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Semana Santa <strong>Toledo</strong> 2016<br />

Liturgia del Viernes de Dolores<br />

El Viernes de Dolores es, a nivel de la devoción popular, la entrada<br />

en la Semana Santa. La devoción a los Dolores de María<br />

data de la Edad Media, del siglo XII, naciendo en ambientes<br />

monásticos por influjo de san Anselmo y san Bernardo,<br />

siendo propagada de un modo especial por los servitas. El<br />

concilio provincial de Maguncia, en Alemania, estableció en<br />

1423 una fiesta de los Dolores de María. El papa Benedicto<br />

XIII la introdujo en el calendario romano en 1727, fijándola<br />

en el viernes anterior al domingo de Ramos. Si bien la reforma<br />

litúrgica suprimió esta fiesta, reservando la celebración de<br />

la Virgen de los Dolores para el 15 de septiembre, uniéndola<br />

a la de los Siete Dolores que los servitas venían celebrando<br />

desde 1668, hoy son numerosos los pueblos y ciudades que<br />

contemplan a María, la Madre Dolorosa que está al pie de la<br />

cruz, y acompañan su imagen por las calles. María es siempre<br />

el camino privilegiado para encontrarnos con Jesús, y ella,<br />

que recorrió en silencio, discreta, su particular subida a Jerusalén,<br />

es la que mejor nos puede introducir en el misterio de<br />

la Semana Santa. Ella, por especial disposición divina, ha sido<br />

llamada a compartir los dolores del Hijo; la Iglesia, asociada<br />

con ella a la pasión de Cristo, desea, y así lo pide en la oración<br />

colecta de la misa propia de la Virgen de los Dolores, participar,<br />

por esta asociación, de la resurrección del Señor. El canto<br />

del Stabat Mater nos invita a mirar a la madre piadosa, llorando<br />

junto a la cruz, de la que el Hijo pende, realizando el<br />

cumplimiento de la profecía de Simeón, con su alma traspasada<br />

por el filo del dolor, de sus Siete Dolores. Los que pasamos<br />

junto a ella somos interrogados, con las palabras del profeta,<br />

si acaso hemos visto dolor como su dolor. Pero no es el sentimiento<br />

de compasión, de pena, de llanto estéril el que María<br />

<strong>quiere</strong> suscitar en nosotros. Mirar a la Madre, firme, resuelta<br />

a compartir con el Hijo los sufrimientos y el dolor por la humanidad<br />

pecadora, ha de llevarnos a querer unirnos a ellos,<br />

a ofrecer también nuestras vidas por la salvación de nuestros<br />

hermanos. Y a dejar que la sangre redentora del Salvador nos<br />

limpie, purifique, renueve y transforme. Lo que pide María no<br />

es un llanto superficial que a nada compromete, sino el deseo<br />

profundo de que nuestras vidas sean distintas, que completemos<br />

en nosotros, al recordar sus dolores, en favor de la<br />

Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo. Y Jesús, que nos<br />

la dio como Madre amorosa desde la cruz, espera que, como<br />

Juan, nosotros la acojamos en nuestra casa, es decir, en lo más<br />

íntimo y profundo de nuestra existencia, nos dejemos guiar<br />

por ella, que sea la estrella que, en medio de nuestras oscuridades<br />

y tinieblas, marque el rumbo, la ruta que hemos de<br />

recorrer. A punto de celebrar la Pascua del Cordero inmaculado<br />

que ofrece su vida por la salvación del mundo, el Viernes<br />

de Dolores nos ha de llevar, de la mano de María, la “hermosa<br />

cordera” (el bello título que aparece en la homilía de Melitón<br />

de Sardes que leemos en el oficio de lecturas del Jueves Santo),<br />

a llegar a las puertas de Jerusalén para vivir en plenitud<br />

los días más santos del año.<br />

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