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Soldados en servicio en Buenaventura, el puerto más grande del Pacífico colombiano. Erlendy Cuero huyó de Buenaventura en el año

ella fue agredida sexualmente y su casa fue

supermercados. ¿Por qué a ellos no les entraron

las balas?”, pregunta Leyla Arroyo,

otra lideresa del PCN. “En ninguno de esos

lugares se dice ‘se vende’, pero en las casas

de nuestra gente sí. ¿Qué es lo que hace que

asuste a mi gente y no asuste al que llega?”.

Estupiñán cree que “lo que la violencia

quiere es destruir el tejido social para tener

una comunidad débil a la cual puedan

controlar social, cultural y políticamente”.

Afirma que las mujeres son atacadas para

impedirles reparar ese tejido social, y que

los paramilitares utilizan el feminicidio y la

violación como herramientas sistemáticas

para controlar sus territorios e intimidar a

la población.

La Unidad Nacional de Protección (UNP),

organismo gubernamental, ha asignado

guardaespaldas a Estupiñán y a Arroyo a

causa de las amenazas en su contra. “No me

he acostumbrado. Es muy invasivo y, al mismo

tiempo, crea dependencias psicológicas”,

manifiesta Estupiñán. “Nosotros perdemos

el derecho a la intimidad totalmente. Ellos

saben todo, si uno va al supermercado y yo

compro toallas higiénicas, pues ellos ya saben

que ya me viene el periodo”.

En noviembre de 2018, la UNP proporcionaba

medidas de protección a 3,733 defensores

de derechos humanos, pero quienes

las reciben dicen que estas medidas son

inadecuadas. Algunas personas no pueden

pagar el combustible para los automóviles

que les entregan, y los chalecos antibalas son

engorrosos y atraen una atención no deseada.

Otras medidas, como los teléfonos móviles,

han resultado inútiles en zonas rurales remotas

en las que no hay cobertura, mientras

que los “botones de pánico” no siempre reciben

de la policía una respuesta lo bastante

rápida como para disuadir a los asesinos.

Muchas mujeres desplazadas de comunidades

negras han buscado refugio en

Cali, la ciudad más grande del suroeste de

Colombia. Erlendy Cuero, de 44 años y con

cuatro nietos, huyó de Buenaventura en el

año 2000 cuando su padre fue asesinado,

ella fue agredida sexualmente y su casa fue

destruida en un conflicto de tierras. Ahora

es vicepresidenta de la Asociación Nacional

de Afrocolombianos Desplazados (Afrodes).

Vestida con un polo color lima y unos

vaqueros, y con el pelo afro recogido hacia

atrás con un pañuelo rosa, Cuero asegura

que ella y sus dos hijos han sufrido constantes

amenazas, acoso, vigilancia y asaltos

a su modesta casa de ladrillo rojo en un

complejo de viviendas públicas a las afueras

de Cali.

Hace unos años, analistas del gobierno

vinieron a evaluar el nivel de riesgo al que

se enfrentaba. Según afirma, la entrevistaron

durante una o dos horas en un hotel,

pero no visitaron en ningún momento su

casa ni consultaron con nadie más sobre su

situación: “Simplemente llegaron y determinaron

que no tenía riesgo”.

Solo cuando dos hombres mataron a

tiros a su hermano, Bernardo Cuero, mientras

veía el futbol en su casa en la ciudad de

Malambo, en junio de 2017, las autoridades

finalmente asignaron a Erlendy guardaespaldas,

un vehículo, chalecos antibalas y

un teléfono. La UNP había proporcionado

a Bernardo —otro líder de Afrodes y destacado

defensor de los derechos humanos—

medidas de protección, pero las retiró unos

meses antes de su asesinato y denegó sus

peticiones de que se las volvieran a asignar,

al haber decidido que ya no corría peligro.

Nueve meses después, unos hombres armados

mataron también al hijo de Bernardo,

Javier Cuero.

El hijo de 21 años de Erlendy Cuero,

Alex, también ha sido blanco de ataques.

Sobrevivió a unos disparos en 2016 y evitó

por poco ser apuñalado dos años después,

cuando su pitbull plantó cara a su atacante.

Cuero cree que los ataques eran un

mensaje dirigido a ella para decirle: “Quédese

quieta, o finalmente hay que darle con

lo que más le duela”. La lógica es brutal, según

explica: “A mí me duele más que me

maten un hijo porque yo ya viví, ya hice lo

que tenía que hacer y listo. Pero si me matan

a mis hijos, pues... por ese peso acabas

pensando que por culpa de lo que uno está

haciendo finalmente le acaben la vida a un

niño”.

Francia Márquez, activista ambiental

ganadora del Premio Goldman, también

vive en Cali después de haber sido desplazada

de su hogar en La Toma, una zona rural

a dos horas al sur de la ciudad, cuando

hombres armados llegaron buscándola en

2014.

En una residencia temporal, Márquez

cuenta que empezó a recibir cartas y llamadas

telefónicas amenazadoras en 2010,

cuando defendía La Toma frente al devastador

impacto ambiental y social de la minería

FOTOS: DUNCAN TUCKER/AMNISTÍA INTERNACIONAL (3)

NEWSWEEK MÉXICO 20 ENERO, 2020

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