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REBECA MURGAÉl sí debe conocerlos bien. Los recorría diariamentea la hora de salida, como si nada fuera aocurrir, en la bicicleta que le dieron como estímuloal entrenador más destacado del año anterior. Enesa bicicleta en la que no será ella quien lo acompañemás tarde, juntos al círculo infantil y seguirrodando: los mandados, los encargos para mantenerla casa, y así un millón de cosas divertidas ycomprometedoras además. De otra forma hubierapreferido lo que ella le daba. Sus salidas, no comoél por la entrada principal, no a su lado pero sí a suencuentro, fueron el aliento de las mañanas, el espíritudel mediodía, y de las tardes su realizaciónabsoluta. Hasta el otro día juraba que para él seríalo mismo. Se buscaban y nada era prohibido cuandotizas, registro y tablero de ajedrez quedaban lejos.Libros y uniforme escolar también. Pecadoreslas reuniones, actas y escarmientos. La disciplina,el orden. Él, un hombre. Ella, las alas del ángel quesu constancia mató. Y así sentir-vivir-gozar cada unocosas nuevas. Él volando con las alas por el cuerpoterrenal en sus debilidades. La salida después delsueño. Siempre después.Esta escalera tan ancha, tan sola a pesar de lacantidad infinita que se agolpa, unos contra otros,queriendo subir primero para alcanzar puestos enla última fila. Para no atender al profesor de Matemáticas,con su mal aliento, ni a la de Física, quequiere imponer respeto a base de gritos, esas son24

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