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Grandes obras maestras
que cumplen 25 años.
“Vitalogy”, Pearl Jam: Huyendo de sí mismos, por Enrique Campos.
Año 1994. La gran fiesta del grunge
acaba con un balazo en la cabeza
de Kurt Cobain y la proliferación
de sosias y subproductos bien
uniformados, urbi et orbi, que
corporativizan una escena que
nunca quiso ser tal cosa. Pearl Jam,
siempre en la picota, siempre bajo
la sombra de la sospecha, se están
comiendo el mundo con “Vs.”, la
continuación lógica de “Ten”. No es
fácil sobreponerse a un debut que
alcanza el estatus de icono de manera
súbita. Ellos lo hicieron, y con nota.
Pero el espejo no hace más que
devolverles la imagen de Nirvana,
les recuerda que ellos, los chicos de
Cobain, son los auténticos, los de la
antorcha del punk, los del nihilismo
sin condiciones. O al menos esa es la
cantinela de aquellos a los que ninguna
multinacional quiso comprar, los que,
a pie de obra, dan instrucciones sobre
cómo se tienen que hacer las cosas.
El caso es que tanto murmullo, tanto
“¡A esa mezcla le falta agua!”, les
afectó. En especial a Vedder, el chico
guapo, el líder carismático, sensible y
fibroso. ¿Cómo alguien así va a saber
lo que es el dolor? Más aún, ¿cómo va
a existir alguien así? Venga, por favor.
Argumentos ad hominem y suspenso
en primero de psicología para los
profesionales de la opinión. Que el
bagaje de una banda –Mother Love
Bone, Green River, Temple of the
Dog- no arruine una buena campaña
de descrédito.
La muerte de Cobain no hizo sino
ahondar en la herida. Ahora Pearl
Jam ya no competían contra las
canciones de otros, contra los discos
de otros, “Ten” contra “Nevermind”,
“Vs.” contra “In utero”. No, ahora la
imagen del espejo era un fantasma,
joven para siempre, para siempre
berreando “Entertain us, entertain
us!”. Y aunque el suicidio comercial,
la verdadera ruptura con el sonido
que los convirtió en ídolos de
unos y en diana de otros, llegaría
con el cuarto álbum, “No Code”, la
autoinmolación del jefe de todo esto,
la rabia contenida por un suceso
que consideraban evitable y del que
culpaban al monstruo de la fama
derivó en “Vitalogy”, punto intermedio
entre lo que eran y lo que serían. Del
discurso “me odio y quiero morir” a
retratos costumbristas (“Betterman”)
y crítica social (“Corduroy”), de la
transparencia sonora al grano, al
ruido del garaje, a los chispazos
de la aguja sobre el vinilo (“Spin
the black circle”, “Satan’s Bed”), de
los cánones de verso y estribillo al
juego y la experimentación (“Pry,
to”, “Aya Davanita”). Pero ya ha
quedado dicho que esto no es una
ruptura, no es una reinvención, Pearl
Jam no necesitaban reinventarse
(todavía). “Nothingman”, “Tremor
Christ”, “Immortality”, “Not for you”
recuerdan que la marca de la casa
siempre se las arregla para boquear
en la superficie. Afortunadamente. Y
afortunadamente todo, nuevo o viejo,
les salía bien.
“Vitalogy” cerró una trilogía dorada,
el sueño de cualquier banda con
poco más de tres años de vida, y el
resto, para bien o para mal, es la
historia de un grupo en permanente
huida de sí mismo que triunfó en
su batalla por renunciar a lo que un
día fueron, que convirtió sus éxitos
de juventud en meros trámites del
directo y acabó por perder de manera
honesta e irreversible su capacidad
para convertir cada texto de Vedder,
cada línea de guitarra de Gossard y
McCready, en un himno generacional.
Pero era 1994 y aún no sabíamos que
Pearl Jam se transformarían en los
protagonistas de una canción de Pearl
Jam. Nos limitábamos a quedarnos
boquiabiertos ante la insolente
exhuberancia de cuatro músicos que
surfeaban su propia ola sin que nadie
les pudiera tocar. Nadie.
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