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Oriana Fallaci - Carta a un nino que nunca nacio

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Gentileza de El Trauko<br />

http://go.to/trauko<br />

obligados a llevar el mismo nombre y a vivir bajo el mismo techo, a menudo detestándose, odiándose. Y<br />

también existen la añoranza y las ataduras, arraigadas en nosotros como árboles <strong>que</strong> no ceden ni<br />

siquiera ante <strong>un</strong> huracán, inevitables como la sed y el hambre. N<strong>un</strong>ca puedes librarte de ellas, incluso silo<br />

intentas con toda la fuerza de tu vol<strong>un</strong>tad y de tu lógica. Acaso crees haber logrado superarlas cuando,<br />

<strong>un</strong> día, vuelven a aflorar irremediablemente, y más despiadadas <strong>que</strong> cualquier verdugo, te anudan al<br />

cuello <strong>un</strong>a soga y te estrangulan.<br />

J<strong>un</strong>to con esas esclavitudes conocerás las <strong>que</strong> te serán impuestas por los otros, es decir, por los<br />

miles y miles de habitantes del hormiguero: sus costumbres y sus leyes. No imaginas hasta qué p<strong>un</strong>to<br />

son asfixiantes sus costumbres, <strong>que</strong> has de imitar, y sus leyes, <strong>que</strong> has de respetar: no hagas esto, no<br />

hagas lo otro, haz esto y haz lo otro... Y todo ello, tolerable cuando vives entre buenas gentes <strong>que</strong> tienen<br />

cierta idea de la libertad, se vuelve infernal cuando vives entre prepotentes <strong>que</strong> te niegan hasta el lujo de<br />

soñar esa libertad, de realizarla en tu fantasía. Las leyes de los prepotentes sólo ofrecen <strong>un</strong>a ventaja:<br />

puedes reaccionar contra ellas luchando y muriendo. Las leyes de las buenas gentes, en cambio, no te<br />

dejan escapatoria por<strong>que</strong> te inducen a convencerte de <strong>que</strong> es noble aceptarías. Cualquiera <strong>que</strong> sea el<br />

sistema en <strong>que</strong> vivas, no puedes rebelarte contra <strong>un</strong>a ley <strong>que</strong> otorga siempre la victoria al más fuerte, al<br />

más prepotente, al menos generoso. Menos aún puedes contravenir la ley de <strong>que</strong> hace falta dinero para<br />

comer, para dormir, para caminar dentro de <strong>un</strong> par de zapatos y para calentarte en invierno, y <strong>que</strong> para<br />

tener dinero hace falta trabajar. Te explicarán <strong>un</strong> montón de cuentos acerca de la necesidad, la alegría y<br />

la dignidad del trabajo. No les creas jamás. Se trata de otra mentira inventada para conveniencia de quien<br />

organizó este m<strong>un</strong>do. El trabajo es <strong>un</strong> chantaje <strong>que</strong> sigue siendo tal incluso si te gusta. Trabajas siempre<br />

para alguien, n<strong>un</strong>ca para ti mismo. Trabajas siempre con fatiga, n<strong>un</strong>ca con alegría. Y jamás en el<br />

momento <strong>que</strong> te apetece. A<strong>un</strong><strong>que</strong> no dependas de nadie y cultives tu trozo de tierra, debes trabajar<br />

cuando lo quieran el sol, la lluvia y las estaciones. A<strong>un</strong><strong>que</strong> no obedezcas a nadie y te dedi<strong>que</strong>s al arte, es<br />

decir, te liberes, debes plegarte a las exigencias o los avasallamientos de otros. Quizás en <strong>un</strong> pasado<br />

muy lejano, tan lejano <strong>que</strong> toda memoria de él se ha perdido, las cosas no f<strong>un</strong>cionaban así, y trabajar era<br />

<strong>un</strong>a fiesta, <strong>un</strong>a alegría. Pero existían pocas personas, en a<strong>que</strong>l tiempo, y podían aislarse y estar solas. Tú<br />

vienes al m<strong>un</strong>do mil novecientos setenta y cinco años después del nacimiento de <strong>un</strong> hombre <strong>que</strong> llaman<br />

Cristo, quien vino al m<strong>un</strong>do centenares de miles de años después de otro hombre cuyo nombre se ignora;<br />

y en estos tiempos las cosas están como te he dicho. Una estadística reciente afirma <strong>que</strong> ya somos<br />

cuatro mil millones. ¡Y cómo añorarás tu solitario chapotear en el agua, niño!<br />

* * *<br />

He escrito para ti tres fábulas. Mejor dicho, no las he escrito realmente por<strong>que</strong>, estando tendida<br />

en la cama, no puedo: sencillamente, las he pensado. Te cuento <strong>un</strong>a. Había <strong>un</strong>a vez <strong>un</strong>a niña<br />

enamorada de <strong>un</strong>a magnolia. La magnolia estaba en medio de <strong>un</strong> jardín, y la niña se pasaba días enteros<br />

mirándola. Desde arriba, por<strong>que</strong> vivía en el último piso de <strong>un</strong>a casa <strong>que</strong> daba a ese jardín, y desde <strong>un</strong>a<br />

ventanita <strong>que</strong> era la única abertura sobre a<strong>que</strong>l lugar. La niña era muy pe<strong>que</strong>ñita, y para ver la magnolia<br />

tenía <strong>que</strong> trepar a <strong>un</strong>a silla donde la sorprendía su madre, <strong>que</strong> se ponía a gritar: “¡Dios mío, se cae, se<br />

cae abajo!”. La magnolia era grande, y grandes eran sus ramas, sus hojas y las flores <strong>que</strong> se abrían<br />

como pañuelos limpios y <strong>que</strong> nadie cogía por<strong>que</strong> estaban demasiado altas. En efecto, tenían todo el<br />

tiempo necesario para envejecer, marchitarse y caer al suelo produciendo <strong>un</strong> leve ruido. La niña soñaba<br />

igualmente <strong>que</strong> alguien lograba coger <strong>un</strong>a flor mientras era blanca, y en esa espera se <strong>que</strong>daba mirando<br />

desde la ventana, con los brazos apoyados en el antepecho y el mentón apoyado sobre los brazos.<br />

Enfrente y alrededor no había casas; sólo <strong>un</strong> muro <strong>que</strong> se erguía abrupto j<strong>un</strong>to al jardín y terminaba en<br />

<strong>un</strong>a terraza con ropas puestas a secar. Se notaba cuando estaban secas por cómo restallaban al viento,<br />

y entonces llegaba <strong>un</strong>a mujer <strong>que</strong> las recogía, las colocaba dentro de <strong>un</strong>a cesta y se las llevaba. Pero <strong>un</strong><br />

día la mujer llegó y, en vez de recoger las ropas, se puso también a mirar la magnolia, como si estuviera<br />

calculando la manera de coger <strong>un</strong>a flor. Se <strong>que</strong>dó allí largo rato, pensando, mientras las ropas se<br />

agitaban al viento. Después llegó <strong>un</strong> hombre y la abrazó. También ella lo abrazó, y pronto cayeron a<br />

tierra, donde, j<strong>un</strong>tos, se estremecieron largamente; por fin, se <strong>que</strong>daron dormidos. La niña estaba<br />

asombrada, pues no comprendía por qué se <strong>que</strong>daban durmiendo en la terraza en vez de ocuparse de la<br />

magnolia, de tratar de coger alg<strong>un</strong>a flor, y esperaba pacientemente <strong>que</strong> despertasen, cuando apareció<br />

otro hombre muy enfadado. No dijo nada, pero era evidente <strong>que</strong> estaba furioso, por<strong>que</strong> de inmediato se<br />

arrojó sobre los otros dos. Primero sobre el hombre, quien, empero, dio <strong>un</strong> salto y huyó; después sobre la<br />

mujer, <strong>que</strong> echó a correr entre las ropas. Él también corría, para atraparla, y por fin lo consiguió. La<br />

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