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LA NIÑA DE LUZMELA

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La niña de LuzmelaConcha EspinaAunque la niña no conocía a la vieja de la guadaña, al punto que entróen el aposento «la sintió» y dijo:–Ya está aquí.No creyó ella que llegase tan pronto, y pensó, un momento, en avisar ala familia del agonizante; pero en seguida se acogió a la dulce idea deprocurar que fuese apacible aquella última hora del infeliz peregrino, y queno le amedrentasen los gritos desatinados de las señoras de la casa.Quedose mirando con respeto la figura triste de aquel hombre,detenido por la muerte en la más lozana senda de la vida, y recordó unaelocuente oración de su libro que rezaba:-«¡Oh, día clarísimo de la eternidad que no le oscurece la noche, sinoque siempre le alumbra la suma verdad; día siempre alegre, siempre seguroy sin mudanza!... ¡Oh, si ya amaneciese este día y se acabasen todas estascosas temporales!...»Carmen se sumergió en la mística contemplación de aquel día y lepareció que se le iba acercando con una amaneciente claridad, espesa yhúmeda como vaho de lágrimas. Sintió un dolor lancinante en el corazón yotro en la cabeza, y pensó: ¿también yo tendré, como el padrino, rota unacosa en la frente y otra en el pecho?...Las escenas lejanas de la muerte del de Luzmela se le aparecieron enuna confusión tenebrosa, y se quedó «mirándolas» con los ojos abiertos yparados sobre la vidriera plegada del balcón.Creyó sentir entonces que una cosa dura golpeaba los cristales consiniestro aleteo.... ¿Si sería la nétigua?Se acercó a observar, andando de puntillas con infantil sigilo. No erala nétigua.Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas.Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacibledel atardecer.Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sinflores ni plegarias.El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de unalma sin anhelos, de un corazón sin latidos.Y encima de un cristal, un listón desprendido de la cornisa golpeabalento cuando le estremecía, al pasar, una brisa sin rumores que bajaba de lamontaña...Carmen, suspirando, se sentó en el borde del lecho al lado de «laintrusa», y se puso a rezar por el alma del agonizante.Ya Julio no se quejaba. Había caído en prolongado estado comatoso, yrígido, yerto, se acercaba al día siempre seguro y sin mudanza de laeternidad.Moría sin fatiga ni dolor, como en un dulce descanso de aquellaenfermedad misteriosa y horrible que había sido toda ella un estertorwww.saber.es 77

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