sierra-simone-priest-1-pdf
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—Pero tú sí —señaló Poppy—, tú aún crees.
Su mano seguía sobre la mía, cálida en el frío aire acondicionado de
la oficina.
—No lo hice por mucho tiempo —admití.
Nos sentamos en silencio por un rato, presionados entre los hombros
de chicas muertas y padres desaprobadores y tragedias que permanecían
como el olor de las hojas viejas en un bosque.
—Así que —dijo ella después de un tiempo—, supongo que sabes lo
que es afrontar la desaprobación de tus padres.
Intenté una sonrisa, tratando de que no vacilara cuando retiró su
mano.
—¿Qué hiciste después de dejar Dartmouth? —le pregunté,
necesitando hablar sobre algo más, algo diferente de Lizzy y los dolorosos
años después de su muerte.
—Bueno —dijo, removiéndose en su silla—. Hice mucho. La cosa es
que pude encontrar toneladas de trabajo por mi cuenta, trabajo usando mi
Maestría en Negocios. ¿Pero cómo podía estar segura de que no eran mis
notas del famoso internado y mi título caro lo que querían y no tener a una
Danforth trabajando en su oficina? Después de seis meses en una oficina
de Nueva York, sintiendo que “DANFORTH” se hallaba tatuado en mi frente,
lo dejé, tan abruptamente como dejé New Hampshire, y conduje hasta que
no quise conducir más. Que fue la forma en que terminé en la ciudad de
Kansas.
Tomó un respiro. Esperé.
—Nunca quise terminar en el club —dijo finalmente, su voz bajando—
. Creí que tal vez encontraría una pequeña Organización No Gubernamental
donde trabajar o tal vez haría algo vulgar, como servir mesas. Pero oí de un
camarero que fue a un club escondido en algún lado de esta ciudad, privado,
exclusivo, discreto. Y buscaban chicas. Chicas que lucieran caras.
—¿Chicas como tú?
Poppy no se ofendió. Rio con esa risa gutural otra vez, esa risa que
despertaba un pequeño calor en mi vientre cada vez que la escuchaba.
—Sí, chicas como yo. Chicas picantes. La clase que le gusta a la gente
rica. ¿Y sabes qué? Era perfecto. Tuve que bailar, no había bailado en otro
lugar que no fuera una gala por mucho tiempo. Era, todo junto, un lugar
bastante elegante. Un obligatorio guardarropa de quinientos dólares.
Setecientos cincuenta dólares por una mesa, mil por un baile privado.
Ningún cliente tocaba. Un máximo de dos bebidas. Atendía a una clientela
muy específica, y me encontré a mí misma desvistiéndome para los mismos
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