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Escribir es una forma de insomnio

Musil contaba que de joven, cada vez que entraba a

su habitación, una especie de tristeza sin salida lo invadía

y, para salvarse, se pegaba a la silla frente a su mesa

de trabajo. Se encerraba como una mosca en un pedazo

de ámbar. Si Baudelaire amaba las nubes que pasan,

Musil amaba su prisión de ámbar donde escribía largas

horas calmando la desdicha de ser muy joven. Escribía,

por ejemplo, que el amor es una forma superior

de parasitismo, una manera de incrustarse en un alma

extranjera siempre en detrimento del anfitrión. ¿Musil

parasitado por el amor de los padres y convertido él

mismo en parásito de la escritura? Tal vez. El hecho

es que en el lugar donde se duerme, él escribía. Pero

es un desajuste que no se agota en sus circunstancias

personales, nos pone en la pista de una revelación que

caracteriza la actividad del escribir: el tener la misma

pasta que el insomnio.

Escribir es seguir existiendo cuando se dejó de

hablar, perseverar en el lenguaje con la boca cerrada. Si

evoca la noche

es porque hablar

lo ilumina

todo, encandila,

como al

prisionero que

sale de la caverna. Y cuando la interlocución cesa, cada

uno se va a dormir aunque sea de día. De hecho, se ve

al sonambulismo moderno pulular en la calle y los medios

de transporte, prendido a artefactos celulares, un

verdadero descenso a los infiernos del evitamiento de

la propia presencia. Pero si, apagados los dichos, uno

sigue despierto, los fantasmas se ponen en movimiento,

y se puede recurrir a la escritura, darle un destino a

la escalada de palabras, hormigas en el cuerpo, darles

casa y comida, alojarlas en un escrito.

Por eso, escribir es una actividad nocturna que

puede cumplirse a cualquier hora. Es tomar el timón

de un barco en «el alba dudosa», no para llegar a buen

puerto, sólo por el gusto de surcar el agua y avanzar

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contra viento y marea. Lejos está de la actitud de aislamiento,

donde el aislado se encapsula en un rincón

protector. Acá se trata, en cambio, de la soledad decidida,

una soledad muy social. Ver a alguien que escribe

no es ver a un aislado, es ver a alguien que practica su

soledad inexpugnable. Si se asume la fatal exclusión,

uno se ve remitido a la propia soledad y las ganas de

crear con ella, con su ferocidad. El que escribe involucra

a todos los cuerpos, porque reinventa el medio

donde esos cuerpos viven. Cada uno cuenta. De hecho,

una lengua es autores, obras, está hecha de lo que se

dice y lo que se escribe.

Ese paso que da el que escribe, del aislamiento a la

soledad, del sonambulismo al acto, no es menos épico

que atravesar el Rubicón. Es apenas menos espectacular.

Hay un positivismo de la acción, que desprecia la

actividad del escritor. Como si la valentía del guerrero

superara en riesgo al coraje del que escribe. En esa

ecuación, el escritor es un ser débil acomodado al confort

de sobrevivir. Sin embargo, cabe la pregunta, ¿lo

más difícil de afrontar en la existencia es el riesgo físico?

El psicoanálisis dice que no, que hay algo peor que

el miedo a la muerte y que es el miedo a la castración,

o sea, al hecho de vérselas con Otro sexo. Que el salto

más valiente es el del deseo, el que empuja a hablar, a

escribir, a inventar sin garantías, sin más sostén que eso

que se dice, se escribe o se inventa. Hagamos la experiencia

más simple, abrir cualquier página de la obra de

Borges, escritor

que nunca

frecuentó «el

contacto de

los aceros”, y

quedar infaltablemente

cautivados por una frase, raptados en cuerpo

y alma por una combinación de palabras que nos trastorna

como no podría hacerlo ningún uniformado.

«La lectura de todos los buenos libros es como una

conversación con la gente más honesta de los siglos

pasados, quienes han sido sus autores, incluso una

conversación estudiada en la cual no nos descubren

sino los mejores de sus pensamientos». Esto lo escribió

Descartes en el Discurso del Método, lo mejor de un

autor está en sus libros. Invitarlo a cenar sería invitarse

a la decepción. Igual, no sería una decepción triste.

Es nuestra vida de sujetos. Hablando en presencia,

aparecemos como lo que somos, títeres de textos que

ignoramos. Y al escribir, se tiene el cuidado de los matemáticos,

calculando, censurando, seleccionando ese

texto del que ahora somos títeres vigilantes, como el

actor que corrige el parlamento que le indica el guión.

Si hay una equivalencia entre el insomnio y la longevidad,

ese «horror de ser y seguir siendo», el escribir

domestica al horror, la ausencia y el silencio que lo

envuelven hace que los escritos vuelen.

Paula B. hochman, psicoanalista.

Balvanera, 21 de julio de 2017

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