericanas como alternativa a las formas de gobierno autocráticas europeas
y al hecho de que Flora Tristán, la abuela de Paul Gauguin hablara de feminismo en
Lima, o que el pintor caribeño Camilo Pizarro aportara al surgimiento del
Impresionismo y el uruguayo Isidore Lucien Ducasse, Conde de Lautréamont,
escribiera los versos inaugurales del surrealismo; sino también, al hecho de que
entre los siglos XIX y XX, América Latina en la cultura, jugó un rol determinante
en la creación del imaginario vanguardista y su desarrollo. Desde la Revolución
Mexicana y los muralistas, hasta la Revolución Cubana y las luchas antineoliberales
que encontraron en Hugo Chávez un referente, el imaginario occidental
eurocéntrico ha sido y es hondamente modificado por lo que se hace, de escribe y
se siente en América Latina. De este modo la tradición vanguardista se ha visto
fortalecida y legitimada por versiones y visiones de otras modernidades en las que
las memorias de nuestros pueblos reivindican sus presencias y se redimen del
secuestro definitivo y mortal al que quisieron y quieren someterla los colonialismos
viejos y nuevos, o las versiones del nazismo o del neoliberalismo, que según lo
denuncian millones de personas en las calles de Europa, mantienen el poder por la
fuerza.
Oscar Niemeyer, el gran arquitecto de Brasil, dijo alguna vez que su
intención no era cambiar la arquitectura sino esta sociedad de mierda. De esta
manera, Niemeyer, con toda la autoridad que le otorga el haber contribuido a dar
nuevas versiones formales a la arquitectura moderna (metiéndole ritmo de
samba…), señaló el rumbo central de nuestra práctica y de su perspectiva crítica
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acá en el sur: señaló, en efecto, su íntima ligazón con los hechos sociales, políticos,
culturales de una realidad social que no permite comprender su arquitectura como
un asunto autónomo y divorciado de nuestros sueños de nuevo mundo.
Más, como si una maldición persiguiera a Nuestra América, la novedad
simbólica, funcional, técnica y constructiva de la arquitectura moderna no significó
mayormente el advenimiento de ninguna independencia y desarrollo genuinos en
nuestros entornos construidos. Más aún: no fuimos partícipes muy activos en el
festín de dicho movimiento. Contrariamente y como ya había sucedido con los
modelos hispanos y franceses, dicha arquitectura fue manejada desde las élites,
asimilada y presentada por ellas como algo que les autorizaba para prolongar su
dominio sobre las mayorías, es decir, al contrario de lo que sucedió en Europa en
donde la arquitectura moderna fue modelo de reformismo y Estado de Bienestar
(grandes planes de vivienda para los trabajadores, equipamientos sociales, etc.), en
América Latina y en nuestro país, las principales muestras de la arquitectura
moderna fueron las sedes de las empresas extranjeras, de los grandes bancos y
negocios o las instalaciones burocráticas, no las obras de servicio a las
comunidades mayoritarias.
A pesar de todo, podemos decir que el movimiento moderno de la
arquitectura en Ecuador tuvo sus quince minutos de gloria y fama; sus formas se
difundieron con éxito por nuestro territorio y, lo que se conoce como nuestra
modernidad urbana y arquitectónica, grafica con esas líneas rectas, grandes vanos y
alturas que tocan el cielo, el escenario que le corresponde.
Pero como todo lo que llega se va, y todo lo que sube cae, el
movimiento moderno en arquitectura, aquí, en la mitad del mundo, comenzó
también a flaquear y perder su aura liberadora. Al inicio fueron el auge de los
negocios bancarios y las modernizaciones desarrollistas los factores que
encumbraron la imagen de la modernidad representada por esas nuevas formas
arquitectónicas; luego, cuando el impulso del capital financiero se apropió
absolutamente del simbolismo arquitectónico moderno, éste había sido ya
prácticamente asimilado, al punto que sus formas comenzaron a amanerarse y a
falta de mensajes sociales renovadores, a recurrir a malabarismos formalistas en lo
que ya no era más que una competencia por presentar viejas y oscuras intenciones
con sugestivos envolventes de hormigón, cristal o aluminio. Los bancos que
colapsaron en aquel célebre feriado de 1999, produjeron, por ejemplo, un boom
formal arquitectónico en el que se pudo ver el ocaso y la decadencia de los
postulados del movimiento moderno: su gloria, ya bastante vapuleada en las
décadas anteriores, terminó completamente arrebatada por el capital y, ya nada
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más podíamos esperar de lo que fue la revolución arquitectónica más importante
de todos los tiempos, por su profundidad y extensión.
A diferencia de los viejos regímenes oligárquicos que se empeñaban en
construir obras duraderas y emblemáticas en las cuales los menos vanidosos
colocaban una placa y los más prepotentes estampaban su nombre sobre la
fachada, el desarrollismo petrolero surgido a inicios de los años setenta llenó el país
de elefantes blancos que arrasaron edificaciones y conjuntos patrimoniales,
afectando y afeando los paisajes con “coliseos de deportes” genéricos, de hierro y
asbesto cemento o con edificaciones dedicadas a la educación y la salud; todas
estas, obras seriadas que no porque cumplen satisfacen a medias una necesidad
social, dejan de caracterizarse por su pésima calidad visual. Tal afán constructor
destruyó entornos culturales y patrimoniales y llegó al extremo de construir
“parques infantiles” en plazas públicas, cuando no canchas y hasta retenes
policiales en tales espacios de la comunidad. Este fue, uno de los colmos de la
modernidad y el preludio de la globalización.
Lejos de nosotros está generalizar estos aspectos y evolución de la
arquitectura moderna en el Ecuador a todo cuanto tiene relación con ella, pues, la
apropiación de los conceptos y medios expresivos de la modernidad arquitectónica
en América Latina, ha sido, en el siglo XX un fenómeno que en no pocos casos ha
permitido decir lo nuestro inclusive mediante dichos recursos digeridos, para usar
la expresión de Oswaldo de Andrade, el recordado intelectual del modernismo
brasileño. De este modo, muchas obras locales de arquitectura moderna,
constituyen un ejemplo de adaptación y desarrollo creativo de ese lenguaje, logros
en los que el ingenio y la capacidad de pensar con cabeza propia nos han dejado
bellas muestras de lo mejor y más cosmopolita de la arquitectura moderna y, con
cuyas versiones, nos sentimos identificados.
Luego se ha consolidado la más reciente fase de la arquitectura dominante
en Ecuador: la arquitectura globalizada y genérica, que no es otra cosa sino el
correlato de las formas del dominio que adoptan hoy el capital financiero, el
extractivismo, las multinacionales, ahora desentendidas absolutamente de los
problemas de las mayorías sociales y responsables de la degradación ambiental y
social de los territorios y las ciudades. Las urbanizaciones privadas, los llamados
edificios inteligentes, o los malls, todos dotados de cámaras de video vigilancia o
alambradas electrificadas, podrían ser los ejemplos emblemáticos de la
arquitectura de estos tiempos de privatizaciones e insolidaridad. A la ciudad
moderna, o quizás al sueño de la ciudad y la arquitectura modernas, le ha seguido
la ciudad y la arquitectura globalizadas que nos reciben con la misma frase cínica
con el cual Morfeo, en la película Matrix, recibe a Neo:
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–Bienvenido a la realidad.
En consecuencia, con esta periodización, asumida para facilitar la
comprensión del proceso crítico en arquitectura, señalaremos algunos aspectos
adicionales del fin de la modernidad arquitectónica y el advenimiento del Imperio
globalizador. Valga señalar que la crítica oficial de arquitectura en nuestro país ha
mantenido y mantiene su vocación sumisa mediante el método de describir
formalmente los hechos de su devenir. Con esta hermenéutica positivista y light ha
pretendido construir un discurso de apoyo al proceso de dominación política,
señalando que en cada momento de nuestra agitada y a veces trágica historia,
asomaron las obras que debían asomar, hasta llegar a éste presente como si de una
fatalidad se tratara. Esta secuencia y forma de exponerla, así como su descripción
autorreferencial y simple, muestran la arquitectura en el Ecuador como un hecho
separado de su historia, renunciando, por desconocimiento o por conveniencia, a la
interpretación de las obras de arquitectura como resultantes de nuestros contextos
de espacio y tiempo.
En el despliegue de este mapa de conceptos pretendo entonces mostrar el
paso desde esta crítica positivista que busca legitimar el dominio también mediante
la imagen y el símbolo arquitectónico, a una crítica que relaciona e interpreta el
hecho técnico y simbólico de la arquitectura como algo relacionado y dependiente
del devenir social e histórico, a fin de mostrar que es en esas dialécticas en donde se
encuentran sus razones últimas y las claves para su comprensión racional y
necesaria transformación. Dicho de otro modo, con lo que vamos exponiendo
pretendemos evidenciar la diferencia entre aquella manera oficial de ver la
arquitectura y, el análisis científico y desideologizante de nuestra disciplina. O si se
quiere, mostrar como el conocimiento y el análisis científicos de la arquitectura son
enemigos de la fe y el empirismo que frenan su desarrollo y cambio conscientes.
2.- El surgimiento de la crítica radical en el Ecuador
Radical viene de raíz, por tanto crítica radical quiere decir análisis de las raíces de
lo que se critica, buscando librarnos de la superficialidad o las mistificaciones que
impiden conocer en profundidad los hechos o procesos que requerimos cambiar y
mejorar.
Las realizaciones arquitectónicas que comenzaron a construirse en la
República del Ecuador luego de la independencia y el fracaso del sueño bolivariano
de crear una Gran Colombia, vinieron de la mano de arquitectos europeos; los más,
formados en las tradiciones historicistas de la Francia napoleónica. No hubo
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entonces, desde nuestra intelectualidad, ninguna valoración crítica sobre la
pertinencia de aquellas obras: todas fueron entendidas y aceptadas
incuestionablemente por aquella como sinónimo de progreso civilizador. Baste
decir que la gran tradición del pensamiento crítico europeo del s. XIX: el
Socialismo utópico, el Anarquismo y el Marxismo, no llegaron a nuestras tierras
sino décadas después.
Esto, como he dicho, duró hasta bien entrado el siglo XX. Así, mientras en
Europa la crisis de la cultura burguesa desmontaba la tradición arquitectónica
salida de la Escuela de Bellas Artes de París y comenzaban a insinuarse los nuevos
lenguajes arquitectónicos del protorracionalismo y racionalismo que dieron inicio a
lo que se conoce como la arquitectura moderna, aquí, y hasta después de la
Segunda Guerra Mundial, los estilos eclécticos y revivals del siglo XIX seguían
vigentes. Por ejemplo y en estos estilos, el antiguo Edificio del Banco Central del
Ecuador se terminó de construir a mediados de mil novecientos veinte y, el del
Círculo Militar, en Quito, en 1936. Por otra parte y para ilustrar lo que estoy
afirmando, recordemos que la construcción del Edificio del Banco La Previsora
(calles Espejo y Guayaquil), que fue el primer edificio moderno y en altura que
comenzó a levantarse en el centro de nuestra capital, inició sus obras en 1930 y
tuvo por autores a arquitectos norteamericanos. El otro, en la misma línea, fue el
Teatro Bolívar, iniciado en 1931; estuvo a la moda art deco y fue asimismo
proyectado por un arquitecto extranjero. Luego y ya en los años cincuenta se
construyeron otras obras modernas tales como el actual edificio donde funcionaba
ANDINATEL, en las calles Benalcázar y Mejía (también un proyecto extranjero).
Sin embargo, es conveniente destacar que la implantación de la arquitectura
moderna en el Ecuador, al menos en lo que las construcciones civiles para uso
doméstico se refiere, inicialmente solo afectó a las fachadas en las que se
presentaban líneas, elementos, materiales y criterios compositivos modernos,
mientras que en su interior sobrevivían los esquemas tradicionales constructivos y
funcionales que distribuían los espacios alrededor de patios, corredores y galerías.
Esto fue cambiando en la medida que la ampliación del consumo y el
aparecimiento de nuevas actividades capitalistas plantearon poco a poco nuevas
exigencias de organización y diseño de los espacios y sus equipamientos técnicos.
Dichas construcciones, coincidieron en aquel entonces con un estilo muy
hispanoamericano que en esos años tuvo su apogeo: el neocolonial, una de cuyas
obras fue el Cine Pichincha, proyectada por el Ing. Alfonso Calderón conocido
precisamente por ser un destacado cultor de esa tendencia que, a pesar de ser como
hemos dicho, “hispanoamericana”, fue una respuesta arcaica a la modernidad,
porque se apoyaba en códigos formales precapitalistas. (De hecho, “neocolonial” es
aquí una denominación esteticista y puramente estilística para nombrar algo que
continuó el “estilo colonial”, es decir, un revival, sin ninguna carga crítica ni
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elación con el colonialismo ni el neocolonialismo como hechos y categorías
políticas y económicas).
La fundación de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central del Ecuador
se produjo una vez finalizada la II Guerra Mundial, momento en el que la
arquitectura moderna ya era un hecho consolidado en los países capitalistas más
industrializados porque, sus principales constantes compositivas ya habían sido
esbozadas y controlado su empuje iconoclasta, en especial el que se perfilaba con
los constructivistas soviéticos y las administraciones socialdemócratas europeo
occidentales en los años veinte. Aludo con lo dicho a la rápida asimilación que del
nuevo simbolismo arquitectónico hizo el capital, convirtiéndole en el lenguaje del
progreso y la democracia occidental que emergían triunfantes sobre el nazifascismo
y como alternativas al avance soviético.
La derrota del Eje, arrastró consigo ese neoclasicismo trasnochado que sus
más oscuros proyectistas (Albert Speer) pretendieron imponer como el lenguaje del
nuevo orden y la dictadura. El inmenso sacrificio que significó para la URSS llevar
el peso principal de la agresión nazi capitalista, contribuyó a que su arquitectura
olvidara cualquier devaneo vanguardista y se refugiara en el neoclásico tardío y
abiertamente contrarrevolucionario (Boris Iofán). Mientras tanto, en la Alemania
nazi y en la Italia Fascista, hasta bien entrados los años treinta y dado el gran
desarrollo industrial de esos países, arquitectos como Mies van der Rohe, Gropius,
Teragni y otros, contribuían aún al desarrollo de los códigos formales de la
arquitectura moderna, impidiendo clasificaciones simplistas sobre los orígenes de
este fenómeno amplio y multifacético, así como de sus complejas relaciones
políticas, económicas y estéticas.
Quiero sugerir con lo dicho que en la segunda postguerra y en el contexto
occidental y cristiano, surgió una especie de nueva academia dedicada a formar a
los nuevos arquitectos en el lenguaje moderno, el mismo que fue identificado con
los valores del Estado del Bienestar. En nuestro país la llegada de la arquitectura
moderna fue cabal en la medida en la que se respetaron sus lineamientos generales,
sus guías compositivas, conceptos espaciales y materialidad; de esta manera se
puede decir que se lograron obras muy a tono con dicho estilo y hoy se dispone de
un patrimonio moderno significativo que merece ser conservado. Este detalle, en
su momento, no se reveló tan importante ni decidor pues cuando irrumpió en el
país la fuerza constituyente de estos simbolismos arquitectónicos era pujante,
contó con aceptación social y con los buenos oficios de la CIA. La cual en su
campaña anticomunista, no dejó ni a la arquitectura moderna en paz, usándola
como arma de propaganda en la Guerra Fría.
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Para los países periféricos de América Latina dicho lenguaje resultaba muy
novedoso, pero el mismo no fue el resultado de un proceso cultural interno, sino y
otra vez, resultado de una imposición lingüística eurocéntrica y norteamericana.
Así las cosas, la arquitectura moderna en Ecuador fue sembrando sus códigos
expresivos y simbolismos sin que mediara una crítica y una superación racional de
lo que se había construido anteriormente. El advenimiento de dicha arquitectura
resultó entonces más de un proceso de “actualización” y alineamiento, lo cual, para
nosotros, ha devenido siempre en adecuaciones o funcionalizaciones al proceso de
dominio neocolonial. No obstante, como estos procesos tienen las características
anotadas y su contrario, en Ecuador como en toda América Latina se dieron casos
de apropiación consciente y creadora de los lenguajes modernos, con lo cual,
resultaron algunas obras de arquitectura de calidad por la solución adecuada a los
nuevos temas que los tiempos trajeron, por el uso creativo de los principios
compositivos, por la asimilación y dominio de los nuevos conceptos de espacio que
la arquitectura moderna aportó, por las nuevas posibilidades volumétricas,
texturales, de transparencia, etc., que fueron sus innegables conquistas en el
desarrollo del pensamiento, el arte y la sensibilidad.
Este fue el marco en el que surgió la formación académica de la arquitectura
moderna en Ecuador. De este modo, su desgajamiento de la antigua formación
ingenieril, más que traer de partida un incremento en el saber profesional, significó
un paso técnico necesario a las nuevas demandas de la modernización urbana de la
segunda postguerra y, un aviso acerca de las cada vez más potentes funciones
simbólico-ideológicas y políticas que la arquitectura ha ido adquiriendo en la
sociedad del espectáculo.
En ambos casos, el advenimiento de la arquitectura como disciplina
universitaria y como práctica profesional moderna en Ecuador, llegó como un
avance del progreso y como tal, rodeado de un aura que le inmunizaba contra
cualquier objeción, a riesgo de que el objetor fuera tachado de retardatario. Y así, se
dieron las clases, y así, surgieron los proyectos modernos de arquitectura en el país,
hasta cuando la crisis económica y social de los años sesenta puso en entredicho la
cultura y la educación oficial; entre ellas, los valores arquitectónicos y su manera de
transmitirlos en la educación superior.
Debo por esto recordar aquí que a inicios de la década de los setenta del siglo
XX se produjo un acontecimiento que conmocionó a la universidad tradicional: el
libre ingreso. Recuerdo el día que a la Facultad de Arquitectura de la Universidad
Central de Quito llegamos alrededor de mil jóvenes deseosos de estudiar
arquitectura. El paisaje humano en el patio era insólito y los viejos profesores,
todos ellos arquitectos modernos, nos miraban con sorpresa porque, cosa rara, por
primera vez se habían matriculado estudiantes provenientes de capas, clases
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sociales y etnias para quienes antes la universidad y particularmente la carrera de
arquitectura estaban negadas. El impacto no se hizo esperar y en las aulas atestadas
surgió la contradicción entre formas y contenidos académicos tradicionales
(“modernos”) y las aspiraciones y expectativas de esa nueva composición social del
estudiantado. Estallaron los conflictos y en medio de estos el cuestionamiento a esa
educación que, como se gritaba entonces, no servía al pueblo. Los blancos de las
impugnaciones eran las materias que se impartían, particularmente la de
Proyectos y desde luego, todas las demás que la apuntalaban: Construcciones,
Instalaciones, Acústica, Perspectiva y Sombras... El problema de fondo consistía en
que mediante la enseñanza puramente instrumental del arte de proyectar la
arquitectura moderna, se pretendía que esta y su enseñanzas nada tenían que ver
con la situación socioeconómica de las mayorías y tampoco con sus preferencias
formales o mundos simbólicos. Se creía entonces, desde las posiciones no críticas,
es decir desde esa mentalidad colonizada, que la arquitectura moderna era un
asunto político, económico e ideológico neutro y, con ese cuento, los “apolíticos”
trazos que se nos enseñaba a realizar se convertían en efectivos mecanismos de
ideologización y formación política y técnica, instrumentalizados al servicio del
desarrollismo capitalista.
Los estudiantes radicales, impresionados por Mayo del 68, la guerrilla del
Ché Guevara, la victoria de Vietnam y el triunfo de Allende, les decíamos a nuestros
profesores que las formas, inclusive las modernas, no eran infinitas ni eternas, pues
obviamente cada tiempo produce y consume las suyas haciendo que las réplicas o
refritos posteriores nunca alcancen el significado de las obras paradigmáticas. Nos
dábamos cuenta de que ir a la caza de las formas que supuestamente habían
alcanzado la cumbre de la racionalidad, la funcionalidad y el progreso, era
ahistórico, con lo cual se estaba obviando esa parte fundamental de la actividad
crítica, cuál es la interpretación del hecho, su historicidad y por tanto su
aprehensión racional que evita el éxtasis mitificante y el culto, tan opuestos al
análisis científico.
El segundo paso que las fuerzas renovadoras plantearon a la universidad fue
una reforma universitaria que pusiera a la institución “al servicio del pueblo”. En la
Facultad irrumpió el Comité del Pueblo exigiendo que se planificara para los miles
de integrantes suyos los nuevos barrios en los terrenos que ellos habían tomado a la
fuerza en el norte de Quito. Surgió el Taller de Investigación Social Diseño y
Comunicación (TISDYC) dirigido por el Doctor en Sociología Urbana por la
Sorbona, Wilson Herdoiza y, más allá de cualquier valoración del hecho, lo cierto es
que con esta presión popular se rompió la hegemonía ideológica en el discurso
arquitectónico y en la manera de transmitirlo, con lo cual, la arquitectura moderna
en Ecuador como dato histórico, se podría decir que pasó a ser, a mediados de los
años setenta, un asunto concluido.
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Señalo estos acontecimientos como el puntos de partida de lo que considero es el
inicio de la crítica radical de arquitectura en el país, pues a partir de entonces y en
varias facultades se iniciaron experiencias parecidas que dieron paso a una
comprensión más profunda del espacio urbano, arquitectónico, territorial,
conduciendo los análisis hasta niveles nunca antes explorados en los ambientes
académicos tradicionalmente funcionales al neocolonialismo y la dependencia.
La institución universitaria trató de asimilar el golpe y recicló la presencia
popular directa o vicaria en la enseñanza de la arquitectura. Lo hizo mediante la
“sociologización” de la enseñanza de esta disciplina. Esto se notó en los nuevos
trabajos de fin de carrera en los cuales se puso de moda el “marco teórico” como
justificación previa al proyecto y, en donde se pretendía haber realizado una
“investigación” socio económica de los “beneficiados” de la posible intervención
arquitectónica que, el profesional en ciernes, dibujaría como paso previo a la
obtención del título. Esta parte de su trabajo se convirtió entonces en un requisito
de la Tesis, pero en muy pocos casos en el determinante conceptual de la solución
funcional y de la composición arquitectónica que, por otro lado, siguieron
recogiendo y expresando las necesidades instrumentales y simbólicas de una
arquitectura en la que prevalecía el valor de cambio sobre el valor de uso.
El despertar de los años setenta, entonces, no duró mucho tiempo. La
universidad como institución ideológica del Estado, golpeada pero fuerte aún, cerró
filas y de alguna manera aisló estas experiencias transformadoras. El movimiento
estudiantil de izquierdas que tantas simpatías había despertado entre la población
al ser un contrapeso del poder, fue silenciado y, de este modo cuando llegaron el
neoliberalismo y la globalización, la vieja universidad no estaba lista para
transformarse en un espacio al servicio de las mayorías del país, sino más bien para
actualizarse nuevamente y adecuarse, esta vez a los intereses del capital
transnacional y sus conceptos de privatización y calidad productivista.
Lamentablemente, la universidad moderna neocolonial pasó a ser la universidad
neoliberal globalizada por necesidades externas. Este fenómeno, obviamente,
afectó y afecta la teorización, historización y crítica del hecho arquitectónico,
urbano y territorial.
Esta situación, que como una niebla envuelve al mundo, en el campo de la
arquitectura se ha manifestado en una dispersión de sus formas, disolución de los
lineamientos compositivos en los que la forma seguía a la función tal como aportó
la arquitectura moderna. Una especie de duda sobre su seriedad y fines ha atacado
a las composiciones actuales y, en el Ecuador por lo menos, la llamada
arquitectura contemporánea se caracteriza por una pérdida de referentes (“todo
vale”) que está colocando en el paisaje cultural del momento obras ciertamente
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curiosas y estrambóticas. En el caso particular de la arquitectura doméstica surgida
por ejemplo con el dinero enviado por los emigrantes, han asomada las llamadas
“villezas”, en las cuales un extraño gusto por los vidrios curvos de colores
iridiscentes, negros o espejeantes, mezclados con materiales cerámicos, aluminios
anodizados y otras novedades plásticas de los supermercados de la construcción,
caracterizan a estas edificaciones de complicadas volumetrías, como negación
burlona cuando no insolente, de lo que fue la arquitectura moderna. En la
arquitectura globalizada que en estos últimos años se está construyendo en
Ecuador, parece ser que la fuerza de la incertidumbre que afecta al presente obliga
aquí también a especulaciones formales sin ton ni son, con lo cual, constructores y
usuarios como que buscan significados a existencias cada vez más vacías de todo,
produciendo por esta vía una arquitectura predominantemente orientada a la
novelería y el mercado y, por tanto, cada vez más nihilista si se la compara con los
potentes significados de la arquitectura moderna de la primera hora.
La consciencia de lo que estamos señalando, constituye en sí, la oposición y
el germen de otras visiones que demuestran la confrontación de ideas que en estos
terrenos, como en todos los demás, dejan ver el deseo de otra sociedad con
simbolismos diferentes a los que desearía eternizar el poder neoliberal.
3.- Perspectivas de la crítica de arquitectura en el Ecuador
Como proceso reflexivo, las bases de la crítica radical surgieron entre el
movimiento estudiantil contestatario de los años setenta del siglo anterior, pero su
desarrollo se ha producido fuera de la universidad. El ejercicio de esta crítica en los
terrenos de las artes visuales, la arquitectura, el urbanismo y los territorios es
entonces un fenómeno que se desarrolló en los últimos treinta años en nuestro
país, paralelo a la crítica de la totalidad en los tiempos del capitalismo tardío, o
globalización neoliberal.
Como queda anotado, las reflexiones que comenzaron a realizarse al margen
y en contra de las versiones establecidas sobre estas actividades sociales,
sucedieron en la Universidad Central y como resultado de la radicalización política
del movimiento estudiantil y popular urbano de los años setenta, en Quito. La
derrota que el sistema y la institución infringieron a dicho movimiento, expulsó sus
sueños de cambio, pero la tendencia que ellos representaron fue fortaleciéndose en
otras áreas de la crítica a las expresiones simbólicas: concretamente fue en las artes
visuales en donde la crítica contemporánea desplegó sus análisis y señaló cuáles
eran las características del arte moderno neocolonial y antisocial, releyó la
experiencia artística ecuatoriana desde tiempos precolombinos, destacó cuáles eran
a su juicio las aspectos inéditos de nuestras modernidades y su significación en el
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proceso liberador y, desmontó el discurso neoliberal y privatizador sobre el “arte
contemporáneo”, señalando a la interpretación que el poder hace de las nuevas
manifestaciones artísticas como un requerimiento impuesto que quiere, ahora
como en el pasado, negar las posibilidades expresivas y las manifestaciones
estéticas a pueblos y sectores sociales reticentes a aceptar normas de pensamiento
y de sentir, empeñados como están, estos sectores sociales, en buscar sus propios
derroteros expresivos, estéticos e históricos.
Debemos anotar que la necesidad del análisis de lo que se hace y se dice en
nuestra profesión, ha sido acogida a su modo por la Bienal de Arquitectura de
Quito y que, en los últimos años, también algunas las facultades arquitectura del
país han hecho y hacen esfuerzos para desarrollar la actividad crítica como materia
de sus programas académicos. En este sentido, también es digno de mencionar el
esfuerzo realizado por la editorial TRAMA.
El aparecimiento y ejercicio de la crítica radical en arquitectura si bien se
apoyó en las experiencias de las luchas urbanas populares, en Ecuador no fue ni es
una actividad teórica de los sectores organizados de dichas tendencias por lo
general vinculadas a las izquierdas. Más bien, ha prosperado al margen de ellas y
como aportes de “librepensadores” e intelectuales, de izquierdas pero “no
orgánicos”, que han dado espesor a la sombra amorfa y difusa que constituye “la
oposición” al stablishment. Mérito suyo es haber diferenciado en los estudios sobre
la ciudad, la arquitectura y las artes, el paso que se ha producido desde el llamado
arte moderno y la llamada arquitectura moderna, al arte, la arquitectura y la ciudad
globalizados. Establecer esta diferencia ha contribuido en términos metodológicos
a desarrollar los instrumentos de la crítica del presente y, en consecuencia, a
precisar los diagnósticos de las nuevas situaciones que en estos terrenos enfrentan
las nuevas mayorías sociales. Diferenciar estos dos momentos es un paso
metodológico, académico y político importante, en la medida que aquellos
discursos que pasaban por crítica radical casi hasta el colapso del llamado
“socialismo real”, en el país estuvieron influidos por enfoques nacionalistas y
democrático-burgueses que no consideraban el hecho trascendental de que la
contradicción básica del mundo en el que estábamos inmersos, ya era la existente
entre el capital y el trabajo y que, desde ahí, se debía analizar los fenómenos
simbólicos y las representaciones.
La caída del “socialismo real” llevó a repensar qué había pasado en la
producción capitalista tardía y, esto ha llevado a conclusiones renovadoras para el
ejercicio de la crítica. El actual pensamiento crítico radical ha dejado claro que los
cambios en la sociedad capitalista del presente resultan del salto cualitativo que en
las fuerzas productivas han introducido las nuevas tecnologías, las mismas que han
venido a modificar sustancialmente toda la estructura social y la subjetividad de los
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actuales sujetos productores. De lo anterior resulta que ya no es posible desconocer
la universalización de las relaciones capitalistas ni las condiciones en las que dichas
relaciones se han universalizado. Y resulta también la percepción clara de que los
nuevos sujetos productivos, al haber incorporado el conocimiento científico como
herramienta inherente a sus cuerpos y sus funciones productivas (cognitivas), han
incrementado su colaboración social, potenciado el “General Intellect” y, a la vez su
autonomía en los procesos de producción y reproducción de la vida social,
incluidos el arte y la arquitectura. Todo esto prefigura, imagina y desea
alternativas políticas mucho más potentes que aquellas de las cuales fueron capaces
de vislumbrar los sujetos productivos del viejo capitalismo industrial. En otras
palabras: el contexto del cual hoy surge la arquitectura ya no es el mismo del cual
surgió la arquitectura moderna, por tanto los instrumentos analíticos para
conocerla, son otros.
Consecuentemente, la nueva percepción crítica del presente, está sirviendo
para sentar las bases programáticas y analizar las representaciones y simbolismos
arquitectónicos del capitalismo tardío, así como para dar forma a los contenidos de
la nueva ciudad solidaria, libertaria e igualitaria y las formas artísticas y
arquitectónicas que correspondan a las nuevas subjetividades en curso, aclarando
de este modo sus caminos y metas. Dicho de otro modo: el debate crítico analítico
de la arquitectura de hoy, se inscribe en la búsqueda de otra civilización acorde a
los cambios revolucionarios acaecidos en las fuerzas productivas.
La crítica radical establece por tanto elementos nuevos para el análisis y la
comprensión del presente social en los países globalizados desde arriba, así como
para rescatar su memoria y construir su pasado. Gracias a sus reflexiones, los s
sectores sociales emergentes que están surgiendo de las condiciones productivas
que impone el neoliberalismo, han generado vacunas cognitivas que les inmunizan
contra las iconografías legitimadoras de última generación que el neo domino
elabora. El pensamiento analítico o ejercicio del criterio en términos
contemporáneos ayuda también a ver lo que vale en la producción arquitectónica
actual, a fin de preservarlo como muestra de que a pesar de los simbolismos
impuestos, la inteligencia y la creatividad de no pocos arquitectos logra plasmar
obras de valor.
En su afán por desarrollar el criterio, distintos sectores sociales han
concluido en la necesidad de fortalecer y desarrollar sus memorias como requisito
para el fortalecimiento de lo común, de sus comunidades, de sus redes de
colaboración transfronterizas y transdisciplinarias, entendiendo que dicha
memoria, en el caso de los patrimonios construidos y su intelección, no se la hereda
como una cosa, sino que se la conquista como un narración, como una tradición
que construye un pasado que da firmeza a las luchas conducentes a la satisfacción
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de sus deseos de más libertad y democracia en donde desplegar una ciudadanía
para la cual, la arquitectura, el equipamiento del territorio y el cuidadoso manejo
ambiental, estén al servicio de la gente, de la vida, de la felicidad, y no al de una
rentabilidad abstracta y fascista.
La crítica radical de hoy, afirma ese camino constituyente de los mestizajes
culturales y las inéditas subjetividades que nos unen a la comunidad del mundo y a
la contemporaneidad en las nuevas condiciones tecnológicas y productivas. De esta
forma, la crítica empalma con el desarrollo del conocimiento científico y la
sensibilidad que en tanto patrimonio de todas y todos, son el lenguaje idóneo para
el diálogo creador y la convergencia de los distintos aportes que desde diferentes
latitudes y culturas buscan también un mundo libre. La crítica es, en consecuencia,
un recurso para pensar y pensarnos de manera más radical y volver así nuevamente
a soñar que es posible y humanamente necesario otro mundo, otra civilización, otra
ciudad y otra arquitectura, opuestos a los no lugares y no tiempos a donde nos
quiere arrastrar el presente neoliberal. En conclusión, la crítica sobre la cual he
opinado, es un camino más para insistir en la búsqueda racional de los grandes
objetivos que siempre animaron a la arquitectura como disciplina humanista.
Oswaldo Páez Barrera
Guápulo, 24 de abril de 2013
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