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REBECA MURGAveía descargar de la camioneta los sacos de arroz yde frijoles para consumir en algún período de tiempoque él más o menos calculaba para realizar entoncesla misma operación. Luego yo lo acomodabatodo y, por último, los besos. Los domingos...Eran diferentes. Arrugados, gastados, maltratadospor las horas van y vienen debajo de la blusacomo quien no quiere las cosas, pero alertas. Sedebaten entre la miseria de carne que aún albergany la grasa que se ha acumulado en ellos. Lasgrietas, sobre todo en el invierno, muestran un colorvioláceo similar al de las arterias nacidas por eldeterioro de las paredes de la iglesia. Los pezones,ajados y casi ojerosos, contrastan sutilmente con elresto de la masa y a su vez con la inflamada barrigaque se encima. Que se oculta en la apretada faja yquién sabe si algún día será acomodada a fuerza decostumbre. Que se atora con trozos de tiempo comprimidoen los milímetros de cristal.Donar sus propiedades fue la causa del desengaño.Solo nos quedó la porción delantera de la finca yuna casa en la ciudad. Cierto es que era la más lindade la manzana, como él comentaba orgulloso, peroera una casa —nada más— y no se daba cuenta.Las continuas salidas en carro, unidas al deseode beber y la suerte de poseer derechos hasta esemomentos limitados para mí, me hicieron pensaren una forma de vida muy distinta a la que arrastraríapor más de treinta años.68

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