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Allí conocí a mi personaje, el Doctor Pantalla, como lo bautizaron en el pueblo porque
es más pantallero y chicanero que agente de policía estrenando celular. En Medellín
era un neurólogo del montón, pero en Fredonia se convirtió en el doctor más teso que
atiende un montón de pacientes de la tercera edad con casos de demencia senil y otras
enfermedades neurodegenerativas. A algunos los atiende en el hospital, a otros en su
consultorio privado, donde se dobletea en las tardes “porque hay que ahorrar para
poder mandar a los muchachos a una buena universidad gringa como la tuya”, me
dijo refiriéndose a sus hijos.
Al entrar en el edificio donde funciona su consultorio, me encontré de frente con una
mujer espectacular, de cuerpo perfecto, curvas que hacen estrellar a cualquiera,
vestido muy ceñido que la hacía ver tan tetideliciosa como cualquier actriz porno. La
expresión de satisfacción en su rostro y sus pezones todavía indisimulablemente
erectos evidenciaban que había acabado de tener sexo. Ni un jugo natural de
tamarindo habría podido borrar su sonrisa culpable. Nos tiró una ola expansora
moviendo su culazo que nos dejó a todos, hombres y mujeres, suspendidos en cámara
lenta como escena de The Matrix,
Seguí caminando porque tenía que llegar a tiempo a mi cita. No había pacientes en la
sala de espera, por lo que me anuncié sin reparos, esperando a que Jorge, el Doctor
Pantalla, no me hiciera esperar tanto como a pacientes de médico especialista. Casi de
inmediato me hizo seguir.
Esperaba encontrar un tipo viejo y fastidioso, pero para mi sorpresa lo que encontré
fue un tipo muy bien plantado, de unos cuarenta años y bastante alto para el
promedio. Era más que afable y parlanchín. Nada que ver con su fama en el pueblo.
Debajo de su bata médica pude notar una camisa de seda, un pantalón de pliegues y
unos zapatos italianos perfectamente lustrados. Era un tipo muy fino que no encajaba
en la escena “coffee fashion” del pueblo. Me interrogó como si fuera a escribir su
biografía para venderla en Barnes and Nobles.
- “¿Viste lo que me acabo de comer?”, me preguntó tratando de romper el hielo.
Luego me contó que la damisela tentadora que paraba el tráfico y otras cosas, había
sido su mejor polvo de la semana. Se trataba de una visitadora médica que lo acababa
de convencer de adoptar un medicamento de su casa farmacéutica. Luego de una
ardua exploración ginecológica, el tipo ya daba cátedra de sus beneficios y de su
posología. Le pregunté si en los pueblos todavía aceptaban visitadoras médicas, pues
en las ciudades colombianas ya no las dejan entrar a los hospitales ni a las clínicas.
Me respondió que por eso las citaba en su consultorio particular y que allí les hacía un
chequeo minucioso.
Recordé que hasta la primera década de este siglo, esa era una táctica recurrente de
los laboratorios farmacéuticos: mandar visitadoras médicas muy pechugonas y de voz
acariciante que siempre convencían a los médicos especialistas de adoptar sus
productos en la pose de la carretilla, la más conveniente para las incómodas camillas
de chequear pacientes y bondades femeninas irresistibles. Si el médico era gay, le
mandaban su musculoca con reconocidas habilidades terneriles.