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Menfreya al amanecer, Victoria Holt - Alfaguara

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Conocía la estación, pues había estado <strong>al</strong>lí con papá, aunque nunca por la noche. Pagué mibillete, pero quedé horrorizada <strong>al</strong> enterarme de que debería esperar una hora y tres cuartoshasta la llegada del tren. Fueron los ciento cinco minutos más largos de mi vida. Me senté enuno de los bancos, cerca de la barrera, y me dediqué a observar a la gente, aterrada por laposibilidad de que en cu<strong>al</strong>quier momento <strong>al</strong>guien entrara de prisa, buscándome.Pero no vino nadie y, a su debido tiempo, llegó el tren. Cuando lo abordé me pareció muydiferente de la primera clase en que viajaba con papá. Los asientos eran de madera,incómodos; pero estaba a bordo del tren, camino a <strong>Menfreya</strong>, y por el momento eso era loúnico que importaba.Me senté en un rincón y nadie reparó en mí. Por suerte era de noche y pude dormitar; <strong>al</strong>despertar descubrí que ya estábamos en Exeter. Luego comencé a preguntarme qué haríacuando llegara a <strong>Menfreya</strong>. ¿Podía entrar en el vestíbulo y decir <strong>al</strong> mayordomo que venía devisita? Imaginé que me llevaban ante lady Menfrey, quien inmediatamente informaría a mipadre. Me llevarían de regreso y sería castigada; se me prohibiría hacer jamás <strong>al</strong>go semejante.¿Y qué habría ganado entonces, s<strong>al</strong>vo las emociones preliminares de la aventura?¡Qué típico en mí, lanzarme precipitadamente a <strong>al</strong>go y preguntarme después adónde iba! Eraimpulsiva y tonta. Se explicaba que me tildaran de díscola.Estaba hambrienta, cansada y deprimida. Habría querido encontrarme en mi propia habitación,aunque tía Clarissa entrara en cu<strong>al</strong>quier momento y me mirara con esa expresión suya, comocuando me comparaba con Phyllis o con una de las otras.Cuando llegamos a Liskeard ya sabía que había hecho <strong>al</strong>go muy tonto. Pero no podía echarmeatrás. Cuando viajaba con papá, A’Lee iba por nosotros a la estación, con el carruaje. Comoahora no habría carruaje, compré un billete para la línea loc<strong>al</strong>. Había un tren que conectabacon el expreso a Londres y estaba esperando, de manera que me apresuré en abordarlo.Esperamos en la estación casi media hora; eso me dio tiempo para planear lo que haría.Durante el breve trayecto se me ocurrió que, puesto que en el tren había tan pocos pasajeros,<strong>al</strong>guien podía reconocerme e impedirme continuar. Aunque no solíamos viajar en esa línea,papá era muy conocido en el distrito y posiblemente se sabía que yo era su hija.Me apeé del tren en Menfreystow. No había más de diez o doce personas. Me uní a ellas y,cuando cruzamos la pequeña barrera, entregué mi billete con la cabeza gacha. Estaba libre,pero ¿qué haría ahora?Debía llegar hasta el mar y luego caminar un kilómetro y medio a lo largo del acantilado. A esahora de la mañana habría poca gente en el camino.La pequeña población de Menfreystow aún dormía. La serpenteante c<strong>al</strong>le mayor (casi la única)estaba prácticamente desierta; la mayoría de las casas tenían las cortinas echadas; las pocastiendas seguían cerradas con candados y trancas. Me llegó el olor del mar; eché a andar haciael puerto, donde anclaban los barcos pesqueros; <strong>al</strong> pasar frente <strong>al</strong> cobertizo donde se vendía lapesca, <strong>al</strong> ver las redes tendidas y los barriles de langosta experimenté una momentáneafelicidad pese a mi incertidumbre. Siempre me sentía <strong>al</strong>lí como en mi casa, aunque mi padresólo <strong>al</strong>quilaba la mansión desde que era representante de Lansella, hacía más o menos seisaños. Mientras esquivaba cautelosamente las argollas de hierro a las que se ataban los cabosgruesos y cargados de s<strong>al</strong>, me dije que ir <strong>al</strong> puerto había sido una locura. Los pescadoressolían s<strong>al</strong>ir muy temprano; si me veían denunciarían mi presencia de inmediato.Me <strong>al</strong>ejé por uno de los c<strong>al</strong>lejones later<strong>al</strong>es hasta regresar a la c<strong>al</strong>le mayor; subí por una deaquellas cuestas adoquinadas y, <strong>al</strong> cabo de cinco minutos, me encontré en lo <strong>al</strong>to de losacantilados.La belleza del paisaje hizo que me detuviera a admirarlo <strong>al</strong>gunos segundos; <strong>al</strong>lí estaba lacosta, en todo su esplendor; abajo, la playa y el agua verdiazul, que acariciaba muysuavemente las arenas grises; unos mil quinientos metros costa arriba se <strong>al</strong>zaba la casasolariega de <strong>Menfreya</strong>; frente a ella, la Isla de Nadie, deshabitada.Eché a andar, pensando en <strong>Menfreya</strong> y en la familia que la habitaba. La casa no tardaría enavistarse. Yo sabía a qué <strong>al</strong>tura de los giros y recodos de ese camino sería <strong>al</strong> fin visible. Y <strong>al</strong>líestaba: grandiosa, imponente, una especie de Meca en mi peregrinaje; el hogar de losMenfrey, la familia a la que pertenecía desde hacía siglos. Ya la habitaban los Menfrey cuandoel obispo Trelawny fue enviado a la Torre; un Menfrey resp<strong>al</strong>dó a los obispos y reunió a suservidumbre para incorporarse a los veinte mil cornu<strong>al</strong>leses que irían a descubrir por quécausa; imaginé a los Menfrey con sombrero de plumas, pant<strong>al</strong>ones a la rodilla y encajes en lasmangas, como se los veía en los retratos de la g<strong>al</strong>ería. No podía pensar en otra cosa que en laemoción de ser una Menfrey, aun sabiendo que lo prudente era concentrarme en asuntos másprácticos.

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