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G. Bueno – Materia
que, de un modo u otro, giren siempre en torno al supuesto de la necesidad ontológica
de la materia corpórea. (Decimos «de un modo u otro» [57] puesto que esta
necesariedad ontológica puede ser reconocida, no sólo por una doctrina materialista en
su sentido fuerte -la doctrina que niega la existencia de toda sustancia no corpórea- sino
también por una doctrina espiritualista que, sin perjuicio de defender la realidad de otras
sustancias inmateriales o simplemente incorpóreas, defiende también la existencia de las
realidades corpóreas desde supuestos, por ejemplo, epistemológicos, en la línea del
llamado «Principio antrópico» antes citado). Por otra parte, hacemos corresponder esta
primera fase con la época antigua de la tradición filosófica, desde Tales de Mileto a
Plotino, considerados como piedras miliarias. La segunda fase por la que habría
atravesado el curso histórico de la Idea de Materia corresponderá con la época medieval
de la tradición filosófica, la época del judaísmo, del cristianismo y del islamismo. Lo
más característico de esta época, en lo que a la idea de materia corpórea se refiere, sería
el haber abierto el camino para una visión de la materia corpórea desde la perspectiva de
la sustancia espiritual -a la cual habría podido conducir, en su límite, el desarrollo
interno de la Idea de materia determinada, según expusimos en capítulos precedentes.
La materia corpórea podrá parecer ahora como un ser contingente, no necesario -y esto
particularmente en la tradición judeo-cristiana (si es que la filosofía musulmana,
Avicena o Averroes, representa, más bien, la perpetuación del necesarismo aristotélico
de la materia corpórea, como contrapunto imprescindible). Ahora bien: «contingencia
ontológica» de la materia corpórea, y aún de la materia en general no ha de
sobreentenderse como un eufemismo de algún tipo de acosmismo (así como tampoco el
necesarismo corporeísta de la primera fase equivalía a la negación del Espíritu,
del Nous). Antes bien, y no sin alguna paradoja, sería preciso afirmar que lo más
característico de la idea de materia, en esta segunda época -y una característica que se
expresa, sobre todo, en la idea cristiana [58] de materia- no se deriva de un proceso de
desatención hacia la materia corpórea, como entidad insignificante, casi una nada,
porque el Dios que la ha creado y la mantiene en el ser puede aniquilarla en cualquier
momento, sino que, por el contrario, se deriva del interés mismo hacia esa materia
corpórea. Que aunque es «vista desde el espíritu», lo es en el sentido de una
«recuperación de su valor» (de la materia como realidad valiosa) y de sus momentos
ontológicos más sutiles: el momento de su sustancialidad, incluso como sustancia
corpórea, aunque inextensa, es decir, no signada por la cantidad. Nos encontramos, en
efecto, ante los intentos de conceptuación filosófica de los dogmas cristianos centrales,
que son precisamente aquellos que giran en torno a la carne, al cuerpo humano. A saber:
el dogma de la Encarnación del Verbo (eje en torno al cual giró el Concilio de Nicea), el
dogma de la presencia real del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, y el dogma de
la Resurrección de la Carne (dogma que no puede confundirse con la doctrina platónica
de la inmortalidad del alma espiritual), en forma de cuerpo glorioso. Es evidente, por
otro lado, que los conceptos asociados a semejantes dogmas no podrían figurar por sí
mismos en una Historia filosófica de la Idea de Materia. Ellos alcanzan a veces,
considerados fuera de su contexto, los límites de una irracionalidad difícilmente
presentable en nuestros días (pongamos por caso, la explicación que da Santo Tomás, en
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Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1990. http://filosofia.org/mat/mm1990a.htm (06/01/16)