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Semana Santa <strong>Toledo</strong> 2016<br />

Liturgia del Martes Santo<br />

En el Martes Santo, la liturgia de la Iglesia nos invita a participar<br />

en las celebraciones de la pasión del Señor tan vivamente<br />

que estas nos alcancen el perdón de Dios todopoderoso. Es<br />

de nuevo Isaías, con otro de los cánticos del Siervo, el que nos<br />

ayuda a contemplar el misterio de la entrega de Cristo. Su misión,<br />

ya desde el seno materno, es de salvación universal. No<br />

es sólo un pueblo, Israel, un grupo, una minoría. La salvación,<br />

obtenida mediante la entrega total, el sufrimiento, el dolor y<br />

la muerte, es para toda la humanidad. Nadie queda excluido<br />

de la misma. Todo hombre, toda mujer, de todos los tiempos,<br />

razas, lenguas, culturas, han sido redimidos por Cristo,<br />

luz que ilumina a todas las naciones, fulgor que disipa las tinieblas<br />

en las que anda sumida la humanidad dolorida. Y el<br />

cristiano, que ha experimentado este amor misericordioso que<br />

sana y salva, no puede guardarse para sí este don inmenso. El<br />

salmo 70 nos llama a contar, a proclamar, esta salvación del<br />

Señor. La celebración de la Semana Santa ha de avivar en nosotros<br />

el espíritu misionero, el deseo que todos conozcan el amor<br />

de Cristo, comenzando por los que nos rodean, en nuestra familia,<br />

en nuestro trabajo, en cada uno de los ámbitos en los<br />

que nos movemos. Vivir con intensidad estos días santos ha de<br />

conducirnos al testimonio, a la proclamación gozosa de que el<br />

Señor ha vencido al pecado, a la muerte, nos ha traído la vida<br />

en abundancia, en plenitud; nos ha logrado la libertad, la alegría,<br />

la paz profunda. Ha inaugurado un modo de vida más<br />

pleno, más humano. Nuestra boca, nuestros labios, como los<br />

del salmista, no pueden dejar de proclamar sin cesar, el auxilio<br />

y la salvación de Dios, ni de relatar sus maravillas.<br />

El evangelio, tomado de san Juan, nos sitúa en los prolegómenos<br />

del drama que vamos a contemplar. Jesús, profundamente<br />

conmovido, anuncia la doble traición, la de Judas y la de Pedro.<br />

Judas, que lo entrega a sus enemigos; Pedro, que antes<br />

que el gallo cante le negará tres veces. Uno se moverá por<br />

la ambición material o por la desilusión de sus proyectos, el<br />

otro por la cobardía. En el fondo es lo mismo; el mal, el pecado,<br />

que anida en el corazón de la persona humana y que<br />

le lleva a traicionar, a entregar, a quitar la vida, la honra, la<br />

fama, a los demás. Pero un mal y un pecado que tiene cura,<br />

que puede ser sanado y superado. Ambos, Pedro y Judas,<br />

traicionan a Cristo, pero su reacción posterior es bien diferente.<br />

Judas, desesperado de la fuerza de mal, sin capacidad<br />

de ver más allá de ese mal, se quita la vida, pues no encuentra<br />

horizonte. Pedro, a pesar de todo, es capaz de dejar que la<br />

mirada de Cristo, que su amor misericordioso, le toque el corazón;<br />

sabe descubrir que por encima del pecado y del mal,<br />

con una fuerza infinitamente mayor y superior, está la misericordia,<br />

que cura las heridas del pecado, que restaña los<br />

zarpazos que el mal inflige en nuestra existencia. El amor de<br />

Dios, manifestado en Cristo entregado, muerto y resucitado,<br />

es una invitación constante a no dejarnos vencer por el mal.<br />

A pesar de las oscuridades que nos rodean, más allá de la impresión<br />

de la fuerza avasalladora de la maldad, de la violencia,<br />

del odio, del sufrimiento o de la muerte, está la certeza de que<br />

el mal no tiene la última palabra, sino el amor que derrota al<br />

demonio, al pecado y a la misma muerte, y que lo hace no<br />

sólo más allá de los límites del tiempo y el espacio humano,<br />

sino que esta victoria es realidad ya aquí, en nuestra historia,<br />

en nuestra vida personal y colectiva. Como nos recuerda la<br />

oración poscomunión de la misa de hoy, esta vida temporal,<br />

sostenida por la fuerza de los sacramentos, nos conduce a la<br />

participación plena en la vida eterna.<br />

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