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AL BORDE delacaverna número 13

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Allí conocí a mi personaje, el Doctor Pantalla, como lo bautizaron en el pueblo porque

es más pantallero y chicanero que agente de policía estrenando celular. En Medellín

era un neurólogo del montón, pero en Fredonia se convirtió en el doctor más teso que

atiende un montón de pacientes de la tercera edad con casos de demencia senil y otras

enfermedades neurodegenerativas. A algunos los atiende en el hospital, a otros en su

consultorio privado, donde se dobletea en las tardes “porque hay que ahorrar para

poder mandar a los muchachos a una buena universidad gringa como la tuya”, me

dijo refiriéndose a sus hijos.

Al entrar en el edificio donde funciona su consultorio, me encontré de frente con una

mujer espectacular, de cuerpo perfecto, curvas que hacen estrellar a cualquiera,

vestido muy ceñido que la hacía ver tan tetideliciosa como cualquier actriz porno. La

expresión de satisfacción en su rostro y sus pezones todavía indisimulablemente

erectos evidenciaban que había acabado de tener sexo. Ni un jugo natural de

tamarindo habría podido borrar su sonrisa culpable. Nos tiró una ola expansora

moviendo su culazo que nos dejó a todos, hombres y mujeres, suspendidos en cámara

lenta como escena de The Matrix,

Seguí caminando porque tenía que llegar a tiempo a mi cita. No había pacientes en la

sala de espera, por lo que me anuncié sin reparos, esperando a que Jorge, el Doctor

Pantalla, no me hiciera esperar tanto como a pacientes de médico especialista. Casi de

inmediato me hizo seguir.

Esperaba encontrar un tipo viejo y fastidioso, pero para mi sorpresa lo que encontré

fue un tipo muy bien plantado, de unos cuarenta años y bastante alto para el

promedio. Era más que afable y parlanchín. Nada que ver con su fama en el pueblo.

Debajo de su bata médica pude notar una camisa de seda, un pantalón de pliegues y

unos zapatos italianos perfectamente lustrados. Era un tipo muy fino que no encajaba

en la escena “coffee fashion” del pueblo. Me interrogó como si fuera a escribir su

biografía para venderla en Barnes and Nobles.

- “¿Viste lo que me acabo de comer?”, me preguntó tratando de romper el hielo.

Luego me contó que la damisela tentadora que paraba el tráfico y otras cosas, había

sido su mejor polvo de la semana. Se trataba de una visitadora médica que lo acababa

de convencer de adoptar un medicamento de su casa farmacéutica. Luego de una

ardua exploración ginecológica, el tipo ya daba cátedra de sus beneficios y de su

posología. Le pregunté si en los pueblos todavía aceptaban visitadoras médicas, pues

en las ciudades colombianas ya no las dejan entrar a los hospitales ni a las clínicas.

Me respondió que por eso las citaba en su consultorio particular y que allí les hacía un

chequeo minucioso.

Recordé que hasta la primera década de este siglo, esa era una táctica recurrente de

los laboratorios farmacéuticos: mandar visitadoras médicas muy pechugonas y de voz

acariciante que siempre convencían a los médicos especialistas de adoptar sus

productos en la pose de la carretilla, la más conveniente para las incómodas camillas

de chequear pacientes y bondades femeninas irresistibles. Si el médico era gay, le

mandaban su musculoca con reconocidas habilidades terneriles.

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