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Editorial
PRIMERO
OÍDOS INQUIETOS
...HACE 25 AÑOS.
Hace veinticinco años Kurt Cobain decidió que era mejor arder que apagarse lentamente. Eso
decía su nota de suicidio en referencia a una de las mejores canciones de Neil Young, “My, my,
hey, hey (out of the blue)”. Recuerdo que me enteré de la noticia por un informativo de la televisión.
Entonces no existían las redes sociales ni disponíamos de la sobreinformación que sufrimos hoy. La
presentadora explicaba que un electricista lo había encontrado muerto en su casa tres días después
de haberse disparado en la cabeza con una escopeta Remington. Dejaba una esposa (la Yoko Ono
del grunge) y una hija que se tomaría su venganza en Seattle. En noviembre de ese año se editó el
disco en directo “Unplugged in New York”, que llegó a ser el segundo disco más vendido de Nirvana,
tras “Nevermind”. La popularidad de la banda, hasta entonces altísima, se disparó hasta niveles
estratosféricos. Sus canciones se escuchaban en todas partes, a todas horas. Podían verse por la
calle clones de Kurt Cobain, ataviados con camisetas rotas de Daniel Johnston, medias melenas
rubias teñidas y rostros de desencanto. Y en realidad, la era alternativa empezó a desvanecerse
aquel fatídico ocho de abril. Sólo un año después se editaría el último disco de Alice in Chains
con Layne Staley, el popularmente llamado “Tripod”, y en un par de años el disco de despedida
de Soundgarden “Down on the upside”. Eddie Vedder sufrió una crisis personal tan grave que a
punto estuvo de jubilarse, incapaz de asumir en solitario el papel de líder de una generación. De
algún modo el suceso también afectó a la música de Pearl Jam, que perdió la frescura, rabia y
espontaneidad que la había caracterizado.
Hace veinticinco años escuché a Nine Inch Nails por primera vez. Recuerdo que un conocido había
viajado a Londres con la única intención de comprar vinilos que no eran fáciles de conseguir en
España. Me contaba que para disponer de más dinero para discos se alimentaba de comida caducada
a mitad de precio que ofrecían algunos establecimientos. A su vuelta me grabó en varias cintas de
cassette parte del material que se había agenciado, entre ellos “The downward spiral”. Fue pulsar el
“play” para oír la cara A de aquella cinta de 90 minutos y entrar en un mundo totalmente desconocido
para mí, extraño, apasionante, incómodo. Nunca he vuelto a experimentar algo parecido.
Hace veinticinco años aún escuchábamos discos completos y por orden, aunque sólo fuera para
amortizar el poco dinero que ahorrábamos para vinilos y cedés, renunciando a decenas de novedades
interesantes. No sólo eso, por aquel entonces era “obligatorio” indagar en los gustos de nuestros
artistas favoritos. Si Chris Robinson mencionaba a Free en una entrevista, había que hacerse
como sea con “Fire and water”. Si Axl Rose llevaba una camiseta de Junkyard, era necesario
averiguar a qué demonios sonaría aquella banda. Escuchar música era algo más que un placer, era
una experiencia, una pasión, un crecimiento personal. Las revistas de rock y la radio eran nuestras
aliadas.
Tal vez nos hacemos viejos, pero me pregunto si es posible que en la actualidad, con tanto Spotify,
YouTube, Amazon o Bandcamp alguien sería capaz de coger un avión con la única intención de
comprar discos, renunciando incluso a comer en condiciones. También me pregunto si con tal volumen
de música a nuestro alcance alguien puede llegar a tener aquella sensación de descubrimiento, si
es posible procesar tanta información ofrecida de manera tan directa, sencilla, inmediata, acaso
una traición al sentido original del cuarto arte. En definitiva, si con tanto donde elegir y con tan poca
paciencia uno es capaz de adquirir un criterio personal. Me alegro de haber tenido un aprendizaje
gradual, de haber acudido a tiendas de discos en busca de novedades y gangas, de haber pedido
discos de rarezas a catálogos por correo, de haber compartido cintas grabadas con amigos y ahora,
con el gusto formado, poder enfrentarme a tal maremágnum musical.
Hace veinticinco años éramos jóvenes y estábamos enamorados de la música, cada nuevo
lanzamiento era una celebración. Cada nuevo concierto, una ilusión. Toda nuestra vida asociada
a un millón de canciones. Ahora estamos cansados y de vuelta de todo pero aún conservamos
la esperanza de que un nuevo grupo, un nuevo disco, un nuevo show, nos devuelva aquello que
entonces sentimos. La emoción, los nervios, el fuego. Al final sólo el rock and roll, incluso a través de
un triste streaming reproducido en un gris smartphone, será capaz de que volvamos a arder. Desde
Rock Bottom Magazine nos encargaremos de seguir manteniendo viva la llama, pero el primer
paso tenéis que darlo vosotros.
Jorge Borondo
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