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Libro digital / Entre vidas amargas

Libro hecho por los específicos de Literatura y Artes plásticas.

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Entre vidas amargas

Literatura

y Artes plásticas


©Centro de Educación Artística Ermilo Abreu Gómez.

Erik Ezequiel Carillo Moo, director.

Lucina Castillo Morcillo, secretaria académica.

©Específico de Literatura:

Andrea Domínguez, Fátima León, David Sandoval,

Luceiby Moo, Karen Cruz, Gabriela Alpuche.

©Específico de Artes plásticas y visuales:

Victoria Arcique, Abby Ramírez, Diego Pedraza,

Aimeé Us, Paula García, Mónica Gómez, Nery Canul.

©Portada:

Victoria Arcique. Profesores:

Will Rodríguez, Carlos Carbajo, Miguel Núñez May.

Mérida, Yucatán, 2022.

Impreso por QuickDigital.

Todos los derechos reservados.


A todos aquellos que nos apoyan…



Índice

El viaje que reluce el descontrol de los abismos de la mente 9

Texto: Andrea Domínguez

Ilustraciones: Abby Ramírez

La chispa de la esperanza 21

Texto: Fátima León

Ilustraciones: Diego Pedraza

Pesadilla de demonios 33

Texto: David Sandoval

Ilustraciones: Aimeé Us

La espera 51

Texto: Luceiby Moo

Ilustraciones: Paula García

La riqueza una vez anhelada 69

Texto: Karen Cruz

Ilustraciones: Mónica Gómez

Al filo del abismo 83

Texto: Gabriela Alpuche

Ilustraciones: Nery Canul



El viaje que reluce el descontrol

de los abismos de la mente

Andrea Domínguez

9


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I

Durante toda su vida, Valeria ha sido más la madre de sus dos hermanos

menores que su propia madre. La ha visto perderse en el alcohol desde que

era una bebé. Recuerda a su abuela y a sus tías tuvieron que llevarla y pasarla

a buscar a la escuela esos días en los que su madre estuvo inconsciente tirada

en el sofá y no pudo levantarse por la resaca.

En sus primeros años, Valeria vivía con su padre y su madre; sin embargo, él

las abandonó cuando ella tenía apenas cinco años, al enterarse de que su

esposa estaba nuevamente embarazada. No quiso hacerse responsable de más

hijos, decidió que ya era suficiente y se marchó. De igual modo, antes que eso

ocurriera, la situación estaba muy mal, pues su padre estaba desempleado casi

todo el tiempo, lo que, para la niña, en aquel entonces, no era tan malo, pues

podía tenerlo a su lado todo el tiempo que quisiese, jugar, hacer la tarea o

cenar con él. No tenía conciencia de la gravedad de su vida, de cómo sería en

adelante.

En casa, sus padres se pasaban discutiendo la mayor parte del tiempo. Aún

recuerda cómo su madre llegaba del trabajo y le reprochaba a su padre que

era un inútil, incapaz de conseguir y conservar empleos; cómo se enfureció y

desquitaba con ella cuando la encontraba en la tarde viendo películas con su

padre en lugar de estar haciendo las tareas. Su madre la golpeaba desde

pequeña. Los empujones e insultos comenzaron desde los cuatro o cinco

años, y después la violencia física se incrementó, hasta que aprendió a no

cometer errores, a cuidarse la espalda y no bajar la guardia, a cumplir con las

órdenes que se le daban, y eso la hizo ser una niña muy responsable.

Desde la infancia fue muy observadora; observaba el mundo, su alrededor,

escuchaba en secreto las conversaciones telefónicas de su madre. A los seis

años se convirtió en una niña muy curiosa, hurgaba de vez en cuando el bolso

de su madre, le gustaba robarle dinero, sabía que ella no se daría cuenta, pues

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era muy raro que estuviera sobria. Desde pequeña también fue muy astuta.

Cada diez o siete días veía a su madre sobria, bañada y en pijama, aunque

siempre fumaba un cigarrillo. Esos días se quedaba en casa, aunque cada tarde

de la semana dejaba a Valeria sola. Le decía que trabajaría, pero muchas veces

era mentira; faltaba al trabajo y salía a bailar con sus amigas. Valeria se daba

cuenta, pero no decía nada; le convenía seguir las reglas, al menos dentro de

su casa.

12


II

La adolescencia de Valeria fue caótica. Cuando tenía 12 años ingresó a la

secundaria, dejó la timidez de su infancia y se convirtió en una persona; no

precisamente sociable y extrovertida, sino más dispuesta a las situaciones que

se le presentaban. A simple vista parecía una chica amigable, y en cierto modo

lo era; actuaba con amabilidad. En esos años se involucró en sus asuntos,

comenzó a interesarse en algunas cosas como, las matemáticas y el

básquetbol. Le gustaba concentrar su atención en algo en específico, por lo

que las matemáticas se le facilitaban mucho y le servían como distracción por

un corto tiempo, pues buscaba desafíos constantemente y a pesar de ser muy

lista dejó de ser la chica responsable de antes. Todo le aburría; entendía los

temas a la perfección, pero le daba pereza realizar algo que no la desafiara.

Fue una alumna regular.

En cuanto al deporte, amaba el básquetbol; no era la mejor, pues, su cuerpo

flacucho no estaba totalmente a su favor, aunque tenía una gran destreza, una

de esas que difícilmente se ven, un don de nacimiento, ¿habría sido genética?

Nadie lo sabe. Ella casi no conocía quién era realmente su madre; sólo estaba

segura que se parecía más a ella que a su padre. Le gustaba tener el control

del balón, pasarlo a todos y anotar. También le gustaba que en la cancha podía

ser lo brusca que quisiese sin represalias. No tenía amigos en la escuela, sino

conocidos, pero técnicamente se llevaba bien con todos. Sabía exactamente

qué decir en el momento correcto. Su personalidad atraía a la gente como un

imán. La chica era lista, sabía cómo ganarse la confianza de las personas y

hacer que la amaran.

La relación con su madre nunca mejoró, pero ahora que estaba en la

adolescencia, se intentaba acercar mucho más a ella. Intuía que se veía en su

hija y por eso comenzaba a ser más amable; hacía innumerables intentos de

platicar sobre temas más acordes a la edad de Valeria, pero nunca construyó

la confianza necesaria, por lo que ya no tenía interés en la amistad de su

13


mamá, pues sí; eso era lo máximo que le podía ofrecer, nunca fue el ejemplo

de guía, apoyo y protección. Su madre comenzó a darle a sus hermanos

menores la atención la que no recibió. Cuando cumplió los 14 años comenzó

a darse cuenta que era bastante irritable al igual que su madre. Le gustaba

burlarse de los demás, pero en tanto alguien se intentaba burlar de ella la

pasaba muy mal; se frustraba y en un principio no hacía más que eso,

frustrarse e irse molesta, pasar un rato a solas y volver. Igual no sucedía muy

seguido que alguien que no fuera su propia madre la hostigara. Sin embargo,

aunque podían ser inocentes bromas para ella, eran una amenaza a su

integridad, a su posición, al cierto poder social que tenía.

Se planteó que tenía que comenzar a hacer algo al respecto cuando una de

sus compañeras se rió de que se había equivocado recitando un texto. Todos

salieron al descanso y no había un solo alumno en el salón. Revisó sus cosas

con mucha inquietud, abrió una bebida y la dejó caer y esparcirse en su

mochila, arruinando las tareas que todo el semestre había recolectado. Fue

un momento de mucha adrenalina para ella, el alternar la vista entre la puerta

del aula y lo que estaba haciendo, revisando que nadie se asomase ni fuese

descubierta, pero una vez que lo hizo salió del salón con una amplia sonrisa,

había encontrado una nueva diversión, una que le fascinaba. Disfrutó y se

ahogó una carcajada cuando todos volvieron al aula y su compañera encontró

sus cosas arruinadas. Le divertía molestar a los demás, pero lo que más le

gustaba era causar revuelo.

Comenzó a darse cuenta de que disfrutaba molestar a los demás, incluso si a

ella no la molestaban. Filtró fotos íntimas de una compañera de clases, robó

cosas, arruinó los objetos de los demás en secreto… Se sentía bien, se aburría

rápido y tenía que ir con lo siguiente. Era constante. Los planes siempre le

salían bien, mentía a sus profesores, engañaba a sus compañeros, manipulaba

a todo el que se le acercara. No sentía ninguna emoción genuina hacia los

sentimientos de los demás y todo lo que hacía era a escondidas. Le encantaba

el caos.

14


Al cumplir los 16 años, todo empeoró. Sus acciones ya no se podían ocultar

más; le encantaba intimidar a todos, tener el control. Agredió físicamente a

muchas personas, comenzando por una tutora de su misma edad que dijo

algo que no le gustó, la tomó del cabello empujándola al suelo y finalmente

le escupió. La violencia la liberaba, la crueldad la hacía sentir viva. Era una

persona muy chantajista, mucho más con las personas de su edad. Sin

embargo, era bastante astuta, sabía cuándo y cómo actuar. Todos sabían bien

de sus acciones, pero nadie se atrevía a meterse para frenar su

comportamiento, pues se conocía que era una chica problemática y fastidiosa.

Nadie quería tomarse la molestia de enfrentarla, por lo que, simplemente la

ignoraban. Cuando alguien por fin la reportó, fue citada por la psicóloga de

la escuela y admitió haberla insultado tanto y haber sido tan invasiva e

irrespetuosa que ni siquiera la psicóloga quiso terminar la sesión. El

hostigamiento le resultaba divertido.

Así pasó los últimos años de escuela. Sus actos, que a veces no eran físicos a

simple vista, sino más bien sutiles, siempre eran crueles y nunca cesaron. No

sentía ningún tipo de culpa, no tenía conciencia. Sus maestros y la gente que

la rodeaba la describían como una persona con deseos de hacer daño.

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III

Valeria decidió estudiar enfermería en la universidad. Aprendió a controlar

mejor sus impulsos, aunque aún persistía su deseo de fastidiar a los demás

hasta el punto en que no se contuviera. El caos la envolvía de satisfacción.

En los colegios de antes había podido delatarse fácilmente, pues toda persona

a su alrededor se rendía ante ella y nadie le prestaba demasiada atención, ni

sus maestros o tutores habían tenido idea de qué hacer. Las consecuencias

más graves a las que se había enfrentado eran expulsiones temporales o

realizar trabajos extracurriculares; incluso a veces le habían pedido ofrecer

disculpas por sus actos, pero eso nunca supuso una molestia para ella, ni se

oponía a enfrentar el castigo que fuese. Siempre volvía a lo mismo, era inútil.

Ahora que ya estudiaba en la universidad y a pesar de sus aún vigentes deseos,

se camufló como una mujer inteligente, sensata y capaz. Tenía que hacerlo

para sobrevivir a sus primeros años de adultez. Se supone debía madurar,

crecer como persona, pero lo que en un inicio había emprendido de la

imperatividad, ahora era más que una constante necesidad, un anhelo, algo

que adoraba con todo su ser, ser testigo en primera fila del sufrir ajeno. Ya

no era la chica ansiosa de antes, se volvió una experta en aparentar educación,

mantener la calma, pensar con astucia, esperar.

Sus metas eran claras; terminar la universidad y conservar un trabajo de

medio tiempo como mesera, después trabajar en algún hospital al cuidado de

los pacientes y al ahorrar lo suficiente mudarse a otra ciudad, lejos de su

madre, lejos de sus hermanos, lejos de toda la monotonía, de toda la gente

que la reconociera. Ahí empezaría de cero. Soñaba con tener una familia

numerosa con alguien que le gustara y criar con mucho amor y atención a sus

hijos. En la universidad descubrió nuevos intereses. Inesperadamente, le

gustaba mucho lo que estudiaba, se comprometió totalmente con su

profesión y eso le quitó toda oportunidad de relacionarse más con las

personas. No salía a fiestas como sus compañeros ni era tan sociable.

16


Tampoco le costaba entablar conversación, pero prefería estar sola, como lo

había estado casi toda su vida. Le gustaba ser autosuficiente, sentía algún tipo

de superioridad porque no podía sentir afecto hacia ninguna persona, ni

siquiera hacia su propia familia, lo que impedía que alguien pudiera lastimarla.

Su madre la había herido físicamente en su infancia, pero esto dejó de tener

importancia para ella. Los golpes, tirones de cabello, pellizcos, el dolor físico,

se desvaneció. No volvió a sentir afecto por su madre; sus palabras y ausencia

nunca lograron conmoverla. Lo único que podía sentir hacía ella era un

irremediable rencor por no haber sido la madre que hubiera deseado tener,

por haber arruinado su infancia y darle lata a lo largo de toda su vida. La

marcha de su padre le había hecho llorar a temprana edad, pero todo ese

sentimiento se había evaporado, se había olvidado casi completamente de él.

En cuanto a sus dos hermanos, simplemente le eran indiferentes.

Cuando salió de la universidad, tal y como había planeado, consiguió trabajo

en un hospital, donde inició como ayudante sin sueldo. Luego de un tiempo

comenzó a tener algunas oportunidades de trabajar cuidando a personas de

la tercera edad en sus casas, como enfermera particular. Ahorró un poco y

rentó un departamento. Por fin pudo cumplir uno de sus propósitos, el que

le abría la puerta al mundo, irse de su casa.

En una de sus jornadas trabajando al cuidado de un adulto mayor con

Alzheimer, conoció a su hijo, un hombre que le resultó bastante atractivo

desde que sus miradas se cruzaron por primera vez. Su nombre era Byron. Al

poco tiempo comenzaron a salir. Su noviazgo fue una montaña rusa de

emociones. Valeria descubrió que podía experimentar la emoción y la

adrenalina de otra forma que no fuera causando revuelo. Era demasiado

celosa con él, y, por el contrario, él no era nada celoso, pero nunca sabía lo

que quería. Peleaban bastante, rompían y volvían más veces de las que sería

sano admitir. A ambos les gustaba esa monotonía, sentir que se permanecían

mutuamente, depender emocionalmente del otro.

17


Valeria pudo sentir afecto hacia alguien por primera vez. Sin embargo, nunca

había sentido que alguien realmente pusiera atención en ella, le horrorizaba

el sólo pensar en perder a la única persona que la hacía sentir amada. Con el

paso del tiempo la relación se tornó desagradable, se gritaban muy seguido.

Byron llegó a comportarse violento con ella en algunas de sus peleas, las

cuales casi siempre eran por la misma razón: Valeria temía perderlo y tenía

arranques de celos, mismos que Byron alimentaba al liarse con otras después

de discutir y gritar que no se querían ver más. La empujaba e insultaba. Una

vez se encontraron peleando cuando él la tomó de la mandíbula y apretó sus

uñas contra su piel dejándole marcas que tuvo que tapar con maquillaje para

ir a trabajar.

Valeria no parecía incómoda con la situación, pensaba que el decir que la

agredía era exagerar, que siempre se resolvían las cosas de alguna u otra forma

y que estaban destinados a estar juntos. En él veía la posibilidad de cumplir

el sueño más grande que había tenido; formar una familia y amar a sus hijos

con todo su corazón.

Ella realmente estaba ilusionada con Byron, al punto de verlo como el

hombre perfecto, ese que nadie podía superar, ya que era su primer amor.

Jamás había experimentado antes el noviazgo y no sabía qué tan mal estaban

ciertas cosas o si se las merecía. No tenía la más remota idea de cómo se

suponía que debía ser un romance.

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IV

Después de cuatro años de noviazgo donde pasaron algunas temporadas

viviendo juntos, Valeria y Byron decidieron casarse. Supieron que Valeria

estaba embarazada, a pesar de las condiciones de su relación y después de

haber pasado cuatro años superando disputas y separaciones, se

acostumbraron a mantener el noviazgo a flote. Por lo que no tuvieron

problema para comprometerse. A Byron nunca le había bastado con Valeria,

pero ella era la chica principal en su vida según él, y por su hija o hijo haría lo

que fuese.

Ambos querían ser buenos padres, él quería que una niña naciese y ella quería

dar a luz a un niño, de vez en cuando hablaban acerca de eso y llegaban a un

acuerdo, coincidían en que sería bueno tener ambos. Así fue como al cabo de

unos meses nació un pequeño niño, al que decidieron nombrar Hugo, fueron

muy cariñosos con él, lo educaron a sus ideales y experiencia, y en general no

eran malos padres, querían tener más hijos después de él, fue lamentable que

Valeria haya sufrido complicaciones en el parto y eso casi le imposibilitaba

poder embarazarse de nuevo. Cómo padres eran algo estrictos. En especial

Byron, quien le exigía a su hijo un nivel destacado de calificaciones aun

cuando estaba apenas en la primaria, lo ayudaba estudiar y se encargó que

aprendiera a leer, sumar y multiplicar.

Valeria era una madre cariñosa pero demasiado sobreprotectora, su hijo era

su adoración y eso la llevaba a ser sumamente encimosa con él. En sus

primeros años siendo madre supo que no podría regular su trabajo con el

cuidado de su hijo que en ese entonces era un bebé, por lo que se retiró de

sus jornadas y decidió ser ama de casa. Byron los sostenía económicamente

a ambos con su trabajo como oficinista en una fábrica. Para Valeria el no

verlo durante tantas horas despertaba muchas de sus dudas, sin embargo, se

concentró en criar a su hijo, lo llevaba a la escuela todas las mañanas, no

dejaba que vaya a ningún lugar y no le dejaba tener suficiente privacidad.

19


Cuando su hijo Hugo cumplió los quince años, Valeria aún seguía

acompañándolo a cada lugar al que tenía que ir, lo llevaba a las casas de sus

amigos, al cibercafé o a los cumpleaños al que era invitado. Aun hurgaba

entre sus cosas y le revisaba el celular del mismo modo que lo había hecho

con su esposo alguna vez. En repetidas ocasiones Hugo y ella discutían por

eso y Byron intentaba abogar por su hijo, pero ninguno conseguía nada.

Valeria tenía una gran persuasión, lograba hacer sentir mal a su hijo y que

hiciese lo que ella quería, cuando sabía que las palabras no le bastarían recurría

al llanto, si bien es cierto que era una especie de manipulación, este llanto no

era totalmente falso, Valeria amaba profundamente a su hijo, mucho más que

a Byron y el imaginar que se quisiera deshacer de ella le hacía perder la

compostura y querer morir, nunca traicionaría sus ideales: cuando quería algo

lo conseguía, así había sido siempre, con los compañeros del colegio, con

Byron y ahora con su hijo, es muy pronto para saber hasta dónde podría llegar

este ciclo.

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La chispa de la esperanza

Fátima León

21


22


Valentina fue una bebé muy esperada por sus padres, ya que era la primera

hija de ambos. Fue tan esperada que cuando nació todos lloraron de alegría

al verla. Era muy linda y tranquila, no lloraba a menos que necesitara algo, y

se comportaba de maravilla. Conforme fue creciendo sus padres se dieron

cuenta de lo observadora que era, pues Valentina miraba cada detalle de las

cosas e incluso estaba muy atenta a las situaciones de su alrededor. Cuando

cumplió tres años nació su hermana Camila, otra bebé muy esperada en la

familia. Le agradaba mucho, le gustaba mirar a su hermanita y observar cada

movimiento que hacía; era tan raro, pero al mismo tiempo muy entretenido.

A la edad de siete años Valentina era una niña muy inteligente e

independiente, adoraba hacer las cosas sola y aprender de los demás.

Observar hasta ahora le resultaba útil; gracias a eso entendía rápido, pero

incluso una niña tan pequeña sabe cuándo algo anda mal. Fue cuando se hizo

presente la persona que dañaría su estabilidad, tranquilidad y felicidad: Ángel,

el hermano de su padre, apareció de la nada. Valentina no entendía qué hacía

en su casa, no entendía su desesperación al hablar con su padre, ni su olor

tan desagradable, ni por qué su mamá la llevó a su cuarto con Camila. Ella no

le dio más importancia, pues sabía muy bien que esos no eran sus asuntos.

La mañana siguiente despertó muy temprano y vio a su tío profundamente

dormido en el sillón, pero ella no esperaría que eso se convirtiera en el pan

de cada día. Veía al mundo como su fruta favorita: un plátano; un hogar dulce

y amarillo, cuando su tío llegó, la casa empezó a pintarse de negro, a pudrirse.

Por su culpa, sus padres discutían, la casa era un desastre, y no le ponían

atención ni a ella ni a su hermana. Todo parecía ir muy rápido y, de repente,

ya tenía nueve años. Durante todo ese tiempo Ángel no parecía tener

intenciones de irse pronto de la casa. Valentina lo escuchaba llegar por las

noches montando escándalos; escuchaba los intentos fallidos de sus padres

de calmarlo; también oía las discusiones de sus padres queriendo que él se

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fuera a otro lugar. Valentina se sentía mal: era como si sus padres tuvieran

otro bebé, muy apestoso, uno que tenían que ayudar a limpiar, que necesitaba

mucha atención y que le arreglaran sus problemas. Extrañaba sentirse en su

hogar. Sólo quería paz y por supuesto, que él se fuera.

Al menos se divertía con su hermana, y jamás había cruzado palabras con

Ángel. Por más que ella lo detestaba, no le decía ni reclamaba nada, pues él

tampoco las molestaba. Una tarde, Valentina hacía su tarea cuando vio llegar

a su tío con una botella en la mano. Ella se sintió angustiada. Normalmente

él llegaba así en las noches, cuando sus padres estaban ahí y lograban manejar

esa situación. Ángel se acostó en el sillón y dejó la botella en el piso, parecía

cansado. Valentina lo ignoró, pues no hacía nada. Camila estaba jugando

cerca de ella cuando empezó a correr y tropezó con la botella, provocando el

suficiente ruido para que él se despertara enojado. Tomó su posesión y le

gritó muy fuerte a Camila, incluso levantó la mano, como si fuera a golpearla.

Valentina sintió mucho enojo, el más grande enojo de su corta vida; se

levantó rápidamente, tomó del brazo a su hermana y gritó lo más fuerte que

pudo viéndolo a los ojos: “¡No le vuelvas a gritar!”. Corrió a su habitación

con el corazón agitado y con mucho miedo. Aun así, supo mantenerse en

calma para tranquilizar a su hermana, quien lloraba mucho. Aprendió dos

cosas ese día: uno, siempre estaría dispuesta a defender a su hermana de quien

sea, y dos, que su tío era la persona que más odiaba.

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Cuando Valentina cumplió doce años, su abuela paterna murió debido a una

enfermedad del corazón. La amaba y extrañaba mucho, era una de sus

personas favoritas. Ella siempre fue fuerte, pocas veces lloraba y odiaba que

la gente la viera débil, probablemente debido a que en su infancia tuvo que

mantenerse al margen de la situación que enfrentaba con su tío. Después de

unos meses, Ángel por fin se iba de la casa. Su abuela le había heredado la

casa y por eso él se iría y trabajaría después con el padre de Valentina en el

taller mecánico.

Cerca de cumplir quince años, Valentina empezó los preparativos para su

fiesta. Las cosas iban de maravilla para ella y su familia; incluso tenía un lindo

novio y muchas amigas. A una semana de su cumpleaños, a las afueras de su

casa le esperaba su peor pesadilla, su tío, quien llegó de nuevo oliendo

asqueroso, aunque esta vez se veía cuerdo; su rostro reflejaba desesperación

y profundo miedo. Sabía que su tío estaba metido con personas peligrosas.

Durante algún tiempo se hizo muy chismosa, le gustaba estar enterada de

todo y estar al tanto de lo que pasaría en su vida. Su tío estaba metido en las

apuestas, tanto, que por eso en un principio había llegado a su familia, pues

perdió todo de esa manera. Y ahora volvía a hacer lo mismo con la casa de

su abuela. Su padre estaba furioso, pues era el hogar de su madre. Esa fue la

semana más larga que Valentina había sentido en su vida. Llegó el día de su

cumpleaños y se estaba preparando para ir al salón. Esta fiesta era lo único

que la mantenía de buen humor. Después de lo sucedido buscaba alguna

manera de distraerse, y esta era la mejor opción.

Durante la fiesta todo salió de maravilla. Aunque se opuso a que su tío

estuviera presente, él asistió y no parecía molestar a nadie. Valentina estaba

muy feliz, y se sentía plena. Ver a sus padres felices junto con ella y su

hermana, fue algo que deseó que nunca se acabara.

25


Fuera de la fiesta se estacionó un coche de color negro, del cual bajaron dos

hombres que claramente no estaban invitados. Entraron al salón y lo primero

que hicieron fue disparar al aire. Gritaron: ¡Ángel! Valentina trataba de

mantener la calma y de procesar lo que estaba sucediendo. Buscó con la

mirada a su tío, a quien los tipos apuntaron y dispararon en cuatro ocasiones.

Valentina cerró los ojos y gritó junto con todos los demás. Al término de los

balazos, los abrió, pero se arrepintió rápidamente de hacerlo. Vio en el suelo

el cuerpo sin vida de su padre, y el cuerpo casi inerte de su tío, con una pistola

en la mano. Su madre lloraba desconsoladamente junto con su hermana.

Otros llamaban a la policía y a la ambulancia. Valentina estaba en shock. Lo

que había pasado era demasiado. ¿Por qué?, ¿por qué ahora? De repente el

ruido desapareció, se derrumbó junto al cuerpo de su padre mientras las

lágrimas caían por su rostro.

26


En el quinto aniversario de la muerte de su padre, Valentina visitó el panteón.

Llevaba consigo las flores más lindas para adornar la tumba. Su dolor aún no

había tenido el tiempo necesario para disiparse, pues no importaba la

promesa de ser fuerte para su madre y su hermana. Lo que más la consolaba

era saber que su tío nunca más iba a volver a sus vidas.

Durante esos cinco años trató de mantener su mente ocupada, distraída

tratando de seguir adelante. Sabía que su madre era débil, toda la carga

emocional y de responsabilidad cayó sobre sus hombros. A ella no le

molestaba tener que convertirse en el nuevo pilar que sostuviera a la familia.

Sin embargo, conocía muy bien que era la única que podía hacerlo.

Después de la preparatoria se tomó el tiempo de trabajar aún más de lo que

ya lo hacía. Sus metas eran claras, quería seguir estudiando, pero necesitaba

ahorrar lo suficiente para ello. Un día, mientras salía temprano del trabajo,

vio a un lindo gato blanco frente a ella. No quiso dejarlo solo, así que se lo

llevó a casa. Su mamá ya estaba acostumbrada a ver a muchos de esos

peludos, pues al final, Valentina siempre terminaba por conseguirles otro

hogar a causa de su hermana, quien era alérgica al pelo de los gatos.

—Espero que le encuentres una casa pronto, hija.

—Este gato es muy lindo, te aseguro que le encontraré casa más rápido que

a los otros –respondió Valentina.

La mañana siguiente llevó al gato con ella a dar un paseo para que la gente

pudiera verlo y le preguntaran por él. En su camino visitó el taller mecánico

de su papá, el cual había cerrado debido a que nadie podía hacerse cargo. Un

año atrás a Valentina se le ocurrió la maravillosa idea de convertirlo en un

pequeño refugio para los animales que necesitaban atención urgente. Poco a

poco empezó a adaptar el lugar y era una de las razones por las que trabajaba

27


demasiado, pues ella lo mantenía todo. Siempre supo que amaba a los

animales. No pudo tener mascotas cuando era niña, por su hermana Camila,

pero siempre ayudaba a todos los animales que pudiera. Ya iba de regreso a

su casa cuando una chica preguntó por el gato.

—Es tan bonito, ¿cuál es su nombre?

—Puedes elegirlo tú, puedes adoptarlo. ¿Qué dices? –preguntó Valentina.

—¡Me encantaría! –dijo la chica entusiasmada.

—Oye, no te emociones, primero necesito saber si de verdad puedes cuidarlo.

—Claro que puedo. Mis papás me dan permiso en muchas cosas, sé que no

habrá ningún problema con el gatito. Además, lo haré muy feliz, le daré todo

lo que necesite mucho amor –comentó la chica mientras tomaba en sus

manos al gato.

Luego de dos semanas, Valentina conoció más de la chica. Su nombre era

Sara, vivía con sus padres, quienes pasaban todo el día trabajando y le

brindaban poca atención a su hija, así que el gato se convirtió en su única

compañía. Valentina jamás tuvo tantos amigos; era algo reservada y tímida

con los demás. Cuando tuvo que trabajar al mismo tiempo que terminaba la

preparatoria, rompió cualquier lazo de amistad que había construido. Sara se

convirtió rápidamente en su amiga. Ambas compartían muchos intereses,

como los animales, libros y el amor por Lolo, el gato. Le contó sobre el taller

a su amiga y en lo que éste se había convertido, así que ahora Valentina ya no

estaba sola en su pequeño proyecto.

Un mes después, mientras ambas limpiaban el taller, platicaban sobre el

futuro de ese lugar, sobre lo que podían hacer para adaptarlo completamente

para los animales. Valentina llegó ese día a casa frustrada. Sabía que quería

estudiar, pero ¿qué?, ¿cuál era el siguiente paso?, ¿por qué había ahorrado si

28


ni siquiera sabía lo que quería hacer? Lo había planteado antes, pero esta vez

sentía la necesidad de resolver esas preguntas, y seguir adelante.

En el desayuno platicó con su madre acerca de sus inquietudes, su inseguridad

de regresar a la escuela y de no tomar la decisión correcta.

—Has hecho mucho por nosotras. Desde que tu papá se fue, nos cuidaste y

me ayudaste en todo lo que necesitaba. Ya es hora de que veas por ti misma.

Créeme, tu papá está muy orgulloso de ti como yo lo estoy. Puedes estudiar,

trabajar, poner un negocio, lo que quieras, pero hazlo por ti –dijo su madre

con ojos llorosos, abrazando a Valentina.

En ese momento sintió algo en el corazón, un sentimiento que la había

abandonado. Por fin sintió la alegría y esperanza de nuevo. Así que tomó una

decisión, seguir su pasión: iba a ser médico veterinario y el taller de su padre

se convertiría en el mejor hospital veterinario.

29


Una linda mañana de otoño fresca y delicada, Valentina disfrutaba de las

brisas que anunciaban pronto la llegada del invierno mientras acariciaba el

delicado pelaje de Lolito, el hijo del fallecido Lolo.

Esperaba que llegara su hijo para organizar la fiesta sorpresa para su madre,

cumplía sesenta años. Cuando Carlos llegó, saludó a su mamá y juntos

empezaron a decorar la casa. Su hermana Camila, y Sara junto con su

exesposo, llegaron una hora más tarde con comida para la fiesta y algunos

globos.

Tenía mucho sin ver a su mamá. Durante mucho tiempo estuvo ocupada con

la veterinaria, quién cuidaba a Carlos cuando era un niño era su abuela. La

relación con el padre de su hijo nunca fue amorosa. Se conocían y se

agradaban. Después de que naciera Carlos, sus padres no querían mantener

una relación más que la única de ser padres. Eventualmente las cosas

mejoraron y la amistad entre Valentina y su exesposo mejoró.

Mientras decoraban, veía lo mucho que su hijo había crecido. Sin duda la

genética jugó a su favor, Carlos se parecía mucho al padre de Valentina, su

abuelo. Cada vez que veía su sonrisa, su enojo, su manera de hablar, traían

consigo los recuerdos de su padre. Luego de algunas horas todo quedó listo

justo a tiempo antes de que la madre de Valentina abriera la puerta.

—¡Sorpresa!

—¡Ay, Dios mío! Un día de estos me va a dar un ataque, serán los

responsables canijos.

Luego de muchos abrazos y regalos, Valentina se acercó a su madre, quien

estaba con su nieto.

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—Hijo, dale a tu abuela más café, le serviste muy poquito –Carlos obedeció

y fue a la cocina, mientras Valentina aprovechaba para hablar con su mamá.

—Mamita, ¿cómo te la estás pasando?

—Bien hija, muchas gracias por este lindo detalle. Ya me dijeron que fue tu

idea –le dijo con sonrisa pícara.

—Jaja, no hay de que agradecer mamá, la verdad es que quería darte un lindo

regalo por lo mucho que has hecho por mí y tu nieto –dijo tomando sus

manos.

—No me tienes que agradecer nada. Recuerdas hace mucho, ¿cuándo tú me

ayudaste cuando tú papá falleció? Siempre he estado agradecida por lo

maravillosa que has sido. La vida me dio una segunda oportunidad para

arreglar las cosas, y lo hice.

—Ay mamá, de no haber sido por el infeliz de Ángel, otra cosa hubiera sido

nuestra vida –dijo Valentina con decepción.

—Hija, me lo has dicho tantas veces... Si fue su culpa, y realmente espero que

haya pagado muy en alto el precio por sus acciones, pero la vida da más de lo

que nos quita. Ya llegará el momento que encuentres paz y sabrás olvidar o

perdonar, pero hija, no olvides vivir el presente.

—Si mamá, lo sé. Lo vivo cada día, veo a mi hijo crecer y quiero ser una

buena madre, quiero ser igual de buena que tú.

—No hija, no. Tú serás mejor de lo que soy yo –dijo besando su frente–.

Bueno, ¿ya vamos a partir el pastel?

Terminando la fiesta, Valentina se sentía muy feliz. Estaba feliz de ver a su

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madre tan serena, por compartir esos bellos momentos con la gente que ama.

Algún día estaría en paz como dijo ella. Aunque estaba tranquila, pensaba en

su padre, cuidándolas desde las estrellas y viendo a su nieto crecer, en lo

mucho que la vida le ha dado... Finalmente encontraba un nuevo camino para

el resto de su existencia. El camino de honrar y atesorar los momentos de la

vida.

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Pesadilla de demonios

David Sandoval

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I

Al sur de la ciudad de Toscan nació un niño llamado Alan Parson, provenía

de una familia rica, por lo que a él nunca le faltó nada. Lo tenía todo, desde

los mejores juguetes hasta las comidas más exquisitas, sin mencionar dos

padres amorosos que darían todo por su único hijo y heredero de su fortuna.

Cuando Alan cumplió ocho años, sus padres decidieron invitar a todo el

pueblo a su castillo, con el objetivo de que su hijo pasará su cumpleaños a lo

grande. Mientras se hacían los preparativos de la fiesta, la familia se

encontraba desayunando y el padre de Alan dijo:

—Hijo mío, pareciera que ayer fue el día en el que naciste, pero hoy cumples

ocho años, edad perfecta para que comiences tu educación. Por eso tu madre

y yo decidimos regalarte esta fiesta de cumpleaños, para celebrar que ya dejas

de ser un niño.

—Claro que sí, padre, algún día seré tan fuerte como tú –dijo Alan.

—Ahora ve a disfrutar de tus regalos –agregó su madre.

Todo el castillo fue adornado y se mandó a preparar mucha comida para los

invitados. Era una fiesta increíble, llena de buenas personas, regalos y fuegos

artificiales. Al ser su primera vez que veía los fuegos artificiales, Alan estaba

embelesado con ellos, y por su naturaleza curiosa decidió ir a donde los

guardaban para ver cómo eran. El almacén quedaba lejos de la fiesta, por lo

que le demoró al menos una hora en llegar.

Pasaron varias horas en lo que él saciaba su curiosidad sobre los fuegos

artificiales. De pronto se escuchó un estruendoso ruido proveniente de su

casa, acompañado de gritos y un fuerte olor a azufre. Alan corrió lo más

rápido que pudo, pues veía fuego salir de las habitaciones de su hogar.

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Al llegar se encontró con una escena brutal: todos los invitados de su fiesta

estaban muertos, tanto niños como adultos, todos estaban apilados en el

jardín principal, afuera de su casa. Alan, que se encontraba detrás de unos

matorrales se quedó petrificado al ver tal cosa, no podía procesar lo que

estaba viendo. De pronto, vio salir de la puerta de su casa a un enorme

demonio, cargando a su madre del cuello con la mano derecha. Este demonio

tenía el cuerpo de cien pies, que terminaba en el dorso de una mujer desnuda.

Detrás de la bestia venía un grupo de demonios más pequeños y con forma

de humanos, cargando al padre de Alan que estaba amordazado. Estos tenían

un aspecto desagradable y con la piel grisácea arrugada.

Mientras tanto, Alan estaba petrificado sin saber qué pasaba; no podía hacer

nada, ni siquiera un solo ruido; su cuerpo no respondía. En eso, vio como el

demonio con la otra mano, tomó la ropa de su madre y la arrancó.

—Eres muy hermosa, nadie pensaría que debajo de esa ropa holgada

encontraría esto –dijo el demonio.

—¡Te juro que, si no es en esta vida, en cualquier otra te voy a buscar para

asesinarte y hacerte pasar el peor de los sufrimientos! –gritó su madre.

—Supongo que será en otra vida, cariño. Lo que sí es que es una pena tener

que matarte. Tendré que divertirme contigo antes de hacerlo –dijo el

demonio mientras le tapaba la boca.

En ese momento el padre de Alan logró desatarse y apuñalar a uno de los

demonios, pero eso fue en vano, pues los demás se fueron encima de él,

mordiéndolo y apuñalándolo con sus garras. Todo era muy perturbador. Alan

no sabía qué hacer; pasó de tener el mejor de sus días a vivir un completo

infierno. No podía procesar el ver a su padre siendo asesinado y a su madre

siendo abusada por un demonio. De pronto, Alan decidió hacer algo, por lo

que tomó todas sus fuerzas para ir a detenerlos; no sabía que tenía que hacer

o cómo hacerlo, lo que sabía era que no podía quedarse viendo. Justo antes

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de dar un paso, alguien jaló a Alan de la mano para cargarlo y llevarlo

corriendo. Este era un hombre de complexión delgada, no se podía apreciar

más de su aspecto. Lo cierto era que esa persona salvó a Alan.

En el camino de huida, Alan se quedó dormido, por lo que no pudo ver a

donde fue llevado. Al despertar lo primero que vio fue un techo de madera;

no el techo de su lujoso cuarto, ni tampoco su cama de plumas con sábanas

de seda, sino que despertó encima de paja. Esto le hizo darse cuenta de que

no fue un mal sueño, sino que algo terrible realmente sucedió.

—Qué bueno que despiertas dormilón, pensé que estarías así para siempre,

llevas dormido mucho tiempo –exclamó el extraño que estaba sentado junto

a él.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres? ¿Dónde están mis padres? ¿Qué sucedió? –

preguntó Alan.

—Tranquilo, hombrecito, vamos por partes. Mi nombre es Horacio del Río.

Estás en el poblado de Ónix, y sobre tus padres... Lamento decirte que esos

demonios los mataron, todo lo que viste ayer fue real.

Horacio decidió hacerse cargo de Alan y tenerlo como su discípulo, ya que él

era un guerrero y hechicero, prometiéndole que lo iba a entrenar para poder

tomar venganza.

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II

Alan estuvo entrenando casi 10 años con Horacio, convirtiéndose en alguien

extremadamente fuerte. En sus años de entrenamiento se dedicó a cazar

demonios y otras criaturas junto a su maestro, como una manera de ganarse

la vida, yendo de aquí para allá, al punto de que Alan se convirtió en el mayor

temor de los demonios, y no por solo matarlos, sino por la forma en que lo

hacía.

Fuera de su oficio, era alguien muy común, se paseaba de vez en cuando en

los pueblos que visitaba solo para buscar algo de diversión, beber y fumar

cualquier cosa que le ofrecieran, mientras que Horacio prefería descansar en

el hostal.

Un día, se encontraban en sus misiones y Horacio descansaba en su cuarto,

cuando entró Alan borracho a su habitación y dijo:

—Sabes viejo, eres como mi padre, tú me salvaste y criaste, todo lo que sé es

gracias a ti. ¡Te amo!

—Ya lo sé niño, ahora ve a dormir que nos vamos temprano.

Por la mañana ambos partieron del pueblo en su carreta hacia un nuevo

destino; seguían las pistas del que podía ser el demonio que asesinó a los

padres de Alan, por lo que había mucha tensión en ese momento. Cada día

que pasaba se volvía más tenso, estaba más cerca de poder cumplir su

venganza, o terminar con ningún rastro del asesino y empezar de cero. Al

llegar al pueblo donde se le vio, la carga emocional que invadía a Alan era

inmensa. Horacio sabía lo que pasaba, así que decidió darle algo para

calmarlo.

—Ten, Alan, hoy te vuelves un hombre. Pasamos muchas cosas y te veo

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como a un hijo, amigo y hermano. Por eso decidí darte esta espada, capaz de

cortar todo.

—Claro que sí, anciano, ten por seguro que con ella voy a matar a ese

bastardo y a todos sus malditos esbirros que lo acompañan.

A la mañana siguiente partieron a la cueva donde estaba el demonio. Desde

afuera olía a azufre y carne podrida, y era insoportable la cantidad de moscas

que había. Se abrieron paso y al momento de entrar vieron infinidad de

cadáveres, unos más recientes que otros. Pareciera que los mataba por simple

deporte o por pasatiempo. Entre tanta masacre apareció frente a ellos el

demonio que tanto estaban buscando.

—Vaya, no sabía que la comida podía venir a domicilio, no sé quiénes son,

pero gracias por ahorrarme la molestia de tener que salir. Espero que sepan

bien, la gente de ese pueblo miserable sabe amarga –dijo el demonio.

—¿Cómo que no sabes quién soy? Maldito miserable de mierda, tú acabaste

con mis padres, con todos mis amigos y familia. He venido a cobrar

venganza. ¡Yo Alan Parson te asesinaré en nombre de toda mi familia! –dijo

Alan mientras se preparaba para el combate.

—Inténtalo niño.

En ese momento comenzaron a pelear. Horacio convocaba hechizos y ambos

atacaban al mismo tiempo. Gracias a esto lograron dañar su enemigo,

haciéndolo retroceder y obligándolo a llamar a sus esbirros, aquellos

demonios grises que mataron al padre de Alan. Mientras los atacaban, la

bestia aprovechó para huir y que no lo matasen.

—¡Síguelo, yo me quedo aquí matando a estos pendejos! –gritó Horacio.

Alan, guiado por la ira y la venganza, fue tras él, llegando a lo que parecía un

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cuarto sin salida.

—Apenas acabo de recordar quién era la familia Parson, unos millonarios

que sabían delicioso; más tu madre, a ella no la maté en tu casa, la traje aquí

para poder disfrutar un poco más, tú sabes a lo que me refiero. Ahora que

estamos aquí los dos, no podrás huir, estás condenado al mismo destino –

amenazó el demonio.

—¡Te mataré desgraciado! –gritó Alan.

Después de un gran intercambio de golpes, Alan logró derribar al demonio,

a pesar que pidió clemencia, él lo redujo a nada, quedando bañado en su

sangre, cumpliendo así su venganza.

—Listo, chico, ya cumpliste tu venganza. Es hora de irnos de aquí; no quiero

pasar un segundo más en este maldito lugar –dijo Horacio.

Ambos destruyeron aquel lugar funesto y se fueron. No sólo vengaron a los

padres de Alan, sino a todas las personas que habían muerto por culpa de

aquel demonio.

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III

Después de la pelea, Alan y Horacio tomaron caminos separados, Horacio

fue al sur mientras que él al norte. Los días se volvieron semanas, las semanas,

meses. Y los meses, años. Alan, que iba de pueblo en pueblo, de cantina en

cantina, debía más dinero del que podía juntar en dos vidas, por lo que no

duraba mucho en un solo lugar. Un día, estando borracho en una cantina,

entró a buscarlo un grupo de hombres a los que les debía dinero.

—Aquí estás maldita cucaracha. Me tienes que pagar lo que me debes o me

tendré que cobrar con lo que encuentre en tus restos –dijo el líder del grupo.

—Tranquilo, no tengo el dinero ahora mismo, pero mañana te lo daré –

contestó Alan mientras le azotaba una botella en la cara.

Inmediatamente comenzó la pelea. Alan estaba recibiendo golpes y patadas

por todos lados, y estando acorralado, decidió sacar su espada, con la que

lanzó estocadas en todas las direcciones. A los pocos minutos estaba parado

encima de todos los cadáveres desmembrados, y bañado en sangre mientras

las demás personas de la cantina corrían.

Alan huyó como pudo de aquel lugar, golpeado y todavía borracho, viendo

borroso y apenas estando de pie. Caminó unas cuantas calles hasta que

terminó cayendo, quedando inconsciente. Por la mañana, Alan despertó en

un lugar completamente extraño, con vendajes en todo su cuerpo y una

anciana sentada en una silla junto a él.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres, anciana? ¿Qué me hiciste? –preguntó.

—Tranquilo, mi nombre es Rosa y estás seguro. Te encontré tirado y decidí

traerte a mi casa. Me agradeces luego –dijo Rosa.

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—No recuerdo haber pedido tu ayuda. Ahora dame mi ropa y espada, que

tengo cosas que hacer.

—Si tú lo dices.

Al levantarse, Alan no dio ni un sólo paso antes de caer al piso y quedar

inconsciente. Pasaron días en los que Alan estaba recuperándose en casa de

Rosa. Cuando éste despertaba, inmediatamente Rosa le daba un té que lo

ponía a dormir, quizás era para no escuchar las quejas de Alan o porque era

más fácil atender a alguien dormido. Ya recuperado, despertó de manera

definitiva, como si fuera otra persona. Cada herida, malestar o dolor que tenía

se había ido, todo gracias a Rosa.

—Lo admito abuela, es la primera vez que me siento tan bien en años,

muchas gracias por curarme.

—No creerás que todo esto fue gratis, ¿verdad? Tienes que pagarme de una

u otra forma, muchacho –dijo Rosa.

—Puta madre, ¿qué quieres? –preguntó Alan.

—Necesito que me ayudes a buscar a mi nieto Jimi. Unos demonios lo

raptaron y no sé cómo buscarlo; por eso mismo te ayudé aquella noche, vi

que hiciste borracho con esos tipos en el bar y supe que podías hacer esto.

—Está bien, te ayudaré.

Alan comenzó a buscar en el pueblo; preguntó en todos lados, pero nadie

había visto al niño, sin mencionar que siempre era espiado por un grupo de

monjes de la iglesia del pueblo, razón por la que su investigación no llegaba

a ningún lado; pero lo que sí descubrió fue que los raptos de niños eran muy

frecuentes en aquel lugar. Muy molesto por el hostigamiento de los monjes,

decidió confrontarlos.

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—¿Por qué me siguen, putos calvos?

—Porque haces muchas preguntas, forastero, perturbas la paz del pueblo y

eso no nos gusta a nosotros. Solo te advierto que no vayas a perder la lengua

de tantas preguntas –dijo un monje.

—¿Y si tú y tus amigos de atrás mejor pierden los testículos? Malditos calvos

de mierda. Los de su clase nunca me cayeron bien –dijo Alan enfurecido.

—Sólo te advertimos, no queremos peleas.

Los monjes se fueron de regreso a la iglesia y Alan continuó su camino. Por

la noche decidió ir a la iglesia a investigar, pues estaba muy molesto y esos

monjes eran más sospechosos que cualquiera del pueblo. Al llegar vio todo

menos una iglesia; parecía una fortaleza impenetrable. Se escabulló de los

guardias y subió al techo para poder espiar desde un vitral lo que sucedía

adentro. Se asomó y lo que vio lo dejó impactado: estaban todos los monjes

de rodillas rezando a una cruz invertida con un niño drogado al centro de lo

que parecían ser unas runas. Al poco tiempo comenzó a salir una luz azul y

de ésta salió un demonio enorme, el cual devoró inmediatamente al niño.

Acto seguido, la bestia se acercó a los monjes y se hizo una cortada en la

palma de la mano, después tiró la sangre encima de ellos para que la bebieran.

Alan decidió huir para contarle a Rosa lo sucedido, y así poder convocar al

pueblo para levantarse en armas contra la iglesia. Corrió por todo el pueblo

lo más rápido que pudo y entró a la casa diciendo:

—¡Rosa, esos bastardos de la iglesia son los que robaron a Jimi! Invocan

demonios para que se coman a los niños en forma de ofrenda.

Pero no hubo respuesta por parte de Rosa. La casa estaba en un silencio y

oscuridad absolutos. Al fondo del cuarto principal se vio cómo un hombre

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salía de entre las sombras, y cómo en su mano llevaba lo que parecía ser una

cabeza.

—Te dije que no hicieras preguntas y que no te metieras donde no te

incumbe. Ahora por tu culpa tuve que matar a la pobre de Rosa en tu lugar,

ya que no estabas aquí –dijo el hombre.

—¡Eres un maldito, pagarás por lo que hiciste, hijo de puta! –gritó Alan

mientras desenvainaba su espada.

Alan lanzó un ataque, pero aquel monje lo esquivó cómo si nada. Cada

movimiento que él hacía, el otro lo esquivaba con mucha facilidad. El monje

comenzó a emanar un humo azul de su boca, y su cuerpo se transformaba

como si fuera el de un demonio. Sus ataques cada vez eran más rápidos y

peligrosos, poniendo en aprietos a Parson. La batalla era muy dura, pues aquel

monje se hacía más fuerte mientras que Alan más débil, por lo que, tomó una

poción que tenía para estas situaciones, una droga que aumentó por un corto

periodo todas sus habilidades, periodo en el que mató al monje partiéndolo

a la mitad de un solo tajo.

—Lo siento por no haber estado aquí, abuela, te juro que te vengare y

encontraré a Jimi, sólo que necesito algo de ayuda –dijo Alan llorando.

Alan decidió ir a buscar a un viejo amigo, aquel amigo que lo ayudó antes a

matar a un demonio.

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IV

Alan robó un caballo de los vecinos de Rosa y partió en la búsqueda de

Horacio, con la única pista que él había ido al sur y que probablemente era

imposible encontrarlo. Su viaje duró algunos días, pues, solo se detenía para

dormir y comer.

Al llegar al sur comenzó a ir de pueblo en pueblo preguntando por Horacio,

pero no obtenía ninguna respuesta, al menos en los lugares donde Alan

creería encontrarlo, como un bar, un burdel o una casa de apuestas. Recordó

que Horacio no visitaba esos lugares, era más de tomar un té o descansar lo

más que pudiera. Entonces, fue a cada hostal y donde vendieran té, hasta que

dio con un anciano que decía conocerlo.

—El señor Horacio, claro que lo conozco, un gran cliente, pero ¿cuáles son

sus asuntos con él? –preguntó el anciano.

—Es un viejo amigo, y necesito su ayuda –dijo Alan.

El anciano le dijo todo lo que pudo sobre Horacio, incluso donde creía que

él vivía. Pasó un día entero y Alan no lograba encontrarlo, estaba en un

callejón sin salida, por lo que decidió regresar al pueblo de Rosa. Al momento

de subir a su caballo escuchó una voz que dijo:

—¿Tan fácil te rindes?

Alan volteó y no lo podía creer: era Horacio quien estaba detrás suyo, sólo

que algo cambió, pues le hacía falta una mano y estaba demasiado demacrado.

—Te ves como la mierda, viejo –dijo Alan–. Iré al grano. Unos bastardos

monjes están invocando demonios en una iglesia, les dan niños como

ofrendas a cambio de que estos les den su puta sangre; creo que eso les da

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algún tipo de poder.

—Supongo que vienes por mi ayuda. En ese caso hay que dejar las

formalidades y prepararnos desde ya para irnos –añadió Horacio.

Ambos partieron en la mañana, cargados con lo necesario para poder luchar.

Sabían que dos personas eran muy pocas para esa misión suicida, por lo que

Horacio tuvo una idea: pasaron a cada pueblo del camino a ofrecer una

recompensa a todos aquellos que los acompañaran. Después de varios días

reclutando y acercándose al norte, llevaban prácticamente un pequeño

ejército de campesinos, borrachos y pandilleros, armados hasta puños con

espadas y arcos.

—¿Cómo carajos vamos a pagarle a tantas personas, Horacio? –preguntó

Alan.

—Tú tranquilo, la mayoría de ellos va a morir. Los que queden van a ser

vistos como héroes en el pueblo y recibirán dinero, comida y mujeres.

Acercándose al pueblo, vieron cómo éste estaba transformado en el mismo

infierno, pues una gran putrefacción había invadido todo. El cielo estaba

cubierto en su totalidad por una nubosidad negra, con una pesadez en él aire

y olor a azufre. Entrando al pueblo no vieron a nadie, todo estaba vacío,

como si todos hubieran desaparecido.

—Tranquilos, estén alertas, no sabemos por dónde nos pueden aparecer –

dijo Alan a sus hombres.

Siguieron caminando y no había nada, ni una sola alma, ningún cadáver o

algo que les pudiera dar una pista de qué estaba pasando en ese lugar. De

pronto, se escuchó a lo lejos una persona, como si se estuviera dirigiendo a

una multitud.

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—Quédense aquí, yo iré a ver de dónde viene esa voz –dijo Alan.

La voz provenía de la plaza grande. Mientras más se acercaba, más fuerte se

hacía ésta, Alan vio cómo había una gran multitud reunida en la plaza. Era

todo el pueblo, y la voz era del cura de la iglesia que se dirigía a la gente.

—Hoy, comienza una nueva era –dijo el cura–. Hace un año,

aproximadamente, le pedí a Dios que salvara a mi familia de una enfermedad

incurable, pero su respuesta fue nula. Busqué desesperadamente cualquier

tipo de solución hasta que di con Amodeus, el gran demonio. Curó a mi

familia instantáneamente con un poco de su sangre, pero su precio no era

barato. Me pidió un niño como pago de eso. Lo sé, no es lo mejor, pero una

vida me parece justa a cambio de ocho. Estos últimos días todos ustedes han

sido testigos de sus milagros; salvó a todos de sus enfermedades, incluso a

otros los volvió más fuertes. Así que ¡Salve, Amodeus!

La gente comenzó a gritar el nombre de Amodeus a forma de porra. Incluso

unos se arrodillaron a rezarle. De pronto, este salió de la iglesia que quedaba

detrás de la plaza.

Todos los presentes se arrodillaron, todos excepto Alan. De un momento a

otro todo el pueblo lo estaba viendo, los monjes, el cura e incluso Amodeus.

—¡Mierda! –gritó Alan mientras salía huyendo a toda velocidad.

De un momento a otro se volvió el enemigo número uno. Por su parte

Horacio cansado de esperarlo, vio a lo lejos cómo venía Alan corriendo

seguido de una multitud enardecida.

—¡Prepárense para pelear ahora mismo! –ordenó a los hombres.

Al llegar los contrincantes, los guerreros de Alan y Horacio, los comenzaron

a matar, pues, a pesar de ser seguidores del demonio seguían siendo personas

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comunes y corrientes que morían de una simple tajada en el cuello. En unos

cuantos minutos, todo el pueblo estaba aniquilado, y los soldados festejaban

su parcial victoria, hasta que Amodeus dijo lo siguiente:

—Levántense de entre los muertos mis fieles seguidores, y luchen por mí.

De pronto, todos los cadáveres comenzaron a levantarse y a convertirse en

una especie de demonios. Estos ya no morían de una simple tajada en el

cuello; se convirtieron en bestias imparables, quienes a los pocos minutos

acabaron con la mitad de los hombres, obligándolos a huir, pues valoraban

más su vida que el dinero que les podían ofrecer.

—Tenemos que matar a Amodeus, antes de que todo empeore –dijo Alan.

—Sí, tengo una idea –dijo Horacio.

Horacio conjuró un encantamiento, el cual aturdió a todos los demonios

permitiéndole a Alan abrirse paso para ir a pelear con Amodeus.

—Alan, tu espada es lo único que puede matar a ese demonio, tienes que

hacerle un corte limpio en la garganta –dijo Horacio.

Alan asintió y siguió su camino, pero en eso llegó el cura interponiéndose en

su camino, comenzando una pelea con él. Este último, sin tiempo para ello,

ingirió una poción, aumentando todas sus habilidades físicas, permitiéndole

matar al cura de un sólo tajo. Cuando Alan llegó con Amodeus, éste se notaba

tranquilo y dijo:

—Mira lo que has logrado. Tus habilidades y las de tu compañero son

fantásticas. Puedo ofrecerles un poder más allá de lo que ustedes pueden

imaginar, un poder con el que serían imparables. ¿Qué dices, muchacho?

—Ve a chingar a tu madre. Esa es mi respuesta –dijo Alan.

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Amodeus, claramente enojado, comenzó a atacar a Alan, lanzando golpes y

fuego por su boca. Alan corrió y le cortó una pierna, pero ésta se regeneró

enseguida, contraatacando con una patada que casi lo mata. Mientras tanto,

Horacio y los hombres que quedaban habían terminado con los demonios, y

se dirigieron a ayudarlo. En pocos minutos, Amodeus mató a todos los

hombres y se dirigió a Horacio.

—Te voy a proponer lo mismo que a tu compañero: únete a mí o muere.

Puedo hacer que te crezca otro brazo, que seas más joven, incluso que tu

magia sea imparable.

—Está bien, me uniré a ti, sólo que perdónale la vida a mi compañero –dijo

Horacio.

Amodeus sonrió y fue con Horacio a donde estaba Alan. Lo levantó con su

mano y dijo: —Despierta, júrame lealtad y vivirás, así como hizo tu amigo,

no seas estúpido.

Alan trató de forcejear, golpeando su mano, pero sin lograr nada. Amodeus

estaba a nada de comerlo, cuando Horacio conjuró un trueno que golpeó

completamente al demonio logrando aturdirlo, momento que Alan

aprovechó para cortarle cabeza y así acabar con todo.

De pronto el cura, ya convertido en demonio, se levantó y clavó su garra en

la espalda de Horacio, atravesándolo y tirándolo al piso. Alan, enfurecido,

corrió a pelear con él, sólo que, en lugar de usar su espada, peleó a puño

limpio, dándole una golpiza y matándolo.

—Tranquilo, Horacio, tengo que llevarte al pueblo más cercano para que te

curen –dijo Alan.

—No te preocupes, lo logramos. Antes de que parta de este mundo, quiero

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pedirte que vivas tu vida con plenitud. Busca el amor y forma una familia,

enséñale a tu hijo todo lo que yo te enseñé a ti, y mantén siempre la frente en

alto –dijo Horacio antes de morir.

—Claro que lo haré, vas a estar orgulloso –contestó Alan.

Su misión aún no terminaba. tenía que encontrar a Jimi, por lo que entró a la

iglesia en su búsqueda. Para su fortuna, lo encontró encerrado junto a otros

niños del pueblo. Al ver que eran huérfanos, decidió tomarlos como

aprendices. Honrando a Horacio y a Rosa.

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La espera

Luceiby Moo

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I

Cuando el pequeño Jacinto preguntaba por su madre la respuesta era la

misma, que estaba con la tía Roberta, que viajaba mucho, que vivía lejísimos,

y que de tanto andar ya se había olvidado del escuincle. Pero Ruz nunca

prestó atención a todos esos comentarios, pues lo único que lograba llegar a

su imaginación era el final misterioso entre tanto balbuceo del que era

cómplice, “y con esos ojos tan grises, hasta parecía siempre triste la pobre”,

decía su tía Leonora. Entonces aquella silueta que Jacinto intentaba armar

quedaba nuevamente incompleta. En su mente de niño el cuerpo de su madre

se volvía más incierto cuando al rostro le ponía aquellos ojos.

Vivió con su padre hasta la edad de cinco años, era cariñoso y amable, pero

con demasiadas carencias materiales. Su casa, ubicada en una de las colonias

más pobres de Iztapalapa, ni siquiera contaba con agua potable o una puerta;

los bloques estaban muy lastimados y ni hablar de la zona, pues de seguro no

tenía nada. El mayor problema era la comida, que, si su padre quería que

estudiara, el niño nunca podría hacerlo bien, pues no alcanzaba ni para la

leche y el pan, y bien sabe uno que estas dos cosas hacen la diferencia. Por

eso una mañana al pequeño Jacinto le dijeron que lo llevarían con sus tíos y

que se quedaría un tiempo con ellos. Su padre lo bañó y lo dejó impecable, y

cuando parecía que la rutina estaba a punto de romperse, el papá sacó de su

bolsillo un frasquito de perfume y se lo echó encima. Aquel acto es algo

grabado en Jacinto, pues siempre recuerda lo que su padre le dijo: “Mijo, sea

buen niño y no llore, que yo vendré por usted”.

La casa de sus tíos estaba en una mejor colonia, era una casa modesta con

lindas ventanas y una puerta, ¡ah, casi lo olvido! en aquella casa la leche y el

pan sobraban, tanto que el pan que nadie comía se tiraba, y pasaba lo mismo

con la leche, que después de un tiempo guardada se podría. Para Ruz de cinco

años esto era un constante enorme, aunque en realidad no era nada

comparado con la falta de cariño y respeto que su padre le daba.

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Sus tíos tenían cinco hijos, Jacinto salía sobrando, y éste al no ser legítimo no

tenía derecho a las mismas cosas que sus primos. Esto comenzó a notarse al

ir al colegio, ya que cuando llegaba el momento de comprar útiles a él siempre

le daban lo que sus primos habían dejado, mientras que a ellos les compraban

todo nuevo. Un día tuvo que ir con zapatos en muy mal estado a la escuela

porque a él simplemente no le destinaron nada decente. Sus primos mayores

fueron su calvario. Rodrigo de ocho años siempre le decía “arrimado” o

“muerto de hambre”, y mientras este primero disfrutaba de la agresión verbal,

el segundo prefería algo más físico. Con diez años, Armando siempre

intentaba hallar la manera de pellizcar o empujar a Jacinto, a quien le bastó

un intento de pedir ayuda para entender que sus tíos no lo veían igual, pues

cuando quiso acusar a sus primos, ellos no hicieron nada y, por el contrario,

sólo le reprocharon: “No debes mentir, mocoso, no ves que gracias a

nosotros tragas”, dijo el tío; “seguro y tú primero empiezas, por eso no debes

ser fastidioso”, mencionó la tía. El niño pronto comenzó a sentirse desnudo,

pues lastimosamente en aquella casa jamás cuidaron de él como es debido.

Era sólo por las noches cuando Jacinto podía sentirse protegido, pues se decía

a sí mismo una y otra vez entre lágrimas: “No, no llores y sé buen niño, que

pronto volverán por ti”. Algo que nunca faltó en la casa fueron los días de

misa y los días de fiesta, y con fiesta me refiero a que siempre había trago.

Evangelina y Julia eran las hermanas medianas, a quienes nunca les gustó

estudiar y la mayor apenas tuvo edad se escapó, así que cuando los papás

tomaban igual lo hacían las hijas. Esto no hubiera presentado inconveniente

si no hubiera sido un ritual de cada semana, donde la casa quedaba sucia y el

que tenía que limpiar era Jacinto. Hasta la edad de siete años, él era el

encargado del hogar, pues todos los deberes que sus primos se negaban a

realizar quedaban a su cargo, y como la escuela le quitaba tiempo, sus tíos

decidieron que ya no iría. Eso lo dejó muy triste, pues en ese lugar se sentía

tranquilo, pero por mucho que rogó, no lo dejaron volver.

Poco a poco el niño fue perdiendo las pocas cosas buenas que le brindaban.

Ahora era él quien siempre tenía que hacerse de comer y estar pendiente de

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sus necesidades. A esta misma edad cuando se bañaba, sucedió, lo llevaron al

hospital, donde le diagnosticaron prolapso rectal. A partir de esto debió ser

ingresado continuamente, pero como nadie quiso hacerse cargo de él,

simplemente sufrió mucho por los inconvenientes, le dolía padecer y le dolía

mucho más no tener con quién hacerlo. A partir de entonces sus horas de

sueño se redujeron y sucedió lo mismo con su peso.

El padre de Jacinto siempre buscó la manera de preguntar por él y también

halló la forma de enviarle un poco de dinero, pero esto jamás se lo hicieron

saber al niño. Por el contrario, siempre le recordaban que lo habían

abandonado a su suerte y él, tristemente, de tanto oírlo, lo asimiló.

A los ocho años su tío le puso a trabajar de cerillo en una tienda que quedaba

a diez cuadras de su casa, lo cual no le molestaba mientras estuviera lejos de

ellos, aunque al final del día tuviera que regresar a aquel lugar. La encargada

de la tienda dejó que el niño se quedara porque necesitaba de alguien pequeño

y rápido con las cuentas. A cambio ella le daría cien pesos semanales a Jacinto.

Fue muy extraño cuando el tío pidió que al niño no se le diera nada, sino que

él cobraría el dinero.

—¿Te gusta jugar en la banqueta, verdad Ruz? Veo que tienes tus rodillas

muy amoratadas –dijo un día la encargada.

—No, doña Amada, a mí me gusta jugar en el parque –contestó en tono

apagado el niño. Desde luego la señora Amada no era tonta, y notaba de reojo

que a Jacinto no le iba muy bien. No era difícil saber que el niño no se

alimentaba como debía, pues sus pequeñas manos estaban delgaditas a más

no poder y siempre parecía cansado. En una ocasión llegó con los ojos rojos

al trabajo.

—¿Estuviste llorando, Jacinto?, ¿qué te pasó? –preguntó preocupada la

señora.

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—No es nada, es que ayer fue mi cumpleaños y otra vez esperé a que vinieran

por mí, pero otra vez no llegó nadie –respondió casi llorando.

—¿Quién debe venir por ti, Jacinto? Pensé que era tu familia con la que vivías.

—Mi papá, señora, él se fue a trabajar, pero no lo he visto en mucho tiempo

y a diario lo espero –dijo con ánimo en el rostro.

—Ya veo, Jacinto, ¿lo extrañas? No debes ponerte triste, siempre te veo con

la carita apagada. Es más, seguro y viene por ti tu papá. Lo que debes hacer

es pedir por él diario, pide un deseo diario y ya verás cómo se te cumple –

dijo alentándolo, aunque en el fondo sintiera mucha pena por el niño.

—Sí, doña Amada, eso haré. Sabe, ya soy grande, cumplí ocho, ya puedo ir

yo solo a buscar a mi papá. Lo malo es que no sé cómo, el mundo es grande

–respondió ilusionado.

En algún punto de su niñez y con diez años estaba acostumbrado a muchos

malos tratos, pero en el fondo sabía y tenía la sensación de que la vida no

debía ser tan dura, no podía ser tan cruel. En muchas ocasiones pensó si en

verdad merecía todo lo que le hacían, si de verdad había hecho algo muy malo

para no tener una familia, si de verdad era correcto que le negaran el cariño.

Comenzó a temer, temía que la gente nunca fuera amable con él, temía nunca

hacer amigos por parecer enfermo, temía que lo dejaran de lado por no ser

inteligente como todos los niños que veía y temía mucho más cuando al día

siguiente su lugar era el mismo.

En adelante nada le fue favorable. Sus tíos se habían hartado de él, en gran

parte por sus enfermedades, pues los problemas rectales del niño hacían que

constantemente algunos lugares de la casa se marcharan de sangre. Desde

luego, Jacinto siempre intentó limpiar todo a su paso, lo hacía muy bien,

hasta que los dolores eran insoportables. Fue en ese momento cuando dejó

de ser funcional para la ropa sucia o los trastes a montones que utilizaban

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sus primos. Lo echaron cumplido once años, sin aviso previo, sin despedida

previa, sin siquiera tomarse la molestia de ponerlo al tanto con las noticias

de su padre. Claro, era de esperarse; en el fondo Ruz estaba confundido,

enfermo y adolorido, pero, sobre todo, estaba enojado. Había hecho lo

posible, nunca falló, se sintió decepcionado, había reducido su corta vida a

una espera, a algo que jamás podría tener, a recuerdos perdidos que le dolería

el resto de ella.

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II

Catorce años cumplidos, fuerte hambre en el estómago y un par de manos.

¿No es la vida tan sencilla? Es como si nos gritara a todo pulmón que dejemos

de ser huevones, o al menos eso pensó Jacinto. Cuando la vida pone a un

niño en la calle y lo deja entre cientos de desconocidos, el primer cambio que

sucede no pasa en la tasa de niños abandonados o indigentes, ni mucho

menos en el pensamiento continuo de las personas, sino que ocurre en el

templo sagrado que es la mente de los pequeños. Sucede a diario, a cada hora:

primero desaparecen las pocas ilusiones, las que dejan un mundo maravilloso

frente suyo, y luego aparecen los obstáculos de la gente mayor, como la

comida, la inquietante verdad de que no todos alrededor son buenas personas

y el temor a no tener un rumbo fijo.

Decidió escalar por segunda vez. Tomó un turno como lavaplatos en una

cocina. No era un lugar muy higiénico, pero al menos lo dejaban dormir en

la parte de atrás. Había estado en cinco empleos anteriormente, cada uno muy

distinto al anterior. En uno su única labor era avisar a las prostitutas de un

posible cliente, eso en la avenida Hidalgo. Por problemas de territorio el

gremio se movió a las fronteras, pero eso ya no importaba, no pudo ir con

ellos; los niños son una carga innecesaria. Para aquella mente precoz que se

cargaba, fue sorpresivo notar que un cliente lo miraba demasiado: un anciano

bastante modesto que vestía bien y parecía un abuelo agradable, pero siendo

razonables, las primeras cosas que aparecieron en la mente del niño fueron

grandes alarmas de alerta roja, sugiriendo que se trataba de una de esas

personas que andaban sueltas por el mundo esperando el momento justo para

capturar a niños perdidos como él. Así que fue discreto; podía estar

abandonado, pero eso no lo hacía un estúpido. Interactuó lo menos posible

con aquel señor, aunque le sacaron de onda las propinas que su jefe le daba,

pues provenían de aquel hombre, y poco dinero no era, no podía negarse,

aquello no eran monedas, sino comida. Un día cualquiera durante la jornada

nocturna se sintió hostigado cuando vio al sujeto entrar y quedarse sentado

un buen rato. No le prestó atención hasta que éste le habló. El jefe le indicó

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que fuera, que sólo charlarían con él.

—Sabes, niño, eres demasiado listo para estar entre tanta bola de vagos. ¿Qué

te parece un nuevo empleo? –dijo el sujeto con afán descarado–. Tu jefe

anterior me ha dicho cosas muy buenas de ti, estar solo no debe ser fácil.

A Jacinto no le pareció nada halagador aquella propuesta, y estaba enojado

porque alguien más conocía de su situación.

—No necesito un nuevo empleo. ¿Quién carajos es usted y qué quiere

conmigo? Puede ir al grano señor, no me sobra tiempo.

—¡Directo! Justo lo que habían dicho –dijo el viejo entusiasmado–. Habrás

notado que el dinero no me falta, y bueno, no eres tonto, hijo, el trabajo desde

luego no es honesto, pero es trabajo.

—¿Qué clase de trabajo? –preguntó interesado Jacinto–. Si tengo que

secuestrar gente, olvídelo, robar órganos no es agradable y las drogas son otra

plaga del mundo.

El señor pareció alegrarse bajo una vaga sonrisa.

—Veo que no declinas mi oferta –contestó con seguridad–. Estás de suerte,

mi mercado no son personas ni mucho menos lo que llevan dentro, aunque

me temo que soy bastante bueno transportando y moviendo toneladas de

droga, desde lo más simple a digamos… lo más complicado.

Ruz adquirió un semblante aún más serio y reflexivo. En el fondo sintió

orgullo por haber sido recomendado de sus anteriores trabajos. No fue la

mejor manera, pero sabía en lo que se involucraba.

La cuestión y el problema era que no podía negarse. A su edad los únicos

empleos eran muy bajos y podía estar seguro de no ganar lo suficiente para

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comer ni para el doctor. Pasó por su mente resignarse a lavar coches y a

mendigar unos centavos, pero luego pensó con los pies en la tierra. Se dijo a

sí mismo que tardaría años en ser alguien y podría incluso no llegar a la

adultez por terminar muerto. Aquel señor frente suyo no era un enfermo que

quería niños, y nada en el mundo le aseguraba no toparse con uno más

adelante. Además, pensó, ¿de verdad necesito estar preocupado por las

drogas del mundo cuando nadie se tomó la molestia de ayudarme? Pues en

verdad había pedido ayuda, un año atrás. Recordó acudir a un hospital e

informar su situación de calle; lo mandaron a otro lugar con trabajadoras

sociales, pero éstas dijeron que en realidad tenía familia y que podía regresar,

no lo escucharon. Los adultos nunca escuchan, se dijo a sí mismo, púdranse.

—De acuerdo, sólo necesito saber cuál es mi lugar en todo esto, que me saque

de aquí –dijo en tono decidido. El viejo iluminó el rostro y sonrió de oreja a

oreja.

—Buena decisión, hijo, te vienes conmigo ahora mismo, y para entrar en

materia, tu lugar es sencillo. Me dijeron que eres bueno con los números

–contestó mientras se ponía de pie y arqueaba la ceja–. Te quiero de ayudante

para comenzar, poco a poco aprenderás.

—Me parece bien, supongo que puedo serle útil con las cantidades

–respondió con confianza Jacinto mientras se quitaba el mandil–. Por cierto,

me llamo Ruz, Jacinto Ruz.

—Lo sé, muchacho –dijo el señor alardeando–. Mi nombre es Ángel, un

gusto, puedes decirme don Ángel –y estiró la mano para saludarlo.

En realidad, aquel viejo alegre y altanero acertó en algo, el muchacho no era

para nada tonto. Si bien no había tenido la suficiente escuela, las habilidades

necesarias las poseía. Sólo era cuestión de que las circunstancias estuvieran a

favor. Y ciertamente, las circunstancias no siempre son justas y la vida no es

amable para todos.

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Ruz no tuvo problemas para negarse a las drogas, algo entendible después de

estar rodeado de ellas, pero no pudo zafarse tan fácilmente del alcohol, fiel

compañero, buen escucha. ¿Quieres perderte?, ¿quieres negarle al mundo tu

existencia? No hay mejor opción que un buen trago. Si estando más pequeño

era delgado, vaya que ahora parecía haber estirado, sus dedos huesudos y

largas piernas decían más de lo que él a cualquiera. Don Ángel le llamaba la

atención siempre por la bebida; no le agradaba que el tener 18 años le diera

el derecho a lastimar su páncreas. Además, le mencionó que a largo plazo

perjudicaría el negocio, y no quería perder su posición después de tanto

esfuerzo de por medio. Aquel señor, si bien estaba en un buen puesto entre

tantos exportadores, llegó a su mejor punto a lado de Ruz. Comerciaban

droga en cinco países diferentes de tres continentes diferentes. El chico no

paró desde que comenzó, era una máquina para las cuentas y, para la dicha

del viejo, un agudo observador en las distribuciones. Se ganó el respeto de

todos y no tenía conflicto alguno, al menos no en el mundo real. El problema

ocurría dentro, no sólo por las cantidades absurdas de bebida que su cuerpo

resistía, sino por el hecho de que aquello lo ponía violento y lo motivaba a

recordar a su familia. Pero él en realidad quería olvidar, apartarse de lo que

fue su vida anterior y amoldarse a la nueva; era un conflicto entre la buena

persona que llevaba dentro y la figura del hombre serio y autodestructivo en

que se estaba transformando.

En una ocasión y en una de sus idas al hospital se percató de una joven con

catetes en las muñecas. Intentó mirarle detenidamente los ojos, pero tuvo que

entrar de golpe al consultorio. Al salir miró desesperado por todas partes,

quería encontrarla, necesitaba verla. Fue hasta la salida que logró observar

cómo se marchaba entre los árboles. No sabía qué quería decirle, sólo estaba

consciente de que se sentía nervioso frente a ella.

—Disculpa, ¿te ocurre algo malo? –preguntó la joven.

—Lo siento, no quería asustarte –respondió él perplejo–. Es sólo que tu

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rostro…

—¡¿Qué tiene mi rostro?! –dijo algo molesta.

—No, no, disculpa. Es sólo que me recordaste a alguien, al menos tú pareces

alegre –dijo Jacinto. La joven pareció complacida y lo inspeccionó.

—Bueno, te perdono, no es común presentarte a extraños de esa manera

–dijo en modo burlón–. Ahora dime, ¿tú de qué te mueres?

—¿Tan mal estoy? –preguntó Jacinto entre nervioso y alegre.

—Digamos que cualquiera estaría seguro de tener enfrente un alma en pena

–contestó sonriendo la joven–. Me llamo Sedna, un gusto.

Fue el inicio de algo significativo para Jacinto, el tiempo transcurrió y sus

visitas al hospital fueron cada vez más amenas, en una ocasión Sedna le contó

que estaba estudiando para ser maestra de Historia del Arte, habían charlado

horas, Ruz no podía creer que el mundo fuera tan extenso, sabía de él por el

trabajo, pero no conocía la parte honorable de este, fue una nueva apertura,

por primera vez en mucho tiempo era dichoso. Don Ángel, que no dejaba ni

un cabo suelto, sabía que Jacinto se había involucrado en algo serio con la

muchacha; podía tenerle todo el aprecio del mundo a Ruz, pero lo miraba

como una máquina, así que lejos de necesitar un generador de afecto,

necesitaba un generador de dinero. Por mucho que los cambios del joven

hayan sido para mejor, esto ocasionaba un cosquilleo en el viejo, la semilla de

la ilusión en la gente bastaba para obligarle a tomar rumbos mejores, y si

quería conservar al muchacho no podía dejar que aspirase a ello.

Cuando el jefe charló con Ruz él comprendió, no solo por las pérdidas

económicas, sino por el peligro que su peculiar trabajo proporcionaba al

profundo afecto que había surgido hacia Sedna a lo largo de esos años, no

correría el riesgo; era momento de retirarse o abandonar aquel romance.

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Tuvo que decidir, y para eso necesitaba dar explicaciones a la joven, ella

estaba enterada de la caótica vida de Jacinto, pero no conocía hasta qué punto

se encontraba involucrado con el mundo del narcotráfico, comprendió sin

prejuicios y le dejó claro que no tendrían veintiséis años toda la vida, era ahora

o nunca; entonces le obsequió aquella semilla peligrosa, le planteó la idea de

una familia, de posibles hijos, de olvidar, de dejar atrás la enfermedad y de

incluso poder seguir estudiando, el semblante de Ruz entristeció, no conocía

otra vida, era verdad que sus condiciones eran peligrosas, pero él era alguien

en ellas. No conocer otra forma de seguridad era suficiente para obligarlo a

no aspirar a más.

Por mucho que Sedna le imploró, él le dijo que era lo mejor, ella entre

lágrimas le advirtió que si habrían de separarse era definitivo, nunca más

podría tener el descaro de buscarla y entrar en su vida como si nada hubiera

importado. Jacinto, con el corazón pesado, no hizo más que marcharse, había

elegido y estaba seguro de que lo lamentaría, pero no le importó, no quería

mirar atrás y verla destrozada. Solo pensaba que ya nada que fuera a

prometerle un destino imaginario era bienvenido en su mundo. Mientras

huía, su mente solo podía ubicarse en aquella plática que había tenido una

semana antes, donde su padre, después de tanto tiempo lo buscó. Lo citó

para que charlaran, el accedió nervioso y puso su mejor atuendo, una leve

sensación de enojo parecía absorberlo, al igual que sus pensamientos, tenía

muchas preguntas y; sin embargo, sólo le importaba una. Al llegar vio a su

padre sentado, era como lo recordaba, un poco más viejo, quería abrazarlo,

quería decirle todo lo que había pasado, lo mucho que le hizo falta, pero no

fue así.

Su padre pareció entusiasmado al verlo, le brindó un abrazo, pero no menos

que un cordial saludo como si fuera un amigo lejano; Ruz no recuerda mucho,

de todas las palabras que escuchó esa noche, solo se le grabaron aquellas que

lo hirieron, eran simples, y eran excusas. Comprendió que sus tíos le

ocultaron mucho, que luego de un tiempo de buscarlo por todas partes su

papá estaba cansado, se sumió en un luto cotidiano y su pena era tan grande

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que se rindió, se fue lejos al contar con dinero suficiente y no tardó en formar

una nueva familia. De nuevo, era la historia de su vida presionando contra

sus hombros, y quería llorar, pero le era imposible, una y otra vez sus

memorias aparecían; su mente, en señal amable y rota, le regalaba otras

mucho más cálidas, lugares falsos a los que nunca fue, emociones que nunca

sintió, era todo aquel recuerdo que su corazón de niño deseaba, su infancia

perdida; su padre le había ofrecido dinero, no podía quedarse, debía volver

con su familia, había cumplido con encontrarlo y saber de su existencia, pero

nada más; Ruz trae a consciencia haber derramado su agua y gritarle antes de

irse: Tú sabías como eran mis tíos y aun así decidiste dejarme en ese horrible

lugar, lo tenías en cuenta y no te importó, si tanto me amabas, ¿Por qué nunca

volviste por mí? Debiste hacerlo, debiste llegar a tiempo, ahora es muy tarde.

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III

Años más tarde Jacinto se enteraría de la muerte de su padre. La noticia nunca

lo conmovió. La vida era testigo que aquel hombre no había soltado una

lágrima en bastante tiempo, para ser exactos, 16 años. Su vida se redujo a

noches de alcohol y a días de trabajo. Era él quien ahora se hacía cargo del

negocio. Don Ángel había enfermado en algún punto, ya sólo podía emitir

órdenes y juicios. Jacinto no tenía inconveniente con hacerse cargo, pero

constantemente reflexionaba sobre todo lo que sus ojos consiguieron mirar,

todo un paraje de miseria y destrucción, el mismo que lo había convertido en

alguien sin una pizca de misericordia.

Su temor se redujo. Para él fue como si ver una parte dañada del mundo lo

ayudara a entender que no existía nada peor, y si lo había, estaba dispuesto a

recibirlo. Así fue como entró en diversos conflictos relacionados con su

“profesión”, pues realmente la consideraba como tal. Desde su perspectiva

nunca vio bolsas de droga ni mucho menos billetes sucios y a montones. Se

interesó seriamente en su producto: en la calidad, en los empleados, en la

elaboración, distribución e incluso en quienes debían ser los consumidores.

Cuando su mercado era invadido bastaba hacerles una visita. Muchos otros

cárteles estaban enfadados. En uno de los intentos por desaparecerlo, le

apuntaron directo a la cabeza, pero la bala simplemente terminó por lastimar

su nervio óptico; quedó con el ojo izquierdo inservible. Creyó que era el

momento de tomar sus cosas y marcharse, pues tenía problemas mayores con

los que lidiar. Comenzó a tener dificultades para retener ideas, de manera

repentina, pero no prestó atención. Solía olvidar sus acciones a diario, dónde

dejó su comida o dónde le quedaba el baño. Lo más perturbador era que él

no se daba cuenta, hasta que fue diagnosticado. Evidentemente, la vida

elegida por él nunca le jugó a favor. Los desvelos y el estresante ambiente en

el que se veía sumergido lo encaminaron a una amnesia profunda; estaba

acabado, y lo peligroso era que podía ser consciente de ello a diario y no

recordar nada. Decidió tomar medidas drásticas, terminaría muerto de alguna

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u otra forma. Entonces tomó la decisión de irse a Argentina. Sus planes se

vieron frustrados cuando el mismo señor Ángel le confesó estar al tanto de

su situación desde hacía mucho, pero no podía dejar que se fuera, no hasta

que hubiera formado una considerable cantidad de dinero. Eso lo enfureció,

pues se suponía que era el único hombre que había velado por él, que no lo

usaría de esa manera. Pero al final todo se reducía a trabajo, a su capacidad

para ser útil. Una madrugada, el viejo y agotado don Ángel tuvo ataques

repentinos al corazón. Era el momento en el que Ruz solo tenía que tomar

sus cosas y largarse lejos. Pero antes debía despedirse, después de todo, le

rendía cuentas. El señor estaba alterado, pedía perdón de una manera

irracional. Jacinto no entendía, no sabía qué culpa pudiera tener, hasta que

mencionó al padre de Ruz, con la voz entrecortada. Confesó ser él quien lo

encontró: “Aquel hombre no tenía planeado buscarte, te había dejado atrás

hacía mucho, pero yo le di una oportunidad, y la tomó, se despidió de ti. Era

lo que querías, ¿no?”. Ruz apretó los puños. Todo fue en picada, ocurrió

rápido. El señor Ángel mencionó el nombre de una mujer, Sedna. Había

pasado una eternidad desde que Jacinto escuchó ese nombre. Hacerlo lo

dejaba fuera de lugar, porque de golpe se veía obligado a recordarlo todo.

Implorando por Dios, el anciano juraba estar arrepentido, dijo que debía

haberle dicho que ella volvió por él, que era necesario, porque entonces no

hubiera acabado demente. Hubiera podido criar a su hijo, hubiera aspirado a

una vida mejor, a la quietud que siempre quiso. Jacinto estaba horrorizado,

no concebía la idea de haber dejado al amor de su vida embarazada y sola;

sintió un pesar en la cabeza y palideció; era odio. Salió apresurado del cuarto

y, cuando volvió, con pistola en mano, apuntó directo al cráneo del anciano.

Estaba decidido, pero el otro le dijo que no cambiaría nada, que podía matarlo

una y otra vez, y lo que dejó atrás jamás regresaría. Y tenía razón, pero a Ruz

no le importó; había soportado mucho por él, así que al fin le rindió cuentas,

le dijo que tal vez lo lamentaría, pero que era suficiente, su corazón había

recibido el último golpe. Apuntó y, dirigiéndose al hombre con su rostro

resignado, le dijo estar agradecido. Le prometió verlo en el infierno para arder

juntos, y soltó el gatillo.

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IV

Hoy con 64 años, Jacinto vive en una residencia junto a muchos otros abuelos

seniles y perdidos, todos cansados de la vida y unidos por la espera de una

muerte silenciosa. Entre todos, él es quien aún posee cierta parte de sus

facultades mentales, logrando recordar cómo había acabado ahí y lo mucho

que Argentina le otorgó. Moriría en ese lugar, estaba seguro. Su falta de

memoria sólo se manifestaba como un fantasma por las noches. Lamentaba

todo con los ojos cerrados, pero no concebía llorar; nunca sabía por qué. Su

mente vislumbraba a muchas personas, pero sólo bastaba despertar para que

cada rostro le fuera arrebatado y ocultado otra vez, todo un misterio para él.

Al forzar su mente a recordar su vida pasada, ésta se lo negaba a manera de

un dolor insoportable en las sienes. Lo había intentado muchas veces hasta

que se cansó. Cedió al olvido de su memoria. Por eso era entusiasta cuando

ésta, a manera de casa, parecía abrir una ventana, dejando entrar al sol.

Entonces se reía, en su mente se podía ver vestido con traje, pulcro, con

ambos ojos negros aún. En otra ocasión recordó la lluvia de su niñez. Es

verdad, el sentimiento que acompañaba cada señal de vida pasada era triste,

pero concebía fascinante la idea de al fin conocer más sobre sí mismo.

Cualquiera en la residencia conocía del buen Jacinto. Hablaban de él como

un abuelo amable y callado, decaído y triste, pero también se propagaban los

ocultos rumores de una vida violenta, alejada de toda aquella radiante

tranquilidad que emanaba. Solía sentarse afuera de la residencia, viendo a la

gente pasar de largo. Algunos devolvían la mirada con gesto amable, otros

simplemente seguían su camino, pero cada persona en realidad intentaba

ignorar aquella casa de viejos. Era gente olvidada que recordaba al mundo

que los huesos se pondrían débiles. Se quedaba lo suficiente para mirar de

todo. Así observó pasar 20 estaciones en aquella silla tan cansada como él.

Siempre, a diario, pedía por algo con una leve sensación que le susurraba estar

en espera de aquello. Pero no, no era algo, era alguien.

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Era otoño. Como cada año, un grupo de residentes asistió al lugar para cuidar

de la gente enferma y arrugada. De entre el grupo de jóvenes, la reconoció:

tenía unos ojos grises, bellos ojos que le trajeron retazos de lo que fue su vida.

En su memoria primero vislumbró a su madre, una dulce mujer de pelo negro

que lo abrazaba. Sintió calor y luego se vio a él mismo de pequeño, saliendo

de una tienda para ir a jugar con un grupo de niños. Sí, ya recordaba, una

señora le dio permiso para jugar por primera vez; podía escuchar las risas de

aquel día. Sintió gratitud y después evocó una noche cuando permaneció

mirando las estrellas. Recordó ser muy pequeño y pensar que aquel azul era

porque el cielo miraba al océano, y que era éste quien le regalaba su fuerte

color. Sintió quietud y al final salieron a flote los demás recuerdos, toda su

historia, la parte que evitaba.

Sus buenos momentos fueron muy pocos, tanto, que le costaron una vida

volver a él de nuevo, pero le bastaban; eran aquellos que su memoria de

adulto le arrebató, los verdaderos, los que su mente de niño creó en defensa

del mundo al que se vio sometido. Aquella mujer joven se acercó a él con un

abrazo y lloró en su hombro; dijo que siempre quiso conocerlo. Pese a que

Ruz, el viejo, estaba confundido y atónito, su memoria, nuevamente en señal

de ayuda, lo remontó a años atrás, con un Jacinto joven que pensaba día y

noche en su hijo y el amor de su vida, ambos sumergidos entre sus recuerdos.

Ahora sabía que aquel bebé nunca fue niño, sino una niña, imposible de no

reconocer, pues heredó los ojos de su madre. Con alegría y tristeza la recibió.

Las lágrimas brotaron de su rostro luego de muchos años.

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La riqueza una vez anhelada

Karen Cruz

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I

Si alguien le preguntara a Ximena cuál fue el momento exacto en que se

pudrió como persona, recibiría la misma respuesta de siempre: Toda su vida

estaba destinada a serlo. Sólo se tendría que analizar a su pobre intento de

familia para ver que tenía todas las de perder. Fruto de una madre negligente,

quien se metió con un ladrón de 23 años del que quedó embarazada a los 16

años. Ese matrimonio no trajo ninguna prosperidad a nadie; solamente

discusiones y pleitos. A todo se agrega el que no había dinero ni comida que

llevar a la mesa, ya que el padre se negaba a buscar un trabajo digno y

terminaron en la pobreza. Su nacimiento no cambió nada, sólo le dio a su

madre el objeto perfecto al cual lanzar sus frustraciones, y con ello también

sus golpes. Esa mujer le pegaba sin cesar, con la excusa de que Ximena era

una tonta que no sabía hacer nada bien, que no hablaba y que no entendía lo

que le decían, agarrando cualquier objeto que tuviera a la mano para

disciplinarla. En ese entonces lloraba mucho al no entender por qué no la

quería y que sólo actuaba como una madre cariñosa frente a los demás. De

esta forma, aprendió lo que era ser hipócrita.

Empezó robando frutas y dulces de la calle como forma de acercarse y

agradarles a sus padres, de los cuales estaba orgullosa. De vez en cuando,

lograba sacarle una sonrisa a su madre; ella le alentaba a que lo siguiera

haciendo y que, si podía, que incluyera algo de dinero. No fue sino hasta los

10 años que comprendió su realidad, en la que sólo era escuchada si se

obtenía algún beneficio de ella. Tuvo que resignarse a la idea de que su madre

nunca podría amarla como se supone que debía hacerlo, y esto incluyó

también a su padre.

Si en la vida recibió un abrazo cálido de su madre, la presencia del hombre

era casi inexistente, y los pocos recuerdos que tenía de él eran tomando

cerveza y asaltando a la gente con sus compadres, quienes al visitarlo no

dejaban de soltar vulgaridades a su madre y a ella. Uno incluso declaró que

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cuando Ximena fuera más grande, le quitaría la virginidad. En esos años no

entendía a qué se refería, pero le incomodaba la forma en que la miraban, el

cómo se reían cuando ella temblaba y en los ojos acusadores de su madre,

todo en la presencia del padre que nunca hizo nada para evitarlo. Solamente

guardó silencio y soportó tanto como pudo.

Unos años después su padre fue arrestado. A nadie le extrañó que terminara

en la cárcel. Ximena no lloró ni le suplicó que se quedara. Es más, su único

pesar fue que no se llevara a la bruja con él. Su madre, de mala gana, empezó

a trabajar para que ambas pudieran sobrevivir. Siempre salía de noche y

regresaba con dinero en la mañana. Nunca supo qué hacía, pero eso no la

detuvo en sus castigos. Al ser la madre quien llevaba el dinero a la casa, tenía

la autoridad de dejarla sin comer si no la obedecía.

Esta situación hizo que su estado empeorara al punto de ver sus costillas y

que no rindiera mucho en la escuela. Fue el miedo a desmayarse y que la

interrogaran, que decidió encargarse del cuidado de la casa, para que su madre

la dejara continuar con sus estudios. Poco le importaba comer solamente

arroz y frijol durante toda la semana, porque por más egoísta que sonara, no

quería morir de esa manera; quería vivir, aunque no tuviera una razón.

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II

Ximena siempre estaba sola, ya sea en la escuela o fuera de ella, reflexionando

sobre su entorno y cómo cambiarlo. Se había acostumbrado desde hacía

mucho a esa rutina, y la verdad, poco le importaba no tener amigos, no sólo

por desagrado, sino también porque tenía terror por las personas. Cuando

cualquiera la miraba, inconscientemente recordaba a esos hombres y las

miradas cuyo significado conocía, haciendo que la paranoia incrementara.

Esos recuerdos la hacían temblar y que su corazón latiera

descontroladamente.

A sus compañeros tampoco les caía bien. Los que tenían dinero se burlaban

de ella por ser pobre y los que compartían su misma situación la encontraban

soberbia e interesada. No lo expresó, pero cómo le dolieron esas palabras.

Sólo los libros y sus ganas por aprender la motivaron a soportar tantos

comentarios.

Ellos eran su única compañía y le hacían ver cuán ignorante era del mundo,

el cual tenía mucho más por ofrecerle. Si antes sus estudios significaban una

escapada de su realidad, luego se convirtieron en el pase a una mejor vida.

Trabajaría en un puesto importante, ganaría dinero y sería alguien importante.

No pensaba conformarse con menos, pues de qué servía quedarse en la

pobreza y presumir de una falsa humildad. Hipócritas, como si fuera bonito

no tener qué comer. Pero también era consciente de que por ser mujer debía

esforzarse al máximo y no dejarse pisotear.

Aquello lo confirmó más que nunca a los 15 años, pues si bien a muchos

chicos no les caía bien y no les parecía atractiva, seguía siendo una chica. Le

preguntaban con falsa amabilidad si quería ser su novia, incluso si era una

pobre excusa para acostarse con ella. Eso era en lo que Ximena había

decidido no involucrarse, pues si quedaba embarazada, tendría que

resignarse a dejar sus estudios y condenar su vida a ser ama de casa o madre

soltera, lo segundo más probable que lo primero. Fue testigo en distintas

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ocasiones de ver cómo varias de sus compañeras dejaban la escuela porque

sus novios las preñaban. ¡Qué tontas! Buena forma de tirar su futuro a la

basura.

Y así la idea de que debía cuidarse de los hombres se fortaleció más que

nunca. Quienes pensaban que tenían todo el derecho de hacer lo quisieran

con ella, se llevarían una sorpresa, ya no sólo porque tenía otras prioridades

en las que pensar, sino porque no sentía el deseo sexual que parecía sentir la

mayoría. Era quizás poca mujer, pero la simple idea de hacerlo le desagradaba,

le incomodaba y lo encontraba innecesario. ‘‘Ya lo sentirás cuando lo

experimentes’’ o ‘‘todas las personas lo sienten, deja de llamar la atención’’,

repetían las voces de sus compañeros en su cabeza.

Quizás que uno de ellos la acosara y tocara más de la cuenta era su culpa, por

no sentir nada. Pero ella nunca pidió que ese tipo quisiera violarla, que la

persiguiera hasta su casa al caer noche. Estaba tan asustada que no dejaba de

temblar y llorar, suplicando desesperadamente a gritos que no le hiciera nada.

Incluso si estaba dentro de su casa, escuchar al tipo aporrear la puerta y

gritarle ‘‘puta’’ o ‘‘zorra’’ le hacía temer por su seguridad. Si no fuera por sus

vecinos que le obligaron a irse por hacer mucho ruido, quién sabe lo que sería

de ella.

Así que no podían culparla por irse de su vecindario a otra zona cuando entró

a la preparatoria. Abandonar a su madre no le provocó ningún cargo de

conciencia. Ésta le reclamó y la acusó de ser una malagradecida, aludiendo

que sin ella pudo morir o ser violada por algunos de esos hombres. Ximena

hizo oídos sordos, pues con tal de alejarse de ella, todo valía la pena.

Irse de su casa la abrió al mundo. La Ciudad de México fue un enorme shock

para ella, pues todo el entorno que conocía era su antiguo hogar y las calles

de su colonia. Nunca había visitado el centro de la ciudad, con sus grandes

edificios y su multitud de gente. Estaba muy abrumada y por un segundo

dudó si lograría sobrevivir al mundo real. De hecho, fue inesperadamente

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conveniente que una vecina le ofreciera quedarse en una casa de sus

conocidos, que la acogerían hasta finalizar sus estudios.

Al principio sospechó que se tratara de una mentira, pero estaba tan decidida

a alejarse de su madre y de ese horrible lugar que aceptó tomar el riesgo. El

cambio fue abrupto; trabajaba en puestos del mercado o de mesera en un

restaurante. El dinero se volvía cada vez más sagrado y las faltas a la escuela

se incrementaron. Esto último lo odiaba, pues sentía que estaba perdiendo la

oportunidad de crecer; no tenía amigos y sólo se valía de la tolerancia de sus

maestros con semejante situación, pero incluso ésta no era segura.

Al regresar por la tarde a su cuarto se desvelaba con el objetivo de hacer su

tarea y llevar las cuentas de sus ganancias. Al ver que todavía le faltaba mucho,

comenzó a saltarse comidas para ver si así el dinero le alcanzaría durante más

tiempo. No fue hasta que se sintió sin fuerzas que decidió no hacerlo más.

No quería desmayarse en el trabajo, pues enfermarse conllevaría a otro gasto,

y no podía darse el lujo de pagarlo. Continuó trabajando incluso cuando

obtuvo su lugar en la UNAM. Aquello la hizo sentir tan feliz y aliviada como

nunca, que el sueño que hace tiempo parecía lejano estaba muy cerca de

cumplirse. Nada ni nadie iba a detenerla.

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III

Ximena quería morir, desaparecer de este mundo y dejar de sentir. Aquellas

palabras no dejaban de repetirse en su cabeza. Lo peor es que se merecía estar

completamente sola con sus remordimientos, pues por más que anhelara una

segunda oportunidad, ésta nunca llegaría. Toda su vida se había encargado de

dirigir su frustración al mundo, sin saber que fue ella misma la que firmó su

sentencia. No quería aceptarlo, o quizás dentro de sí siempre lo supo, sólo

que no quería afrontarlo, pues sería aceptar que durante todo el tiempo fue

ella la que estuvo mal.

Inició el segundo semestre, donde conoció formalmente a Daniel. Su primera

impresión de él fue la del típico niño rico mimado que nunca se vio obligado

a trabajar para poder estudiar, ni la de alguien que pasó por burlas debido a

su estatus. En fin, un compañero más del montón. Y así continuó hasta el

momento en que tuvieron que trabajar en pareja para un proyecto final.

Ximena sólo hablaba lo necesario, intentando con todas sus fuerzas controlar

el pánico que aún tenía hacia la gente, en especial a los hombres. Por eso

mismo le pidió que sólo trabajaran en la universidad o en las bibliotecas

públicas, más que nada para no verse obligada a ir a su casa y que le hiciera

algo.

—Gutiérrez, ¿y a ti qué te gusta hacer?, ¿sales de fiesta?, ¿tomas? –le preguntó

al iniciar.

‘‘Y a ti qué te importa, pendejo’’, pensó con fastidio. Cómo odiaba cuando la

gente no se ocupaba de sus propios asuntos.

—Daniel, de la forma más atenta, ahórrate tus preguntas y centrémonos en

el trabajo –respondió con una clara mirada de advertencia.

Sólo así él se calló un poco, pero no dudaba que le estuviera respondiendo

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irónicamente en su mente. Luego de eso, su relación volvió al principio;

ninguno se acercaba y, si no fuera por los trabajos escolares, hubieran

permanecido así toda la carrera. Era molesto, pero si quería aprobar tenía que

tragarse su disgusto y reunirse con Daniel. Por suerte, poco a poco Ximena

se fue acostumbrando a su presencia y si bien Daniel tardaba en entender

algo, una vez que se concentraba podía ofrecer buenas ideas y acatar órdenes.

Todavía lo consideraba un desconocido; sin embargo, su presencia era

reconfortante y familiar.

—Ximena, ¿por qué decidiste estudiar Administración de empresas? –le

preguntó de repente. Se veía precavido, aún si notaba su necesidad de

entablar una conversación. Guardó silencio por un momento, no quería

responder, pero luego de pensarlo concluyó que hacerlo no le haría ningún

daño.

—Porque quiero ganar dinero –dijo restándole importancia, aún si era todo

lo contrario para ella.

—¿En serio? –preguntó más curioso que decepcionado–. ¿Sólo eso?

—Pues sí, de qué sirve la pasión si no se tiene estabilidad económica

–argumentó Ximena.

—Entiendo a qué te refieres, pero la cuestión es que una vez que la obtengas,

¿qué harás después?

—Disfrutar de la mejor manera que pueda y comenzar a vivir realmente

–dijo con más amargura de la que esperaba.

Tal vez por el hecho de que aún se encontraba sin terminar la carrera y que,

si bien el dinero le alcanzaba para comer, no podía decir lo mismo del material

utilizado en la licenciatura. Aquel asunto la tenía alterada y frustrada, pues si

bien intentaba sustituirlo con investigaciones en la biblioteca, sentía que se

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estaba atrasando. Daniel pareció notarlo, por lo que genuinamente se ofreció

a compartir sus libros con la condición de que se los explicara cada vez que

no entendiera algo.

Con el paso del tiempo Ximena empezó a olvidar su miedo y bajar la guardia

en su presencia. Verlo bromear en clases con sus compañeros, que aun así

prefiriera estar con ella, hizo que comenzara a disfrutar de sus ocurrencias.

De vez en cuando, en los días libres, caminaban horas enteras por la ciudad.

Ella sólo lo escuchaba hablar sobre su día a día, desde su familia hasta asuntos

más personales como sus inseguridades. Toda esta confianza le provocaba

una sensación agradable en el pecho y unas cuantas sonrisas.

¿Acaso se había enamorado? Para nada; aunque sus compañeros bromearan

sobre su supuesta relación, ésta no era más que una amistad y le molestaba

que mancharan sus intenciones con Daniel. ¿Por qué todo tendría que ser un

romance? La alegría que siente jamás se la podría ofrecer una pareja. Por eso

mismo y mientras regresaban de visitar el Zócalo, se tragó su orgullo y le

contó su pasado, obviamente omitiendo las partes desagradables. Pudo

tenerle la confianza para contarle su situación, pero ni loca pensaba decirle

sobre el acoso o los golpes que sufrió en casa, pues esto le daría el poder de

atacarla, algo que no pensaba permitir.

Quitando lo anterior, creía que finalmente había encontrado al amigo que

muy en el fondo deseó. Y como todo lo que toca lo echa a perder, esto

también estaba condenado. Luego de graduarse, cada quien tomó caminos

separados para buscar empleo. En la empresa pública donde ejercía, tuvo

problemas con sus superiores, quienes pusieron a prueba su perseverancia y

profesionalismo. Le había costado mucho al principio, pero al final logró

progresar a paso lento. Todo marchaba más o menos bien hasta que

comenzaron los conflictos con sus compañeros de trabajo. Le hacían sacar

adelante todo el trabajo sola, le proponían cosas indecentes, su sueldo era

incompleto. Tenía 33 años, pero no pudo aguantar las ganas de llorar. Ximena

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se sentía impotente. ¿Por qué estaba sucediendo todo esto otra vez? ¿Acaso

no podía vivir tranquila sin estar peleando con alguien?

Trató de aguantar por el sueldo y la costumbre, tratando con sus fuerzas

enteras el mantenerse serena. Esto era por lo que había luchado todos estos

años de sacrificios. ¡No podía renunciar ahora! La gota que derramó el vaso

fue cuando confirmó que efectivamente, le estuvieron robando todo el

tiempo. Indignada y furiosa, se quejó con sus jefes y les exigió que le

devolvieran lo que le correspondía o que se sancionara a los responsables.

Ellos sólo la quisieron tranquilizar, pero no movieron un dedo para mínimo

investigar, así que no tardó en renunciar. Podía soportar cualquier cosa, pero

que le quitaran su dinero era imperdonable.

Ximena estaba desesperada y frustrada. Ya debía haber progresado, pero solo

logró retroceder y quedarse en la nada. ‘‘Me decepcionas’’: La frase de su

madre la torturaba sin parar. Su respiración comenzó a acelerarse hasta el

punto de no poder controlarla. No quería aceptar que esa frase fuera verdad,

¡era imposible! pero renunció y hasta ahora no la contrataban en ningún lado.

Y fue dentro de la desesperación que recordó el momento exacto donde logró

robar dinero.

Esto pareció calmarla lentamente. Claro… Podría recurrir a eso; sólo

necesitaba ser la que controlara los ingresos por totalidad y así recuperarse

rápido. Debía hacerle honor a la carrera que estudió y usarlo a su favor. Con

gran determinación llamó a Daniel para pedirle su ayuda; él en muy buena

onda se ofreció a apoyarla y fue ahí donde le insistió que emprendieran su

propio negocio. Su amigo tenía varios ingresos para costearlo y si jugaba bien

sus cartas no tendrían que esperar tanto.

Al principio Daniel estaba reacio a hacerlo, pero fue la insistencia de Ximena

y que ella se ofreciera a administrar el dinero, que él terminó aceptando.

Contagiado por su determinación, decidió encargarse él mismo de las de las

ventas. Con el paso del tiempo el negocio prosperó, haciéndose conocido y

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generando gran capital. Ximena inicialmente dividió el mismo sueldo entre

ambos, pero lentamente comenzó a quedarse con parte del dinero de Daniel,

quien luego de varios meses pareció notar la incongruencia.

Muchas veces quiso acercarse a preguntar, pero entraba en conflicto por

asociar el problema con ella, su mejor amiga; al no haber mejoría, finalmente

decidió confrontarla. Daniel podía ser distraído y confiado, pero no era tonto.

Ximena, muy desvergonzadamente, continuó con la mentira negando todo,

aunque era obvio que él ya no le creía.

Cansado de todo esto, decidió contratar a alguien neutral que le dijera cuáles

eran las ganancias que debían tener cada uno. Y efectivamente, le comentó

que Ximena le había estado robando, explotando así la armonía que tenían.

La discusión fue horrible, empezó con reclamos que poco a poco se

transformaron en gritos e insultos. Daniel estaba furioso, por un momento

pensó que le pegaría, pero en cambio se cubrió el rostro y con voz temblorosa

le preguntó si utilizarlo era la razón de su asociación. Por primera vez Ximena

se quedó sin palabras.

—Haz con tu vida lo que te plazca, roba a quien quieras, no te demandaré…

Pero por lo que me resta de vida, no quiero volver a saber nada de ti –escupió

Daniel antes de dar la media vuelta e irse sin mirar atrás.

Dentro de su mente sólo reinaba el caos. Verlo irse sin más la hizo entrar en

pánico. Quiso correr tras él y suplicarle que no se fuera, pero fue consciente

de su realidad. El asco la inundó, sólo pensó en que debía huir, salvar a los

demás de sí misma. No sabía qué hacer, el nudo en su garganta la asfixiaba.

Acorralada, compró un boleto de avión y, con todas sus pertenencias,

emprendió el vuelo con la idea de no volver.

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IV

El atardecer cubrió en su totalidad a la ciudad de Madrid, dando a sus

ciudadanos un espectáculo impresionante. A Ximena, por su parte, le

fascinaba ir caminando por las calles para observar el cielo. En años

anteriores se hubiera quejado de hacerlo, siempre con los pies sobre la tierra

y pensando en el dinero. Pero como bien decían, lo que hagas en el pasado

se te cobrará en el futuro y qué mejor manera que sea a través de la presión.

Cómo le hubiera gustado hacer caso y no tener que monitorearse cada tanto

para que éste no le suba. Aunque si tuviera la opción de adivinar, en ese

entonces, pudo haberla alterado con tal de morir; aquello era en sí mismo un

pensamiento deprimente, pero suyo, al fin y al cabo.

Todos los años que trabajó antes de jubilarse los dedicó no sólo a progresar,

sino también a recuperar el dinero que le robaba a Daniel. Hubo momentos

en que quiso rendirse y simplemente suicidarse como castigo, cuando sus

pensamientos negativos la motivaban para que lo hiciera realidad. También

quiso probar vicios, pero era su sentido de supervivencia lo que la detenía y

le hacía continuar con su misión.

Analizando sus acciones y las razones de éstas, aceptó que había otras

maneras de solucionar sus problemas sin recurrir al robo, pero era tanta su

desesperación que se fue por la ruta fácil. Ximena, aún en sus 70 años, sabe

que tuvo la posibilidad de elegir qué hacer y que todo lo que vino después era

su responsabilidad.

Sólo quedaba seguir avanzando y cumplir su nuevo propósito de vida, uno

que quizás era muy anticuado, pero por el que estaría dispuesta a luchar hasta

el fin de sus días: Ser amable. Para ello, debía controlar su miedo a las

personas e intentar entablar una amistad, pasando las tardes en compañía

mientras platicaban sobre el mundo y sus cambios; consciente de que, si

descubrían su pasado y cortaban lazos con ella, lo respetaría. Sin embargo,

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ahora sabe que dentro de sí sólo espera volver a ver a Daniel y pedirle perdón

de todas las formas que conoce. No está de más decir que él seguramente la

mandaría directo a la chingada, pues unas cuantas palabras no pueden curar

la confianza destruida.

Vuelve a la realidad. Cuando la noche cae sobre su cabeza y las luces iluminan

la ciudad, está de camino hacia su casa. Mientras avanza, regresa al escenario

en el que siempre se refugia. Es ella regresando a México y confrontando a

Daniel; le entrega el dinero que le debe y se disculpa con él; éste sólo la mira

antes de envolverla en un reconfortante abrazo, llorando juntos sin

preocuparse por nada más, pues todo estaba bien ahora que vuelven a ser

amigos

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Al filo del abismo

Gabriela Alpuche

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.

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I

Bruno siempre ha sido una persona callada y silenciosa. Prefiere el silencio

antes que el ruido, tuvo que aprender a ser sigiloso. Desde que nació no tuvo

ni un momento de felicidad; parecía estar prohibida en su hogar. Y, aunque

su familia no estuviera mal económicamente, no tenía lujos de absolutamente

nada. Incluso antes de nacer era repudiado por su madre.

Poco puede acordarse de sus primeros años de vida, pero si hay algo que no

puede olvidar es el constante ruido que había dentro de su casa: gritos, peleas,

cosas rotas, insultos, golpes. A pesar de ser un niño muy pequeño y de no

comprender muchas cosas, entendió que debía pasar desapercibido. "Si no

me ven no pasa na. Está to bien", solía repetir como mantra mientras se

tapaba los oídos y cerraba los ojos en su habitación, intentando ser lo más

silencioso que podía mientras sus padres peleaban. Constantemente se

escondía bajo la cama imaginando que no existía, pero era inevitable tener

que salir de su escondite cuando dependía de sus padres para sobrevivir;

comenzaba a entender el mundo a la fuerza. Su madre solía gritarle todo tipo

de cosas: desde insultarlo por tan solo existir hasta culparlo de errores que no

eran suyos, su padre era diferente; siempre se mantenía al margen, en ningún

momento le hizo algo malo, ni lo insultó como lo hacía su madre, sólo miraba

mientras tomaba una cerveza.

Comenzó a estudiar cuando tenía seis años, así que estuvo bastante atrasado

cuando se trataba de leer y escribir, siendo la burla de sus compañeros de esa

manera. “Bruno bobo, no sabe leeh. Bruno tonto, no sabe ejcribih”, repetían

en coro todo el tiempo. Le picaban los oídos de tanto escucharlo y los

profesores parecían no darse cuenta, o quizá sí lo notaban y no hacían nada.

Aquellas burlas se convirtieron más tarde en exclusiones: nadie quería estar

cerca de él porque no querían que los molestaran o simplemente porque era

divertido excluirlo. No conformes con eso, los empujones no tardaron en

llegar, ni los útiles rotos, ni las agresiones físicas; siempre había algo nuevo.

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Les pedía que pararan, pero nunca lo hacían. Trató de decirle a un profesor,

pero éste no lo escuchó, ¿A sus padres? No era una opción, ni siquiera podía

hablar con ellos, aunque internamente le agradecía a su padre por dejarlo

estudiar y darle, al menos, lo básico para vivir.

Estaba solo. Tan pronto se dio cuenta de ello pensó que no merecía estarlo,

pero no sabía cómo salir de aquella soledad. Lloraba constantemente, pero

siempre en silencio. Tenía miedo de que, si alguien lo escuchaba, le hiciera

daño. Tenía miedo de las personas, miedo del ruido, de las palabras. Tenía

miedo de existir.

Y ese miedo comenzó a consumirlo.

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II

Se quedó seco. Seco de palabras, de expresiones, de sentimientos. Seco de

lágrimas. Ya no lloraba, no era capaz de hacerlo. Había perdido la luz que

habitaba dentro de él. Con el paso del tiempo dejó de esconderse bajo la

cama, quizá porque al final se había dado cuenta que no servía de nada

esconderse ahí o simplemente porque se había decidido a enfrentar sus

problemas. En realidad, ni siquiera él estaba seguro de la razón; sólo se

limitaba a escuchar las peleas familiares acostado en su cama, imaginando,

siempre imaginando.

Imaginaba un lugar silencioso sin sus padres, sin peleas, sin nada. Sólo

silencio.

Al pasar a la escuela ESO muchos de sus compañeros también lo hicieron,

aunque nunca volvieron a tocarlo físicamente. Por un tiempo logró pasar

desapercibido, sin que nadie lo molestara, y creía que podía mantenerse así

por siempre. Qué equivocado estaba. Nada es para siempre. En su segundo

año en el colegio comenzaron los rumores: “Bruno Cortés del cuarto C e un

capullo, ¿sabéis que en la primaria acosaba a la chicas?”, “Bruno e jun

completo gilipolla, ¿habéis escuchao que su padre e un drogata? Pue él…”,

“¿Habéis escuchao? Bruno…”

Perdió la cuenta de cuántos rumores se esparcieron sobre él. Para entonces

sólo tenía catorce años. Incluso lo de su padre era falso y aunque pensaba

que no sentía nada por su progenitor, le daba rabia que hablaran de él, aunque

lo de alcohólico no podía negarlo. Por esos rumores comenzaron a mirarlo

como un tipo peligroso. Volvió a ser el centro de atención, lo que más odiaba.

Y aunque pensaba que siendo “un tipo peligroso” nadie se metería más con

él, se equivocó de nuevo. Comenzó a meterse en peleas, nunca empezadas

por él: siempre era golpeado, pero nunca llegó a dar ningún golpe, sólo los

recibía mientras los demás lo miraban y aplaudían. Sus padres nunca

preguntaron por sus heridas y ropa sucia; a su madre simplemente no le

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interesaba y su padre porque no quería verse involucrado. Los profesores le

enviaban reportes que nunca llegaban a ojos de sus tutores, pero nadie hacía

nada al respecto. De nuevo solo. Pero esta vez no le molestaba, ya estaba

acostumbrado.

Consiguió un empleo donde podía desaparecer de los lugares que más odiaba

y podía olvidarse que aquellos existían. Con el dinero que ganaba planeaba

irse de casa y empezar una nueva vida lejos de todos sus problemas. Pero de

nuevo fue ingenuo.

Uno de esos días de ilusión llegó a casa descubriendo a su madre sacando de

su escondite todo lo que había estado ahorrando. En un ataque de adrenalina

intentó quitárselo, pues ahí estaban su esfuerzo y sueño. Su madre, ofendida

por no ser notificada de aquellas ganancias, se negó a dárselas. “Te he estao

manteniendo día y noche, y tú ere má agarrao que un chotis. Esto pa mí, ya

me lo debías”, repetía mientras forcejeaba contra Bruno. Después de eso

recuerda muy poco: llegó su padre, quien nunca se preocupó por él, pero fue

el único que se interesó por la educación de su hijo y, sin embargo, parecía

que nada de eso importaba. Sólo recuerda que nunca lo había visto tan

enojado como lo estaba ese día. Luego más gritos, él siendo golpeado

brutamente contra el bordillo de la escalera, y después todo negro y

silencioso.

Despertó en una habitación de hospital, lo intuyó por el color blanco de las

paredes y el típico olor a medicamento. También supo que estaba ahí por el

dolor de las vendas en su rostro. Fue golpeado con tanta brutalidad que su

nariz quedó hecha trizas y su cráneo estuvo a punto de ser fracturado. Por

suerte o desgracia, tuvo remedio, y después de cuarenta y cinco días pudo

salir del hospital, aunque el yeso de la nariz y los cuidados extremos de su

cráneo debían seguir por un tiempo más. Recuerda que fue un escándalo muy

grande en todo el colegio.

Su sentido del olfato fue disminuyendo hasta volverse nulo. Nunca fue al

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médico, aunque este le había recomendado que fuera si prestaba malestar.

Poco a poco fue perdiendo el sentido del gusto. Supuso entonces que debió

atrofiarse algún nervio, pero no hizo nada al respecto, pues del sentido

gustativo sólo perdió una parte y eso era mejor que nada. En cuanto a sus

padres, una trabajadora social comenzó a asistir bastante seguido a su casa,

pero al tener una buena posición económica y “no tener nada fuera de lo

común” dejó de hacerlo dejándolo a su suerte en esa casa de “psicópatas”.

Desconocía por completo la excusa que dio ante el Tribunal por su lesión y

el monto que sus padres pagaron para no ir a la cárcel.

Perdió el dinero que había estado ahorrando y casi pierde el trabajo (el jefe

se apiadó de él luego de rogarle no ser despedido) y perdió la poca gratitud

que tenía por su padre. Después de eso, todo estuvo tenso entre ellos. Acordó

dar su sueldo para la “familia”, pero nunca lo dio completo. En uno de

aquellos días llegó con la primera perforación en la ceja derecha como acto

de rebeldía que más tarde se volvería constante. Su madre hizo un gran

escándalo por ello.

La agresividad de su padre marcó un antes y un después en el

comportamiento de Bruno.

En el bachillerato, Bruno debutó oficialmente como “delincuente”. Si la

gente iba a hablar, él les daría un motivo para que lo hicieran con devoción.

Su primer y único objetivo fue un chico más bajo que él, castaño y de ojos

avellana; era tímido y absurdo, el blanco perfecto. Tampoco recuerda mucho

de él. Esa parte de sus recuerdos los tiene borrosos, casi al punto del olvido,

pero inevitablemente grabados en el alma. Sólo recuerda que lo acosó tanto

que siempre lo hacía llorar y un día simplemente dejó de verlo. Más tarde se

enteró que se cambió de bachillerato por su culpa. Pero a él simplemente le

dejaron de importar las personas. Se sentía vacío y tranquilo, lleno de luz y

oscuridad.

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III

Al salir de la preparatoria, Bruno decidió pedir carta de recomendación para

la Universitat de Barcelona, en Cataluña. Sí, había debutado como

delincuente, pero no era ningún bruto; deseaba salir de su agujero negro así

que debía hacer cuanto pudiera por escapar y si significaba estudiar hasta el

cansancio definitivamente lo haría. La carta fue enviada y aceptada, y cuando

terminó sus estudios juntó sus pocas posesiones para irse a Barcelona. La

charla que tuvo con sus padres ante la noticia fue lo más surrealista que le

sucedió en su corta vida; pensaba que mencionando “universidad” se le irían

encima como hienas, pero fue todo lo contrario.

“Bien, bien, Bruno, e maravilloso que te vayas pa la universidáh”, le había

dicho su madre con un entusiasmo nunca visto en ella. Su padre no le dijo

nada, pero lo veía muy contento con la noticia. Supuso que estaban esperando

aquel momento para deshacerse de él y se dijo que no le importaba en

absoluto, pero el pinchazo en su pecho le indicó que al final, sí le dolía.

Al irse de Madrid se sintió presa de sus pensamientos: pensaba que saliendo

de aquel pozo de maldad se sentiría libre, pero no fue así. Ya no tenía a sus

padres acribillándolo a diario, no tenía a toda esa gente molesta a su alrededor,

podía comenzar una nueva vida…Pero nada de eso se sintió como libertad.

No sabía qué significaba eso. Tampoco tuvo mucho tiempo para descubrirlo,

pues la universidad era exigente; nada fuera de lo común tratándose de

economía.

No pasó mucho cuando conoció a sus únicos dos amigos: Miranda y Lucas,

dos hermanos mellizos muy entusiastas y energéticos, ambos castaños con

ojos azules. Compartían las mismas clases, así que comenzaron a pasar más

tiempo juntos, haciéndole olvidar un poco de su pasado y de sí mismo.

Consiguió otro trabajo más por capricho que por necesidad, pues necesitaba

tener su mente ocupada para no perderse en sus pensamientos. Su vida no

fue nada interesante, mucho menos impresionante: era constante estudiar,

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trabajar y dormir. Las veces que rompía su rutina era por los mellizos, quienes

insistían en llevarlo a cafeterías, parques, incluso a la casa de sus padres. Estas

salidas más adelante se volvieron cosas de su agrado (pensó que eso era la

libertad: descubrir cosas de uno mismo. Se había dado cuenta de que no tenía

nada que le gustara antes). Pero la visita a casa de sus padres fue realmente

incómoda. No sabía que existían padres maravillosos y personas tan amables,

y por un momento sintió envidia. Sus dos amigos tenían todo lo que él nunca

pudo tener. No volvió a ir a esa casa.

Al graduarse se mudó a un piso pequeño, lo suficiente para sobrevivir, y

comenzó a trabajar en algo ligado a su título. Para entonces ya tenía dominado

el catalán y la lengua no era impedimento para sus deberes. Cuando se volvió

a mudar recién cumplía los 29 años; ahora en un departamento más grande,

pues consideraba que, siendo un economista asesor, debía estar viviendo un

poco mejor de lo que se permitía. De esa manera planeaba pasar el resto de

su vida, pero justo el día de su cumpleaños, cuando los mellizos lo habían

dejado en su departamento después de celebrar con él, una llamada irrumpió

en el silencio de su tranquilidad. Era un número desconocido.

—Diga –contestó seco, pues los únicos contactos que tenía eran de los

hermanos y algunos trabajadores de su oficina (esto último más como trabajo

que por amistad).

—¿Bruno? ¡Gracias al cielo! ̶ la voz al otro lado de la línea logró darle un

escalofrío desagradable en toda la columna vertebral. —Hijo mío, mi lindo

Bruno, ¿hace cuánto tiempo que no hemo hablao? ̶ no podía creerlo–. ¿Hijo?

¿Sigues ahí? ̶ la mujer se notaba ligeramente desesperada al silencio de su

hijo.

—¿Cómo conseguiste mi número? ̶ no necesitaba preguntar el nombre de

la persona que llamaba para saber quién era. Sólo bastó una palabra para

volver a sentir esa repulsión en todo su cuerpo. Justo cuando ya estaba

acostumbrándose a su nueva vida, justo cuando se estaba permitiendo soltar

los recuerdos y olvidar, justo cuando comenzaba a sentirse libre…

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—¿Qué e jesa manera de hablarle a tu madre? ¿eh? No recuerdo haberte

criao de esa manera –“no me criaste de ninguna forma”, pensó Bruno, pero

no dijo nada.

—Bueno, eso no importa. Iré al punto, necesitamo pavos. Urgentemente,

Bruno. Te enviaré una cuenta pa que deposites ahora, métele caña.

Quería burlarse, gritarle que se jodiera, que después de tanto daño no les daría

nada, que estaba loca si creía que podía llegar de la nada y exigir cosas, pero

de nuevo, no dijo nada.

No entendía por qué razón sus labios no se separaron para negarse, por qué

razón su cuerpo no se movió cuando finalizó la llamada, ni por qué tiempo

después estaba yendo a un banco a depositar en aquella cuenta que le había

mandado su madre. No tenía excusa. No podía pensar en nada. Cuando

reaccionó, estaba sentado al borde la cama, sus manos temblaban y sentía la

camiseta pegada a su cuerpo por el sudor.

“No pasa nada, no está aquí. No estará aquí. No sabe dónde vivo. No sabe

nada. Pero sabe mi número. Sabe algo de mí. ¿Cómo?”. La mente de Bruno

intentó procesar toda la información, retándose mentalmente por no ser más

precavido. No estaba escondiéndose de nadie, pero se sentía como un

fugitivo de la federal; como si hubiera hecho algo malo. Sus pensamientos no

le llevaron a nada, pero toda la noche estuvo pensando. Se sentía indefenso

de nuevo. Sentía que si daba un paso en falso todo se volvería a escapar de

sus manos, justo cuando era un niño.

Se sentía niño de nuevo. Atrapado. Solo.

Nada sucedió en los siguientes días, pero él estaba paranoico. Sentía que

todos lo miraban, que lo juzgaban. Nunca se había dado cuenta de lo

importante que era la opinión ajena para él, hasta que, de nuevo, sucedió:

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llamaba su madre. No hubo amenazas, pero él no se negó. De esa llamada

derivaron tantas que perdió la cuenta de cuántas fueron realmente. Los sentía

cerca. Sentía la voz de su madre en su oído, su presencia detrás suya y la

mirada de su padre a una distancia prudente, viendo el espectáculo como en

un maldito circo. En cualquier momento colapsaría. Casi no dormía, ni

comía, y apenas podía concentrarse en su trabajo.

¿Cómo era posible que con tan sólo una llamada su vida se derrumbara de

todas las maneras posibles? Entonces recordó al chico del bachillerato. ¿Era

acaso el karma?, ¿eso existía? Ni él mismo sabía qué diablos estaba siendo

real. “Joder, me voy a volver loco”, sentía una cuerda en el cuello y un bozal

en los labios, no tenía a nadie en quien apoyarse, no tenía nada. Solo él y su

mente. Él y los recuerdos. Él. ¿Sé tenía a él o ya ni podía contar consigo

mismo?

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IV

Se desconocía por completo. En cualquier lugar que mirara los veía a ellos y

a él mismo. Bruno podía ver a sus padres mirarlo con sorna, con la misma

malicia de cuando era un adolescente. Se sentía como el mismo Bruno

pequeño de seis años, escondido bajo la cama mientras se tranquilizaba a sí

mismo, tratando de hacer el menor ruido posible.

Pero sabía que no era el mismo. Ahora tenía 29 años, era un adulto lejos de

Madrid. ¿Pero cuánto? ¿Estaría a salvo para siempre o viviría como un

maldito perro escondiendo el rabo entre las patas? No era más un crío que

necesitaba de sus padres para sobrevivir, no era más el niño indefenso y

crédulo que era antes. No, ahora era Bruno Cortés, economista asesor de

buen prestigio. Había escapado lo suficiente de la muerte para comenzar a

vivir, no regresaría a lo mismo, al menos no hasta verse en el espejo.

Estaba horrible; no se fijaba mucho en las personas, pero juraba que no había

nadie como él: un muerto en vida. Sus ojos le mostraban por completo su

interior. Recordó que “los ojos son los espejos del alma” y su alma pedía a

gritos que dejara de engañarse. Quizás tenían razón. Estaba intentando sacar

valentía donde no había. Aparentaba ser fuerte, pero cada vez que pensaba

en la fría mirada de su padre, temblaba. Temblaba de miedo al recordar que

casi lo asesinó ante las escaleras. Estaba jodido, muy jodido. Otra vez se sintió

indefenso. Cerraba los ojos y repetía la escena una y otra vez, como un disco

rayado. Porque eso es lo que era; un disco rayado que no servía para nada.

Sólo era basura.

Abrió los ojos de golpe y sintió ganas de vomitar; estaba teniendo un ataque

de ansiedad o de pánico, o de lo que fuera. No estaba en sus cabales cuando

el temblor en sus piernas le impidió llegar al baño, ni cuando comenzó a

vomitar, ni cuando las lágrimas se deslizaron como ríos de agua salada por

sus mejillas. Mucho menos cuando empezó a escuchar a su madre gritar, ni

cuando visualizó a su padre justo a su lado, viéndolo desde arriba con burla.

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Ya no era el Bruno Cortés que decía ser cuando hizo un esfuerzo sobrenatural

para correr hacia la cocina en busca de algo para defenderse.

—No os dejaré que me manipuléis más –salió de la cocina con cuchillo en

mano en busca de sus progenitores. No dejaría que siguieran comiéndole la

vida como quisieran. Pero se detuvo.

—Soy igual a ellos. Somos la misma basura –Bruno miraba el espejo. No se

veía a él, veía su cuerpo en guardia y el cuchillo en mano, y en su rostro veía

a su padre. No recordaba haberlo visto de esa manera alguna vez, pero tenía

el sentimiento de que así había sido–. Púdrete.

Soltó el cuchillo y salió de su departamento. En todo el camino tuvo la mente

en blanco. No sabía cuándo había dejado de llorar. Subió a la azotea y miró

por el bordillo: las personas a sus pies se veían como hormigas. Soltó un

suspiro mirando al cielo y cerró los ojos pasando las piernas encima de la fina

reja que separaba el vacío con la fachada sólida del edificio.

—Espero que no sea tan dura la caída.

—Y colorín colorao, este cuento se ha acabao ̶ el anciano se recargó en su

silla de ruedas; hablar por tanto tiempo le había agotado mucho, ya no tenía

la misma vitalidad de antes.

—¿Cómo? ¿Ha terminao? ¿Qué ha pasao con Bruno? ̶ el practicante de

uniforme blanco miraba curioso al relator del cuento. Era día de servicio y

hoy le tocaba cuidar de aquel señor, por primera vez.

—¿No es obvio? Encontró la paz para siempre.

—Pero entonces, murió…

—No precisamente. Su cuerpo no murió –al ver la confusión en el rostro del

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joven continuó–. Hay muchas formas de morir, muchacho. No sólo la física.

A punto de preguntar, una de las enfermeras más antiguas del centro

psiquiátrico interrumpió la conversación:

—Señor Cortés, es hora del medicamento de la tarde, venga por aquí –la

enfermera se dirigió a la parte trasera de aquella silla de ruedas del anciano

para llevárselo. El practicante estaba muy confundido. Cortés se apellidaba el

hombre de la historia relatada.

—Ha sio un placer conocerte, chico. Soy Bruno Cortés, pa servirle a ustéh. ̶

dijo el anciano al alejarse con la enfermera

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