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Hirvieron de pronto las aguas con la arrancada de la raya. Chasqueó su cola una última<br />

vez y La Diabla nadó furiosamente, perdiéndose de vista. Calamidad permaneció inmovilizado<br />

sobre el banco de arena.<br />

Minutos u horas más tarde, el negro subió a su bote y remó hacia el poblado. Amanecía,<br />

pero él no se daba cuenta. Ya los otros botes estaban descansando en la playa y por detrás<br />

de los cocoteros los cangrejos huían de la luz del sol.<br />

Atracó, encaramó su embarcación en la arena y caminó lentamente hacia su casa, sin<br />

molestarse en recoger las sardinas que trajera. La cabeza le daba vueltas y en los ojos había<br />

un brillo nuevo, difícil, como nunca antes tuviera Calamidad.<br />

—Mai –dijo a la madre–, averigüé que nosotros los negros tenemos Dios.<br />

—¡Y cómo no, muchacho! Siempre tuvimos. ¿Pero qué te pasa?<br />

—No pasa na… A mí no me pasa naa…<br />

Hubo otras noches de luna en Boca Chica y Calamidad volvió a hurgar en la bahía su<br />

triste encomienda de sardinas. Llegó, con los años, a convertirse en pescador de mar afuera,<br />

de esos bravos que luchan contra el viento y las olas, de esos hombres para quienes el mar, el<br />

agua y la muerte son sólo hermanos. Y cuando era viejo, alguien le oyó decir, a la callandita,<br />

esta frase que nadie ha podido explicar:<br />

—¿Viste negro, cómo te guardé el secreto?<br />

La gente, que no conoce esta historia, debe pensar que Calamidad no fue más que un<br />

pobre negro loco.<br />

La piedra<br />

J. M. SANZ LAJARA | EL CANDADO<br />

El mundo de Ernesto fue siempre un mundo fácil y hermoso: Su casita blanca, sus<br />

vacas pardinegras, los mangos frondosos, el algarrobo y el valle estrecho, recortado por<br />

los cerros abruptos y afilados. Casabe y plátanos, a veces carne, los domingos sancocho y<br />

todos los días arroz con habichuelas. En las noches, bajo el rielar de la luna inflada, una<br />

plegaria sin ensayos que Dios recibía sonreído. ¡Hasta aquella mañana en que Ernesto<br />

reparó en la piedra!<br />

La revelación, por insospechada, le estuvo agria, dejándole alma y voluntad en acecho.<br />

Era como si a la bucólica placidez del valle hubiese llegado la tormenta. Durante toda su vida<br />

–recordaba Ernesto– la piedra estuvo clavada en la ladera del monte como una nariz. Bruñido<br />

por los vientos, el peñasco era aquella parte del paisaje que todos guardaban en la hondura del<br />

ojo. Algún cataclismo la movió de la cima, posándola sobre el promontorio, con la seguridad<br />

del granito, eterna como el cielo o la envidia de los hombres. Sin embargo, cuando Ernesto<br />

realmente comprendió a la piedra, la piedra no era la misma.<br />

—Son cosas de la imaginación –había sentenciado su mujer, posada a la vera del arroyo,<br />

golpeando la ropa sobre los guijarros–, la veo igualita que anoche, que el año pasado.<br />

—No, Mischa, esa piedra nos odia.<br />

—¡Alabado sea el Señor, Ernesto! ¿De dónde te sacas semejante entrevero?<br />

—Del corazón, negra; el corazón no me miente. Verás.<br />

La gente cayó en cuenta de inmediato, porque en Ernesto la alegría, los cantos y silbidos,<br />

el sudor cristalino y el andullo se convirtieron en una sola larga mirada triste que de<br />

los pastos y el cafetal se enredaba en la piedra y allí se quedaba, como quien ha visto un<br />

fantasma y no se atreve a decirlo o siquiera confesarlo.<br />

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